lunes, 30 de diciembre de 2013



Lo mejor que tenemos, no suele ser lo mejor que damos. Por algún extraño motivo, que no entiendo y dudo que pueda llegar a entender jamás, intentamos ocultar lo mejor de nosotros mismos al resto, como si fuera irreal e, incluso, inmoral. Como si fuera la mayor vergüenza que tenemos, peor que cualquier pecado capital. Y, para contrarrestar esto, y seguir dándole al mundo la imagen de que tenemos algo que nos hace especiales y únicos, fanfarroneamos de lo que no tenemos, haciéndonos presas de nuestra propia trampa. Porque, sin duda, lo peor que tenemos, es creernos nuestras propias mentiras, y vivir en ese mundo de fantasía que amueblamos en nuestras cabezas.
Proyectamos en nuestra imaginación fantasías secretas, delirios de una noche febril, ilusiones que no existen, y parecen sacadas de una mala película romántica de los noventa. De esas que casi siempre comienzan con una chica en una cafetería, ya sea la camarera a tiempo parcial que vive en un pisito decorado con un gusto impecable encima de la cafetería, o una escritora frustrada que se refugia en los asientos de cuero a rellenar hojas y hojas de una vieja libreta con sádicas historias en las, casualmente, siempre aparece un personaje muy parecido a su exmarido asesinado brutalmente. Sea como sea, esa chica encuentra al amor de su vida, se enamoran, discuten por algún malentendido o por cualquier tontería, se distancian, ella tiene previsto huir en avión, y él corre por toda la terminal atestada de gente para detenerle, decirle que la ama con locura, pedirle matrimonio y vivir felices para siempre. Pues si, esto, así de previsible, es lo que creamos para evadirnos de nuestra verdadera realidad. Porque, pese a que por algún capricho del universo, del destino, del karma o de lo que sea en que creáis, si se dieran las condiciones exactas a las mencionadas, para nada sería así la historia: una camarera de una cafetería no se puede permitir la decoración de interiores que tienen esos pisos, y dudo que pueda permitirse uno para ella sola. En realidad, aunque viviera encima de la cafetería, sería un piso de mala muerte, en el que compartiría cocina, baño e incluso cama con alguien. Si fuera la escritora, jamás sería capaz de amar a alguien, porque seguiría cegada por la obsesión de ese amor marchito, continuando rellenando páginas y páginas de libretas, que se amontonarían en la oscuridad de su apartamento, junto con las fotos de su exmarido y su nueva mujer. No descarto el final abierto de asesinatos en serie.

Pero seguimos igual, huyendo y refugiándonos en mentiras. Porque, ya que no podemos vivir en la ignorancia, por lo menos vivamos en la dulce mentira. Y es que, cuando nos mentimos a nosotros mismos, no duele tanto como cuando nos miente el resto; porque es imposible que nos demos cuenta de que estamos viviendo en nuestra propia invención, respirando cuando esta nos lo permite, y viviendo del mundo exterior cuando nos damos un descanso, hasta que ya es demasiado tarde. Hasta que nos encontramos con una maleta llena de cachivaches innecesarios, sonrisa de perturbación masiva, en medio de un aeropuerto, mirando con ojos de esperanza a todas las esquinas, creyendo saber que, en cualquier momento, ese chico al que preguntaste la hora en el metro mientras jugabas con tu pelo y te respondió sin siquiera mirarte, va a aparecer en cualquier momento para pedirte que le dejes vivir el resto de su vida contigo. 
Porque si, porque vivimos con la esperanza y el anhelo de un final feliz para todos, un cuento Disney que siempre sale bien, en el que todo se puede arreglar con tan solo buena voluntad y una canción estúpida que han forzado hasta arrancarle dos rimas fáciles. Pero esto, es culpa de nuestros padres, y de los padres de nuestros padres. Por haber permitido que, desde niños, nos llenaran la cabeza con historias de ensueño, la falsa idea de que todo, siempre, va a salir bien. Que las casualidades y los buenos golpes de destino están al alcance de todo el mundo, que no hay favoritismos, que todo está en orden porque así es como debe de estar.

Y claro, ¿dónde se supone que está la historia en la que nos explican que hacer con nosotros mismos una vez que nos hemos dado el batacazo con los morros contra el suelo?

jueves, 26 de diciembre de 2013


Me pregunto a donde nos estamos llevando, hacia donde vamos, y que esperamos. Simplemente, que alguien me de el porqué de todos los pasas que tendemos a dar a tientas demasiadas veces. Porque no les veo razón de ser, la verdad. Solo seguimos hacia delante, a tumbos, con las manos negras, sin sentido, fumándonos las aceras de las calles que paseamos. Esperando quien sabe que; casi siempre, que nos traten bien, y que, simplemente, no nos hagan demasiado daño, porque ya sabemos que la salvación total es imposible. Nadie sale impune, ni con la conciencia tranquila, de este tropezón. Porque tendemos a hacer lo que haga falta, con solo ganar cinco minutos de gloria en la meta, con una palmadita en la espalda y un "no ha estado mal, campeón". Dándonos por satisfechos con eso, con tan solo poder mirar hacia atrás, ver los cuerpos caídos y poder sonreír, con falso orgullo, por haber conseguido dejarlo todo a las espaldas.
Nos obcecamos en llegar a la meta, al final, sea como sea, sin pensar en que nos deparará allí, solo pudiendo especular sobre razones que, a día de hoy, no entendemos, y que quizás, muchos de nosotros, jamás entenderemos. Por el simple motivo de sentirnos vivos, de autoconvencernos de que valemos algo, que alguien espera algo de nosotros, y que todas y cada una de nuestras cobardes acciones, repercuten en el transcurso del mundo. Cuando, en el fondo, aunque haya teorías conspiratorias entre las altas esferas, o eso nos cuentan, sabemos que no es así; que la transición y translocación recae en manos de cuatro gatos, que comen en lata de atún aparte y reciben al veterinario en casa, con frac y copa de champán añejo en la pata. Sin que podamos usurparles el trono, sin que den la cara, sin que paguen por sus malas decisiones, porque somos sus subordinados. Y siguen dándonos esperanzas, motivos para creer que, en el fondo, todo el peso cae sobre nuestros hombros, sobre nuestras tristes decisiones, sobre nuestro ahorros que, más que otra cosa, dan risa. 

Pero lo que nadie nos cuenta, lo que jamás nos han enseñado, es que, lo que realmente importa, no es a donde queremos ir, o donde acabemos. Lo mejor, sin duda, o eso dicen, es el camino que queda por delante. O el que tenemos por detrás; pero mejor, el de delante. Porque nadie lo conoce. Podemos intentar desdibujarlo entre la neblina mañanera, pero es imposible tenerlo sujeto al completo. Porque es capricho, más que esos aristócratas gatunos; es caprichoso, como un niño pequeño que sabe que puede comportarse como quiera; como dos que no entienden ni pretenden hacerlo, escondiéndose entre sábanas tibias y pies fríos. Sin más, bastante simple, para todos los públicos y todos los bolsillos. Pero cada uno, a su nivel, porque cada uno tiene su ideal de futuro, de felicidad carnal y mortal, sin nada más entre medias. Aunque no queramos verlo, y esperemos algo mejor.
Por eso, exactamente por eso, creo que la gente, cuando está a punto de morir, dicen que ven pasar su entera vida por delante de sus moribundos ojos. Porque tienen tanto miedo a que el premio final por una vida de penurias no sea como se lo han pintado, y que se termine todo en esa cama ruinosa, viejo, arrugado, sin vida ni fuerza. Y vuelven, cual oasis divino en medio de un desierto infernal y terrenal, a su glorioso camino, colmado de fortunas y desgracias, pero lleno hasta los topes. Porque no seremos ricos, pero somos riquiños, al fin y al cabo. 

miércoles, 25 de diciembre de 2013



Hay mañanas de sueños recurrentes. Hablo de esas mañanas en las que te despiertas despejada, sin prisa, sin presión, con calma, como si el mundo estuviera viéndote dormir esperando a que abras los ojos, a teatro de cortinas rojas de terciopelo. Esas mañanas en las que solo falta que entren pajarillos cantando por la ventana para ayudarte a vestirte, para que todo sea como un buen principio de una película ñoña de sábado noche; de esas que sueles ver en pijama, moño, gafas, un bote de helado y un paquete de pañuelos, sola en tu piso. 
El caso, hoy a sido una de esas mañanas, quitando el dolor de cabeza infernal, y a mi padre aporreando la puerta para hacerme salir de la cama. Abrir los ojos con dolor, porque estabas soñando algo bueno, y replantearte tu vida con el pantalón de pijama remangado hasta las rodillas, y sin saber el porque. "¿Qué estás haciendo con tu vida?" Y así de simple, quizás lo único que necesitaba para ese cambio tan necesario. Fácil. Puede que demasiado. Y tomas la decisión, la decisión de dejar de perderte. Porque has crecido, la verdad. Y en demasiado poco tiempo. No necesitas la aprobación del mundo, tan solo la tuya. Pero tienes que esforzarte, por mucho que no quieras, o por mucha pereza que te de. Nadie regala nada, ni mucho menos. Cada cual mira para su propio ombligo, y tienes que hacer lo mismo. Y un poco de suerte, como todo. Pero no es suficiente con chasquear los dedos, apretar los parpados y desear con todas tus fuerzas que suceda; ya no creemos en la Navidad, ni en la sinceridad absoluta. No existe, son los padres.

Así que hoy, en vez de agobiarte, enfurruñarte, fruncir el ceño, refunfuñar, toca intentar sonreír. No, no tengo la vida perfecta, ni mucho menos. He llegado hasta donde estoy sudando tinta y sangre, pero no me puedo relajar por estar en una situación medianamente cómoda; aunque de cómoda, sinceramente, no tiene nada. Nadie me va a garantizar nada, porque no tengo nada bajo seguro. Y lo que me ha quedado medianamente claro, últimamente,es que, si quieres algo, ve a por ello. Nadie va a recordar una mala elección de aquí en un tiempo, por mucho que lo parezca. Eso sí, con cabeza, que es lo que normalmente me falta. A menudo. Demasiado a menudo. Casi siempre. Siempre, la verdad.
Las cosas, como son.

martes, 24 de diciembre de 2013



Cada cual recibe lo que se merece, ¿verdad? Es así como nos enseñaron de pequeños, en el colegio, cuando estábamos seguros de que nos lo darían todo con tal de portarnos bien; cuando eramos pequeños mafiosos en pañales. Hasta que llegamos a la conclusión de que podíamos conseguir lo que quisiéramos y hacer lo que nos apeteciese al mismo tiempo. Se nos abrieron las puertas del paraíso, nos echaron, descubrimos la pólvora. Aprendimos a mentir, a engañar, a esconder pruebas evidentes de que fuimos nosotros quienes rompieron el jarrón, los que no hicimos los deberes, los que hacen que el pobre perro, sin voz ni voto, cargue con las culpas. Y eso es cuando se dan cuenta de que algo va mal, que si no, es suficiente con esconder las pruebas, callar a los testigos, y negarlo. 
Y lo peor no es eso, lo peor es que crecemos y somos incapaces de pararlo. Eso si, queremos que el resto no lo haga, "predicando" con el ejemplo. Y al final, las cosas se desmoronan. Caen por su propio peso, como se suele decir. Sin que nos demos cuenta, vamos a dar con el canto de la moneda mientras gira, y alguien que realmente ha aprendido, aunque sea a base de golpes contra el suelo, a ser sincero de verdad, te hace darte cuenta de que eres una mentirosa profesional. Un monstruo incapaz de contenerse, de decir la verdad; una devoradora de cuentos de hadas, de relaciones sin dolor ni anestesia, de momentos felices. Alguien que disfruta trabajando para algo, creando algo de donde no había nada; para destruirlo en cuanto pueda. No es la primera vez que sucede, y no tengo claro que sea la última. Me escudo diciendo que es algo que llevo dentro, pero no hay excusa posible. Soy una guarra. Alguien tenía que decirlo. Soy una mentirosa de campeonato, una masoquista del tres al cuarto que aparenta ser más de lo que es. Que lleva demasiado tiempo viviendo en una nube en su propia cabeza, creyendose que es alguien que solo ella imagina; porque, en realidad, no lo es. No soy especial, ni buena persona. No me merezco nada de lo que tenía, pero si todo lo que tengo ahora: nada. No puedo culpar a nadie, si no es a mi misma. Apesto. Básicamente, porque llevo tres meses estancada en el mismo punto de mi vida, cuando ya he estado aquí. Quizás, porque todavía no he sido capaz de asimilar lo mal que lo hice todo; porque, basando en pasado, asumí que las cosas no están hechas para durar, y que, hiciera lo que hiciera, no importaría, porque todos y todo tenemos fecha de caducidad. Pero, ¿qué pasa cuando adelantas la fecha a propósito? 
Pasa lo que está pasando ahora, que no puedes más, te desmoronas, y todo es un lío. Porque no te conoces, ni te reconocen. Estás sin rumbo, perdida, sin hacer nada, decir nada, esperar nada. Simplemente, estás, sonríes, finjes, y, a fin de cuentas, sigues mintiendo. Porque es un vicio, peor incluso que una droga. Es un problema demasiado grande como para soportarlo sola, pero es lo que queda, porque es lo que te has buscado, lo que has elegido para ti.

No sé a quien he odio que, después de que te hagan daño, te toca hacer daño a ti, y así seguirá siendo hasta que llegues a un punto en el que seas capaz de perdonar; pero, sobre todo, de perdonarte a ti mismo. No creo que esté en ese punto, y no creo que sea capaz de llegar hasta él en mucho, mucho tiempo. No soy insensible, por mucho que quiera hacer ver que lo soy, por mucho que la gente se lo crea. Solo que sufro en silencio, como lo he hecho toda mi vida. Por no llamar la atención, por no necesitar nada de nadie, por orgullo. Y, al fin y al cabo, todo se resume a eso. Mi vida entera se puede resumir con esa palabra. Por ser demasiado orgullosa como para hacer las cosas del derecho, por tener la suficiente cabeza como para detenerme un momento, tomar aire, y tomar una decisión antes de que la compulsión la tome por mi. Se supone que eso lo aprendes con la edad, pero se ve que yo, después de todos los palos que he recibido, sigo sin aprender nada. 
Por lo visto, lo único que he sido capaz de memorizar a fuego en mi cabeza ha sido la primera lección: hazlo sin que nadie te vea, borra las pruebas y niégalo, niégalo y vuelve a negarlo. 

martes, 10 de diciembre de 2013

Niégalo.


Es horrible sentir que te han substituido. Saber que todo lo que has llegado a ser para alguien ha cambiado tan rápido, sin que nadie haya podido impedirlo. Simplemente, ha sucedido lo inevitable, algo que se veía venir, y que posiblemente tu hayas sido la única persona que no se lo esperaba. En el fondo, sabías que iba a suceder tarde o temprano, pero conservabas esperanzas de que sucediera cuando ya estuvieran todas la heridas purgadas, curadas y cicatrizadas, cuando ya no importase. Cuando todo fuera un recuerdo lo suficientemente lejano como para hablar sobre él con una sonrisa en la boca, no con lágrimas que brotan sin darte cuenta. Es muy diferente.
Y ahora, ¿qué puedes hacer? Nada. Absolutamente nada. No nos engañemos; esa bazofia que nos contaron cuando eramos niños sobre que ''todo tiene solución'' no sirve para nada. Hay cosas que, cuando se rompen, no hay ningún tipo de producto en el mercado, ni de fuerza de voluntad, que sea capaz de repararlas. Están rotas, destrozadas, hechas añicos, y con alguna parte perdida en noches demasiado largas con hielos de más. Así que es de esperar que, cuando realmente todo desaparece, haya alguien que lo vuelva a encontrar, que haga que todo tenga un nuevo sentido para aquello que tu diste por perdido. Para algo que tu creaste para tu propio beneficio, que jamás pensaste que podrías necesitarlo, y que te aseguraste de que saliera de tu vida cuando esperabas que llegase algo mejor. Y cuando te das cuenta de que no va ha llegar nada mejor, porque realmente no existe, eres tú quien está rota, destrozada, hecha añicos, y que has encontrado las partes que te faltaban. Te has hecho a la idea de que, realmente, lo que tenías era la historia con la que sueñan todas las niñas después de una película Disney, la clase de relación que solo aparece en los libros y en las cabezas de los soñadores empedernidos. Y sigues sin saber por qué, por qué decidiste acabar con todo aquello.

En el fondo, lo sabes. Hay una época del año en la que sale lo peor de ti, que todo lo que el mundo ha podido conocer sobre ti cambia radicalmente, dejando un rastro de deshechos de los que nadie va a preocuparse jamás. Como dice ese dicho, pórtate mal, pásalo bien, borra las pruebas y, sobre todo, niégalo. Es un estilo de vida, o eso dicen. Te hace sentirte bien, sentirte viva, sentir que tienes el control, el freno y el acelerador al mismo tiempo. Pero dura unos instantes, unas horas de locura que al día siguiente están borrosas en la mitad de su totalidad. Y, en esos momentos, surge la peor duda que se puede tener; ¿es mejor sentirse dueña de tu misma durante unas horas, o una extraña durante la eternidad? Creo que, de momento, la decisión está tomada. Pero las noches de soledad, las noches en las que querríamos ser capaces de no ser tan independientes, no te las quita nadie. 

viernes, 6 de diciembre de 2013


Eres un monstruo. Un día te levantas, y te das cuenta de que tu eres tu propio enemigo. Que te auntoconsumes, te saboteas, te pones frenos, haces que falles en todo lo que te propones, devoras tu propia fuerza de voluntad, haces que tropieces con tus propios pies de barro. Sin razón aparente. Simplemente, te escudas en la pereza, en que estás mejor en el estado en el que estás. Que no te importan lo que piensen, ni lo que digan; pero no te das cuenta de que, en el fondo, lo que no te importa es lo que piensas de ti mismo. Te has abandonado, porque nadie espera por ti. Dices que estás esperando el cambio; que, de repente, algo salte en tu cabeza, algo que haga que se encienda de nuevo el interruptor, y que todo vuelva a girar como si el mecanismo nunca se hubiera parado. Pero, mientras esperas a que eso suceda, no te das cuenta de que lo único que haces es apagar el interruptor, una y otra vez, sin motivo, solo porque así puedes estar más tiempo donde estás.
No es que tengas miedo a cambiar; en realidad, lo estás deseando. Es todo lo que quieres, tu meta en la vida, tu razón de seguir respirando. El problemas es que no te esfuerzas lo suficiente. Estás cansada, y no hay horas de sueño que lleguen para cambiar eso. No sabes que necesitas, que quieres, que te hace falta para volver a la carga. Ni hay nadie que lo sepa, que te pueda ayudar. Simplemente, estás cansado, y no tienes fuerzas. Sin ningún motivo. Has perdido la esperanza, puede que porque nadie confié en ti, en tus posibilidades; porque nadie apuesta por ti. No sé. Pero estar estancada en ese punto muerto, en ese foco sin salida, no es una solución, ni un punto de descanso factible. Solo sirve para que te sigas consumiendo en tus propias cenizas, ya usadas, reusadas, y recicladas a más no poder.
Se están acabando las excusas, las salidas, los remedios, las autopromesas. Sabes que, o cambias la situación, o la situación te cambia a ti. Tampoco sabes que es mejor, ni que te conviene. Solo quieres que esto acabe, volver a donde estabas al principio, a esa fuerza, ese coraje, esa arrogancia
. ¿Qué ha pasado con eso? ¿Quién se lo ha llevado? ¿Qué necesitas para que vuelva? Demasiadas preguntas, cero respuestas. Nadie lo sabe, y nadie parece interesarse en responderlas; ni tú, de quien es el problema.

Tienes que cambiar, lo sabes. Tienes once días para ponerte las pilas, para volver a la carga. Para ser todo lo que siempre quisiste ser. Coge aire, vuelve a ganar. 

lunes, 25 de noviembre de 2013

Moving out.


Por mucho que organicemos, por mucho que creamos que lo tenemos todo bajo control, por mucho que no queramos salirnos de los margenes preestablecidos, somos incapaces. Somos puro caos, entropía barata de carne y hueso, que busca abarcar lo máximo posible sin que nadie interfiera en ello, queriendo un equilibrio que, en el fondo, todos sabemos que no existe. Así que, cuando creas que tienes algo bajo seguro, que puedes apostar por ello; vendrán con una carta mejor, y hará que tu castillo de naipes se caiga. Sobre agua. Y que no haya manera de volverlo a levantar.
A veces, es para mejor. La suerte te sonríe, y tienes el karma de tu lado. Por alguna extraña broma del universo, todo va a mejor, y sin que hayas hecho mucho para ello. No te lo mereces, pero estás bien con aceptar algo que se te queda grande, por lo menos intentarlo. Cuando esto sucede, en una de esas raras mañanas de septiembre, en las que empiezas la mudanza hacia una nueva vida, el teléfono suena; y sin querer, todo cae en pedazos. No sabes que decir, no sabes que pensar. Solo quieres llorar, y que te digan que hacer; que alguien tome la decisión más difícil que has tenido que tomar hasta el momento, por ti. Pero no, ya no eres una niña pequeña que se pueda refugiar en lo que digan sus padres; tienes que tomar tus propias decisiones, que apoyar lo que quieres, que sustentar tus anhelos como puedas. Y, en mañanas así, te das cuenta de que has madurado, de que algo te ha cambiado. 

Puede influir que lleve tres meses a más de mil kilómetros de casa, en la otra punta del país; que no vea a mi familia, mis amigos, mi gente; que sea una extraña aquí, y que lo sea allí también cuando vuelva. Todo esto, puede influir en que hayas crecido, que te fijes en otras cosas, que no le des importancia a lo que antes te parecía vital, y que valores lo que tenías asegurado en casa. Nadie se va a preocupar de que haya comida siempre en casa, de que la calefacción funcione, o de que tengas ropa limpia. Y con todo esto, no te vas a preocupar sobre si comes bien, si tienes frío o calor, si tienes la camisa sin planchar. No importa, eso no es lo vital. Porque cuando te das cuenta, has pasado de vivir a intentar poder sobrevivir. No todo es fundamental; lo único importante es que estás donde querías estar, por el que te has pasado los últimos dos años de tu vida dando todo lo que tenías y más. Y que tienes la posibilidad de conseguirlo, de que ahora todo depende de ti, y que no basta con intentarlo, porque hay demasiado en juego. Así que es eso, eso es lo que ronda por mi cabeza, lo que hace que me consuma en papel mojado, lo que hace que no sea más que una carta perezosa que tiembla entre manos sudorosas en un bar de carretera. Tengo miedo. 

miércoles, 10 de julio de 2013

Desaparecer.


Crecer implica mayores responsabilidades. Significa ganar más, exponiéndote más. Todo lo que hagas, tendrá repercusiones, y no siempre vas a tener alguien a tu lado para que te ayude a salir del apuro. Echarás de menos que tus padres estén ahí día tras día, apoyándote hagas lo que hagas, metiéndote en el lío que te metas. No, el ser pequeños no dura para siempre, por desgracia. Poco a poco te das cuenta de que el mundo de rosa en el que pensabas que vivías, donde no existe la maldad, los amigos son para siempre y las promesas se cumplen, no existe. Tampoco se desvanece poco a poco: hay un momento en el que el telón de cristal que nos protege cae sobre el suelo de repente, rompiéndose en mil pedazos, mientras tu no puedes hacer nada; ni intentar recomponerlo, ni pasar sobre él, porque te harías daño, más del que implica ver lo que había más allá de él. Prometiste ser fuerte, y no dejarte influenciar por nadie, ni por nada.

No solo crecer impacta. Lo que trae consigo es incluso peor. Sobre todo, decepcionarte a ti mismo. Y este año, o lo que llevamos de él, no he echo más que hacerlo una y otra vez. En unas horas, pasé de tener todo el futuro, la innovación y el ser recordada en la palma de mi mano, a quedarme sin casi nada. Unas migajas de lo que había trabajado, para nada comparada con la cosecha que se llevaron algunos que no sembraron nada. Suerte, le llaman; yo diría más bien "karma jodiendo al personal, de nuevo". Luego, después de haber pasado muchos años esperando en momento adecuado, di el paso. De eso estoy orgullosa; no todo el mundo puede haber dicho que aguantó hasta ese momento. Pero, de nuevo, cuando creí que lo tenía todo controlado, volví a caer, a temer, a llorar, a querer morir. Un fallo lo tiene cualquiera, pero no todos los fallos son válidos, y menos en esta ciudad y en esta familia. Ha habido más casos, y yo no soy tan valiente como llegaron a ser esas chicas. Yo me habría suicidado antes de aguantar todo lo que tuvieron que aguantar, y siguen aguantando sobres sus hombros, sin el apoyo nada más que de sus familias, que siguen dolidas y recuperándose de los daños. En mi familia, todo sería distinto. Jamás me lo perdonarían, aunque yo tampoco lo haría. Y por último, quizás en lo que más me he decepcionado, ha sido en caer en la obsesión posesiva con mi otro yo, con el que mira detrás del espejo con miedo. Me odio, me odio por no quererme como tendría que hacerlo. Y no solo por eso, si no también por no tener la fuerza de voluntad para cambiar y llegar a ser lo que quiero ser. Siempre igual.

No sé si me lo merezco. Supongo que si. Si no, no le encuentro explicación. Se supone que a la gente buena le deben pasar cosas buenas, porque para ello trabajan siempre. Pues he llegado a la conclusión de que he tenido que causar daño, quizás demasiado, para que ahora me lo devuelvan todo así. Si, aún no he empezado a vivir, y ya quiero desaparecer. Ironías de la vida.

lunes, 24 de junio de 2013

Again.


A veces volvemos a caer en viejos vicios, que no son antiguos amigos, ni si quiera nos gustan. Pero realmente lo necesitas, aunque sea para entendernos un poco mejor a nosotros mismos. Para sentir que todavía estamos vivos. Probarnos, tentarnos. Y luego joderla. Hoy hablo de dos cosas a la vez.
La primera, la que me corroe por dentro, el pecado revuelto y que desapareció durante un año, que regresa en forma de otra persona, que hiere a otra distinta. El silencio, el misterio, las promesas que son más débiles que el papel de fumar. Las noches de más que se quedan en menos a la mañana siguiente, cuando sabes que has roto la única regla que existía, cuando no quieres respirar más que para dar la última bocanada antes de disparar. Contra ti mismo.
Y lo que es aún peor, la increíble poca culpabilidad que siento ahora mismo. Supongo que es porque no lo recuerdo demasiado bien, y quizás todavía no han vuelto a mi las imágenes de lo que realmente paso. El escudarse en demasiado alcohol, demasiado de todo, demasiada noche. Las horas en blanco, el mundo moviéndose demasiado rápido aunque mires a un punto fijo. Los árboles, la oscuridad, el terraplén. Un susurro, una promesa, unas palabras. Sin estar segura de que pasaba, quizás porque era consciente de todo. 

La segunda, los tormentos del pasado. Que vuelven, que no se detienen, que te arrasan y abrasan sin pedir permiso ni perdón. Las dudas, las indecisiones, los monstruos interiores que regresan a susurrarte melosamente en la oreja que sigas, que no tienes límites, que te tintes, te hagas daño, te rompas, que calles y caigas de nuevo. Y no disfrutar, no gozar con ellos, pero saber que lo necesitas, que te lo pide el cuerpo, que tienes que cambiarlo. Necesito agotarme, sacar todo de mi, todo lo malo, todo lo que me está haciendo perder el control sobre mi misma. Renacer. Una segunda oportunidad. Y para ello, lo primero es cambiar lo de fuera. Necesito un cambio: de vida, de cuerpo, de ciudad. Huir, huir, huir. Eso ya no es necesario, es fundamenta y universal. Y lo voy a conseguir.

Mañana, mañana mismo empiezo de cero. Se acabó la persona vaga, perezosa, que se dejaba llevar a la primera de cambio. Ahora quiero ganar, ganar, ganar, y tengo dos meses para hacerlo, para dedicarme únicamente a ello. Tengo que ser capaz de callar a los monstruos de mi cabeza. 

sábado, 15 de junio de 2013

Gap.


Cada cual recibe lo que merece, y es el tiempo quien decide cuanto corresponde a cada uno. No podemos hacer nada más que esperar a que nos sitúen en nuestro lugar exacto, por mucho que nos empeñemos en pesar que está más arriba, o por que nos subestimemos. Predestinación, le llaman. No es que sea realmente importante, pero ayuda saber que al final alguna justicia irónica nos posiciona y ordena en función de lo que damos, recibimos y dañamos. 
Así, a la gente buena no siempre le suceden cosas malas. Tampoco hay que pedir un camino de rosas, pajaritos y cuentos de hadas; hay que darse cuenta, la realidad es dura, costosa, y si sobrevives, aunque sea a duras penas, puedes estar orgulloso. La diferencia no radica en quien es más feliz; es, simplemente, ver que todo esfuerzo y dolor merece la pena, compensa, a largo plazo. No todo es en vano, y las decepciones acaban siendo mínimas, casi imperceptibles, como quien se despide arrepentido y demasiado tímido al salir de la cama dejando la mitad del lado tibio, sin nada más que la sábanas desordenadas y sudor frío. Rezando para que nadie sepa que paso, archivándolo en una esquina de la memoria que nadie volverá a abrir jamás. No importa cuanto tiempo pase; borrón y cuenta nueva. Menos en una ocasión, esa que me trae de cabeza, me vuelve loca y no me deja respirar; esa que ya he tratado demasiadas veces, y que quiero asumir que todavía no me ha pasado a mi. Quiero pensar que aún nadie me ha marcado, aunque piense durante meses que ha sido así. Porque siempre puede aparecer alguien, o suceder algo, que te haga cambiar el modo de ver las cosas. 

Al final, cuando solo podamos mirar hacia atrás con anhelo y un poco de desesperación, es cuando podemos saber quien ha ganado. Podemos perder batallas, pero lo importante es a quien van a recordar los libros de Historia cuando se calmen las aguas. Quien gana la guerra. Quien parecía hundido y resurgió sin que nadie se lo pidiera, o esperase nada. 
Lo gracioso, es que siempre resurjo cuando sube la temperatura en el termostato. Debe de ser cosa del clima, no sé. Solo tengo claro que, cada vez que llega el verano, gano. También perdido, pero son pérdidas negativas de valor positivo, sin importancia en el mercado, sin fundamento. Después de un mal otoño, un peor invierno, y una primavera de montaña rusa, llega el verano. Época en la que acostumbro a darle la vuelta a todo, incluso a lo que está bien. ¿Porqué? Porque no pienso, desconecto. Quizás, en esta época del año es cuando realmente sale la verdadera yo, que nunca decepciona, que aterroriza. Lo peor que te eches en cara, lo mejor que te pueda pasar. Sin remordimientos y sin vueltas de tuerca. Uno, dos, tres, tomar aire, y disparar, sin importar a donde o a quien. 
Veremos que pasa este año. Tengo las ideas bastante claras, también las tenía el año pasado.

sábado, 1 de junio de 2013

Timing.



Necesito tiempo. Espacio. Respirar hondo. Volver a la carga. Ganar. Y seguir ganando. Necesito ser grande, enorme, monstruosamente increíble. De estas personas que ves de donde han salido, y solo tienes ganas de temblar; porque en el fondo de ti, sabes que van a acabar contigo, que te van a destrozar de tal manera que solo queden unos pedazos pequeños de tu autoestima en el fondo de un vaso de plástico, junto con posos de vino de cartón ácido. Es una carrera de obstáculos, en la que la presión es demasiado grande como para perder, para ganar, o para darse por vencido; porque hagas lo que hagas, va a estar de menos.
Y siempre necesitar más, más, y más, sin saber como conseguirlo, como pedirlo. Solo saber que, cada vez que te vayas a dormir, esas ansias de querer llegar a la cima serán quienes te den las buenas noches, quienes te despierten gritando de madrugada, y quienes te dejen dormir con el ceño fruncido. Ahora, ahora es el momento de olvidarse de los que te odian, y envolverse en los que siempre estuvieron allí. Es el momento de no contar con nadie, salvo contigo mismo. Porque sabemos que somos eternos, inagotables, impredecibles.
Y es ahora, o nunca.

Nadie apuesta por nosotros. Somos un cero a la izquierda en la sociedad, sin voz y, de momento, sin voto. Solos la raíz de todos los problemas, de todos los males, el desorden personificado. Incoherentes, maleducados, caprichosos, desesperados, perdidos, hundidos, viciosos, y poco ambiciosos. Mentira. Así nos quieren pintar desde hace demasiado tiempo, dándonos tan solo una oportunidad para brillar, pero de forma anónima. Siete pruebas, ni una más, ni una menos, en menos de cuarta y ocho horas. Siete metas, siete estados de hora y media de tensión total, de nervios a flor de piel, de replantearse hasta las veces que respiras por minutos, sin saber si son suficientes, o vas sobrante. No tienes a nadie, tan solo a ti mismo.
Dicen que es la cima de tu conocimiento personal, que después de pasar por eso, realmente sabes quien eres, de lo que eres capaz. Y eso es aterrador. Pero, ¿quién no ama lo que da miedo? Confiamos demasiado en nuestros instintos como para sacar el dedo de la llaga. Necesitamos hacerlo, probarnos, retarnos. Pero además, yo necesito ganar.

domingo, 26 de mayo de 2013

For living.



No me gusta no saber que va a pasar. Quiero todo calculado, de manera exacta, sin dejarse llevar más que lo justo. Ser la mejor, porque ya he ganado a ello. Por eso me da miedo la oscuridad, porque no sé lo que hay delante; me dan miedo las despedidas, porque no sé que toca después. Quiero conocerlo todo antes que nadie.
Pero luego, llegas tú, y desmontas mi torre de marfil, casi sin pedir permiso, abriéndote paso en movimientos lentos, cálidos y seguros, para que no tiemble y me derrumbe. A susurros, haces que desaparezca todo en lo que me escondo; podría decirse que me confundes, que eres capaz de hacer que deje de pensar, de analizarlo todo. Y todo ello, sin dejar de sonreír, de mirarme como si se detuviera el tiempo, o quizás me parecía a mi. Desbastando mis planes, mis ilusiones y fantasías de final feliz, adaptándolo a algo más real, más cercano para rozar despacio, sin prisa. Porque por tener, teníamos todo el tiempo del mundo, recortando los descansillos y las llaves que no llevan a ninguna puerta. 

¿Y qué opino yo? Que ahora mismo, estoy cansada de darle vueltas a todo, buscar porqués, y no ilusionarme. Y solo quiero pensar que esto va a cambiarlo todo, por ilusa que parezca. ¿Miedo? Puede, rompiendo la norma de nunca tengas miedo; ¿miedo a qué? A perder, a perderme, a perderlo todo. Porque quedan dos semanas, dos regalos de un ciclo macabro que viene a reírse. La verdad, últimamente el karma me las está devolviendo todas, de una manera más o menos irónica, porque no son puñaladas de veneno; son puñaladas con amor. Quizás, porque se ha dado cuenta de que como hagan daño, me voy a acabar rompiendo de verdad. Y no creo que me lo merezca, tampoco.

Noches para no pensar, mañanas para reflexionar. 

viernes, 17 de mayo de 2013

Move on.


Somos egoístas  Devoradores de pensamientos, momentos, personas, instantes, emociones. Somos depredadores, perros de caza, que quieren todo. Nunca estamos conformes con nada; somos ambiciosos, arrogantes, desesperantes, consumistas, entusiastas. Sumidos en nuestro propio ciclo de querer y conseguir al instante. Está en nuestra naturaleza, en nuestro ADN, en nuestro instinto básico. Queremos más, exigimos más, necesitamos más. Y nunca, nunca, nunca, nos damos por satisfechos.
Podemos pasarnos meses, años incluso, deseando que algo suceda. Ser amados, aprobar unas oposiciones, conseguir un ascenso, ganar la lotería  Pero, por alguna absurda ley del universo que no estamos preparados para conocer, o que, simplemente, no queremos hacerlo, no nos va a parecer suficiente. Querremos a otra persona, el trabajo nos decepcionará, seguirán decidiendo por nosotros, no seremos lo suficientemente ricos. 

Y ahora, cuando tengo lo que quería, me doy cuenta de que sigo en el punto muerto en el que llevo desde septiembre. No hay quien me mueva de ahí, quien me saque del pozo. Una vez, alguien me dijo que todos teníamos a esa persona, esa que nos ha marcado. Yo la tengo. Pero que, con el tiempo, seremos capaces de superarla, y continuar; la verdad, eso es lo que espero, porque no entraba dentro de aquel consejo. No es justo, ni para mí, ni para él. Lo peor, es que supongo que el se sentirá así también. Viene de una historia con prólogo y epílogo, cuando la mía no tenía ni un capítulo. Así que es normal que esté en el mismo sitio que yo, o incluso peor. Tengo la sensación de que nos estamos engañando el uno al otro, queriendo ser algo que podríamos haber sido, si no nos hubieran marcado antes. Quien sabe, quizás él hubiera sido quien me hubiera marcado a mi. No lo sé, y tengo claro que jamás lo sabre. No soy sincera, ni con él, ni conmigo misma, pero ¿alguna vez lo he sido? Callar y tragar, ley de vida.
Todo se mueve, todo cambia. Tres meses, quizás incluso menos. Tampoco me merezco aguantar, pero es lo que toca. No quiero verlo como algo así. Aunque tengo claro que, para superarlo por fin, tengo que marcharme. Lejos, lo más lejos que pueda. Y aún no sé si, a más de mil kilómetros de casa, estaré lo suficientemente lejos como para volver a empezar. 

¿Cosas que tengo claras? Nunca dejes que nadie te marque. Te arruinarás la vida. 

sábado, 11 de mayo de 2013

Stand by state.


Y un año después, volvemos a estar en el mismo punto de inflexión, en el mismo lugar donde todo empezó  sin llegar a empezar, realmente. ¿En el mismo punto? No del todo; con más experiencia en el costado, y un par de cortes de más, que no tendrían que estar ahí. Pero de todas formas, ya no existe la excusa de intentarlo, para ver que sucede. Son tres meses en juego, un poco más. Tres meses que me niego a volver a pasarlos como los tres últimos. 
No. Por primera vez, quiero apostar sobre seguro, no dejar nada al azar. Y de hacerlo, hacerlo bien, sin complicaciones, meteduras de pata, ni sobresaltos o giros inesperados. Quiero estar segura de que no voy a perder nada, porque con lo que tengo me sobra, me basta, estoy completa. No quiero equivocarme, aunque quizás, lo mejor sea hacerlo. Ser yo quien ser ria del personal cuando nadie se lo espere.

Pero aunque me guste pensar que puedo llegar a ser capaz de hacer algo así, en el fondo sé que no. Sigo esperando a que los deseos se cumplan, y a que mi historia de cuentos de hadas se haga realidad. Pero no existen, y estoy ya en una edad en la que tengo que empezar a asumirlo. El tiempo se acaba, y cuando empieza la guerra, cualquier agujero es trinchera. Interpretarlo como queráis, pero es una realidad. Por otra parte, me encanta sentirme así. Puede que deseada, que feliz, que viva; que sé yo. Lo importante es que, después de mucho tiempo, estoy feliz conmigo misma. ¿Del todo? No, nunca es suficiente, la perfección no existe. Hay pequeños detalles que querría cambiar de mi vida, algunos no tan pequeños. Estoy en ellos, con tiempo, paciencia y constancia. 

El problema, el verdadero problema, radica en cuando acaben esos tres meses. Me da miedo. Mucho. Tengo delante de mis un mes de infarto, de dolor, en el que se decide mi vida entera. Y, sinceramente, acojona. Y después, empiezan mis tres temidos meses. No tan temidos como el que viene; es cuestión de prioridades. Pero esos tres meses... Puedo hacer de ellos los más felices de mi vida, la cuestión es cómo. Libre, perdida en incertidumbre, y con gozo espontaneo, misterioso y pasional. Atada, segura, placer total. No hay mucha diferencia, simplemente que son demasiados años encadenada a la primera opción; no por obligación, sino por gusto. 
Y de repente, te lo replanteas todo. Tu modo de ser, de pensar. Sin más. No lo entiendo, tampoco busco entenderlo. Simple, fácil, sin dolor, ni preocupaciones. 

jueves, 28 de marzo de 2013

Old times.


Volvemos a los viejos tiempos. A las noches de sol que no acaban nunca, a las semanas que resultan ser meses, y a los meses que acaban en semanas, cuando no son días. A que nadie sepa a ciencia cierta la historia, ni los porqués; y por supuesto, que ni intuyan el último quien. Volvemos ahí, a donde todo empezó, y a donde un día acabó sin más. Nueve meses de sumisión, de cerrar puertas tras puertas por pensarlo demasiado, y necesitar usar ventanas de emergencia solo para saber que se seguía con vida. Aunque no una plena, que no llena demasiado ni convence lo suficiente. Y de repente, la magia vuelve. Quizás sin querer, sin esperarlo, cuando ya estaba todo perdido, o eso se creía. Quizás a alguien se le ocurrió preguntarse que fue de la chica de la manita y la mantilla, y dio una vuelta de tuerca a ver que sacaba. Sin presión, sin necesidad de pedir nada a cambio.

No es de niños pequeños hacer listas de deseos. Todos queremos algo, y todos esperamos que el futuro nos devuelva lo que nos arranca el presente sin pedir permiso. Esperamos un cambio, un punto de vista distinto, un nuevo comienzo. Volver a ilusionarse, volver a los nervios, a la incertidumbre, a mirar de reojo y sonreír entre dientes, en cada bocanada de aire. Volver al pasado, que ya se daba por sentado que estaba olvidado, a la dulce pilleria de años atrás, la necesidad de más, más y más. Los primeros comienzos torpes, las ultimas salidas necesarias, sin desenfreno, sin color, sin emoción. Sin nada, solo con pequeños sobresaltos de vez en cuando, pequeñas historias que no llegan a hacer un apéndice en ninguna estantería. Y, aunque quisiéramos hacerlas engordar, estaban muertas desde el primer momento, y lo peor es que lo sabíamos. Pero queríamos jugar sin apostar, sabiendo que cuando acabase no iba a pasar nada, ni ninguno iba a sentirlo, realmente. Y ahora, cuando todo ha pasado, y no se me ha ocurrido todavía echarlo de menos, vuelvo a estar bien. Como en los viejos tiempos, un clavo saca otro clavo.
Y realmente, es lo mejor que puedes hacer. 

domingo, 17 de marzo de 2013

SMART


Al final, nos damos cuenta de que solo nos tenemos a nosotros mismo. Al final, solo entonces, cuando miras de reojo al girar la esquina, cuando sonríes diciendo que es la última, cuando prometes que nunca más volverá a pasar. Entonces, después de acostumbrarse a caer y levantarse con el mismo pie que te hizo fallar, sabes que no importa. Que estás hecha de cicatrices, y que el resto ya es superfluo. Que nadie va a apostar por ti, a reconfortarte cuando pierdas, a esperarte en casa las noches de lluvia. Nadie. Estamos sumidos en un remolino de consumismo, de noches de duran de más, y prisas que duran de menos. Y al final, esto solo hace que dejemos de creer en los finales felices, en las historias dignas de contar, como la de nuestros abuelos. Se acaba el romanticismo, las estrellas fugaces. Se va a lo que se va, tienes que saber que estás dispuesto a perder para ganar unas migajas de atención. No somos nadie, y nadie nos considera como tal. 
Lo mejor, después de todo, en enrollarse sobre si mismo, cubrirse con una capa de arrogancia, prepotencia, y desinterés, para que nada te afecte. Porque si quieres ser grande, si quieres que te recuerden el día que ya no puedas más, tienes que ser más que el resto. Tienes que ser capaz de no anclarte en nadie ni en nada, de ser independiente, inconfundible, dejar tu firma por donde pases. Que sepan que has estado ahí, y que has hecho un buen trabajo. Tanto como si es una operación a corazón abierto, o como si es un polvo de ascensor. Da igual, que sepan que ahí, mandas tú.

Parece sencillo. Mentira, se necesitan años y años de practica. No llega con dos meses de dureza extrema, porque cualquiera te puede bajar las bragas en un momento y acabar con todo. No, se necesita algo más. Conciencia propia, y una meta. Y más, cuando la meta es simplemente salir de aquí, y no volver más. Pero, aunque estés fuera, que circule la duda de que fue de ti, que la gente hable y hable de ti. Da igual, porque si después de todo lo que fuiste capaz sigues sonriendo con suficiencia, las críticas no te afectan desde hace tiempo. Es cuestión de actitud, de estar siempre bien, con el mínimo lado bueno de las peores situaciones. Sin pararse en los puntos seguidos, porque solo hacen que te estanques en algo que ya acabó, y que, con suerte, nunca más se volverá a repetir. 

No creo en las segundas oportunidades. Tampoco en las primeras, la verdad; quizás, porque todo siempre sale mal. Pero da igual, no importa. Vamos a seguir a pie del cañón pase lo que pase, aunque con el tiempo caigan todos a tus pies. Van dos de cuatro, y que se prepares, porque ahora empieza lo bueno.

sábado, 23 de febrero de 2013

Easy rules.


No tengo muy claro que ha pasado, ni cuanto tiempo ha pasado desde que empezó; no me refiero a cuando empezó para mi, eso lo tengo más o menos claro. Entendiendo por claro lo que se puede apreciar en recuerdos de una noche entrecortada por momentos entre suspiros demasiado largos. Aunque no recuerdo si lo que eran largos eran los suspiros, los tragos de alcohol, o mis piernas. Puede que los tres, es lo más probable. 

Siempre he tenido las cosas claras, muy claras. El café, con leche y medio sobre de azúcar. Los pantalones, sin raya al medio. En la cama, de medio lado para dormir. El té, verde y o con una rodaja de limón. Los zapatos, ni muy limpios, ni muy sucios. Siempre así, sin salirse del esquema. Los de ciencias somos cuadriculados, no dejamos nada al azar, porque suele ser mal compañero. Todo sigue unas pautas de comportamiento, y nos podemos adelantar a ello, o eso es lo que nos enseñan los libros. Y, según ellos, la vida real es igual. No hay variables que no se puedan estudiar, ni puntos muertos de los que no salir. 
Pero en cuanto intentamos aplicar todo lo que sabemos en el día a día, algo falla. Hay contratiempos, vueltas de tuerca, perdidas de memoria o de situación, despistes, problemas, crucigramas sin solución aparente, quebraderos de cabeza. El café te lo sirven con poca leche y demasiado azúcar, los vaqueros están arrugados siempre, te echan de la cama por la noche, y no queda limón cuando quieres un té. No queda otra que mancharse los zapatos nuevos. Y todo eso, sin que podamos hacer nada para contrarrestarlo. Así que cuando quieras centrarte en lo que te conviene, ceñirte a tu plan de modelo a seguir, sucede algo que hace que todo se ponga patas arriba, que tengas que recoger tus planos y volver a empezar con una nueva variable en la ecuación. 

Y ahora, que he roto mis moldes, que ya no sé ni lo que quiero, ni para que; ahora que pedía espacio, tiempo y horas de sueño. Ahora, justo ahora, aparece algo que no solo pretende replantearte todo, sino que parece que todo va a mejorar. Y ni siquiera me ha dado tiempo de decidir si me gustaba como estaba todo antes, si realmente estaba así mejor, o necesitaba este cambio. Pero me gusta, en cierto modo. No me quita tiempo, y me da espacio; de vez en cuando, porque a veces, es necesario que no exista ni el tiempo, ni el espacio, solo café y naranja, pese a que niegue la más básica de nuestras normas. 

domingo, 3 de febrero de 2013

Fear.


Lo que pensaste que ya no sentías, que ya habías rehuido totalmente de ello, acaba por dejar de ser un sentimiento, para ser una necesidad, que a largo o corto plazo vas a tener que cubrir. Dejar a un lado los patrones, las exquisiteces, el declinar ofertas, para adentrarse en un bucle de todo cerrado, sin salida, donde el consumismo va en cabeza, el pedir más, exigir más, sin importar la calidad, solo la cantidad. Para desquitarse, quedar a gusto con uno mismo, con el mundo, en paz con el alma interior, que corroe deseosa de salir a tomar el aire unos instantes, media hora, una semana, o perderse para siempre. 
Cuatro meses de encierros son suficientes para que se pida a gritos una solución, un giro total para remendar lo roto, coser las heridas a medio cicatrizar, que es lo que se necesita. Porque por mucho que lo intentemos, no se puede cerrar el capítulo sin un punto y final, sin un hasta aquí hemos llegado, sin levantarse del suelo, por mucho que se crea que se ha tocado fondo. Tocarlo implica volver a la cima, a la euforia de saber que hay algo detrás de todo, algo para seguir sonriendo en las mañanas de resurrección, algo que te provoca un estado de tranquilidad especial, y que haga que todo lo anterior no sea más que un borrón en las sábanas, un asterisco en la historia, el blanco y negro del flashback. No se puede explicar con palabras, solo puedes revivirlo una y otra vez en tu cabeza, porque el último es siempre mejor que el anterior, y lo será, hasta que lo supere otro nuevo. Porque avanzamos paso a paso, tropezando con piedras que ni siquiera sabíamos que estaban ahí, y mucho menos intuíamos  Mejoramos cada vez que fracasamos, somos mejores, tenemos una nueva historia para contar, y una nueva para superarla. 

Y paso a paso, vamos formando nuestra propia realidad, nuestro cuento de hadas que no tiene porque ser tan fantasioso; nos vamos alejando de lo idílico que era el pasado en nuestra cabeza, y adentrándonos en un pórtico oscuro, sin definir, lleno de sombras que, paso a paso, se van iluminando. Puede ser aterrador, pero quien diga que no le seduce lo aterrador, miente. Quizás por eso nos embarcamos en situaciones que nos sobrepasan; porque nos dan miedo, y necesitamos nuestra dosis de pequeños infartos para seguir adelante, o para respirar con tranquilidad al lograrlo. 

miércoles, 30 de enero de 2013

Heel



Echar de menos algo que no quieres que vuelva, puede llegar a ser normal. Ese malestar mental, que llevas dentro, callándolo bajo piedras de verdades, golpes de realidad, y que de vez en cuando resurge de la nada, en medio de una canción, de una sonrisa, de una frase que te hace volver a un sitio donde creíste encontrar tu sitio, tu lugar zen, tu rincón secreto. Serpientes que sabes que ya están muertas, que no te dan pena ni lástima, como la suela de unos zapatos de tacón roto que te hacen daño, llenos de barro, suciedad y escombros. Usados, desgastados, que casi te dan asco. Que sabes que no te los vas a volver a poner en la vida, que solo quieres tirarlos y deshacerte de ellos para siempre, y quizás comprar unos nuevos, brillantes, que crujan al tocar el suelo por primera vez. Pero, sin saber porque, los sigues guardando en el armario, porque te recuerdan a la primera noche con ellos, eso años de por medio, con sus idas y venidas, sus paseos, la emoción, el nerviosismo, el escándalo, la tentación, las terribles noches. Y aunque todo eso te haga sonreír, también te recuerdan a la última caída, esa que te desolló las rodillas, te dejó los codos en carne viva, e hizo que llorases en público, que tuvieses que volver descalza a casa. Descalza, llorosa, sola, y maltrecha. 

Pero los sigues guardado, por puro masoquismo. Sigues sonriendo al verlos, olvidando por un momento la última noche de vergüenza, sin perdonar, por supuesto. Se puede olvidar espontáneamente  pero perdonar cuesta algo más. Quizás un par de meses, de años, de vidas. Pero los recuerdos siguen ahí, y llega un punto en el que ya no los puedes evitar más, pero tampoco duelen. Tan solo existen, y si siguen estando ahí, es porque igual no está todo acabado, aunque sea lo que quieres. Y tal vez te los vuelvas a poner, mirándote en el espejo intentado recrear aquellos momentos perfectos, hasta que te das cuenta de que ya no son para ti, ni para nadie, que no tienen perdón y excusa, que están rotos. En ese momento, cuando estés a punto de tirarlos, para no volverlos a ver, sabrás lo que tienes que hacer. Pero nunca, nunca, nunca, jamás, los vuelvas a sacar a la calle, por más que supliquen, con cara de pena, labio inferior por fuera, y ojos de cordero, como hacían antes. Eso haría que ellos ganaran, otra vez. 

domingo, 27 de enero de 2013

Change.


Todos nos despertamos prometiéndonos a nosotros mismos un cambio. Un cambio de aires, de vida, de compañías, de alimentación, de perspectiva. Pretendemos encontrar cambios radicales en un nuevo pitido de despertador, en un revolver de sábanas que se repite con monotonía día tras día. Sin que cambie, al final, nada de lo sustancial. Seguimos siendo iguales, cogiendo la misma taza para llenarla del mismo café, que compramos siempre en el mismo supermercado, entregando las monedas tibias de pasar la noche en el mismo monedero en la calle, y la misma sonrisa cálida y cansada del dependiente. Exactamente iguales, con nuestro ropero a medio ordenar, las prisas de última hora, y el marco de la puerta astillado. Y nos prometemos a nosotros mismos que lo arreglaremos, al igual que colocaremos el armario, o que dejaremos de pasar las noches en vela en las calles húmedas, no solo de rocío mañanero. 

Prometemos un cambio, como quien respira hondo antes de apretar un gatillo despreocupadamente; como quien da una última calada a punto de entrar en un juzgado. Lo prometemos como si ese verbo, ''prometer'', no significara nada en el fondo. Como si pudiéramos abandonarlo a su suerte en cuanto nos olvidemos de ello, en cuanto salgamos de casa, nos demos otra vuelta a la bufanda, y volvamos al mundo real. Porque el mundo de los sueños está hecho para imaginar donde estaríamos, que sería de nosotros, si lo pudiéramos controlar todo. Y en ese mundo si que podemos prometer las estrellas, lo imposible, lo increíble  ¿Quién nos lo va a prohibir? No tiene leyes, normas, códigos morales o directrices de conducta ejemplar. Ahí somos realmente libres, únicos, comos somos en esencia, en realidad; sin ataduras de ningún tipo. Por eso, al despertar, con los pelos alborotados y un soplo de añoranza hacía algo que no recordamos en el pecho, nos prometemos que todo va a cambiar, para ser igual de felices como eramos hace unos minutos, con los ojos cerrados y la respiración lenta, serena y profunda, sin preocupaciones, lejos, muy lejos de aquí. 
Y en el fondo, sabemos que no vamos a cumplir esas promesas: nadie se levanta una mañana dispuesto a cambiar todos los aspectos de su vida para mejor; pero quizás, si está inspirado, introduce un puñado de pequeños cambios, pequeños detalles que hacen un poco más reales esas esperanzas: cambiar la taza de sitio, devolverle la sonrisa al chico del supermercado, para el ascensor en marcha, o volverse a meter en cama. 

domingo, 20 de enero de 2013

Mess.


Y al final, lo importante es aquello que se puede contar con los dedos de una mano. No solo hablo de los amigos, de las parejas, de las necesidades básicas de todo ser que quiera seguir adelante sin dejar nada perdido en el incierto pasado. Es absolutamente imprescindible que puedas contarlo con solo una mano. Si no, es que no sabes diferenciar lo que realmente importa de lo que no, lo que realmente es imprescindible. Y eso, a la larga, trae problemas. 
La traición, el miedo, la humillación, el desengaño. Dolores de cabeza innecesarios, por alguien que no merece la pena esperar. Mil caras de una moneda que, si no se ven rápidamente, confunden, evitan, eliminan, bloquean, te pierden. Y cuando te quieres dar cuenta, no sabes donde te has metido, en quien te has convertido por perseguir un sueño que solo era posible para ti, por creer a quien no debías  y dar la espalda a quienes realmente te aconsejaban por tu bien. Y la pregunta inmediata que vendrá a tu mente, es si volverán a recibir con los brazos abiertos a estos ojos de corderito degollado con el rabo entre las piernas; y eso en el mejor de los casos.

Pero sabes que va a ser así, porque siempre es así. No importa cuanto daño hayas hecho, cuantas mentiras hayas contado, ni las malas sensaciones o el vacío total que hayas creado. Siempre va ha haber alguien esperando a que vuelvas al punto en el que estabas, a que vuelvas a ser esa niña pequeña que no sabía que hacer, aquella con la que compartió sus primeros desamores, sus primeros vasos de perdición, sus primeras noches en vela, sus primeros suspiros entrecortados. Alguien con que esté hay cuando lo necesitas, sin importar la hora o el lugar. Miradas de complicidad, tragarse el orgullo, de dar más, pidiendo menos. De eso que solo puedes contar con los dedos de una mano entumecida, una noche de llovizna fría que empapa, y que estás solo en la compañía de una botella demasiado barata, y lo suficientemente cara por lo que se va a cobrar al día siguiente. Empapado por fuera, vacío por dentro, sin nadie más que tu mismo al rededor, porque es lo que buscas, o lo que crees que mereces.
Y en el fondo, sabes que, tarde o temprano, aparecerá alguien, alguno de esos que están en tus manos, con una sonrisa, una manta caliente, y un sofá cubierto donde dormir. 

viernes, 11 de enero de 2013

Strangers


Podemos pasar por cualquier cosa sin salir casi heridos. Podemos luchar contra la lluvia, el viento, los huracanes feroces, los incendios en medio de la nada, y los terremotos. Y podemos sobrevivir a cualquiera de ellos. Somos fuertes, aprendemos día a día de los errores, e intentamos no caer dos veces en la misma piedra. Lamemos nuestras heridas, y curamos las que no se saldan tan solo con saliva con gasas y alcohol. Hacemos todo lo posible para que nada ni nadie nos dañe físicamente. Pero tan solo intentamos proteger la carne.

Y un día, cualquiera, sin pretenderlo, sin que esté planeado. Sin que en el lugar más remoto de tu cabeza, cuando eres el que le da vueltas a todo, a cualquier pequeño pensamiento o decisión, sin apenas transcendencia en el mañana inmediato; se plantee la duda de que hoy puede ser un día distinto, en el que todo cambie. De igual manera, sucede tanto para los cambios buenos, como para los malos. Puedes encontrarte en la cumbre, ser el rey del mundo y de parte del extranjero, y en un momento cualquier ser un don nadie, sin historia, sin pasado que recordar y rememorar en un discurso pomposo con copas de champan alzadas en el aire emotivo. Puedes salir de la cama estando en el fondo, siendo una sombra, que busca la luz, sin importar de donde venga, o quien la traiga; y volver a ella sabiendo que ahí fuera hay alguien que apuesta sobre seguro por ti, no importa lo que pase.
A veces, necesitamos un cambio. Un cambio de aires, de apariencia; un pequeño detalle que haga que el día sea diferente, aunque no lo sea en el fondo. Porque, aunque pasen los meses, es difícil sacar una espina que se ha clavado tan hondo, aunque respires con todas tus fuerzas antes de intentarlo otra vez. Van a quedar detalles que te hacen tener esperanza: esperanza en ser tu quien se ria de todo lo que pasó, de machacar a aquel que te humilló, y que día tras día te das cuenta de que lo hizo con ensaña. Que, al final, no sabes que hubo, porque hay dos versiones distintas, y no siempre se parecen. Hay luz y sombras, como en cualquier otra historia de terror, o de las que te hacen llorar pegado al sofá. O una sonrisa de alguien que no esperas, una duda que surge, un futuro hipotético que, poco a poco, no es tan malo. Y te gusta, te gusta lo que imaginas; y cuanto más te ilusionas, mas imposible pareces. Cuanto más imposible, más ilusión.

Queda menos. Menos para el cambio, para que todo acabe, y salir de aquí, por fin. Cuento los días, porque, ahora mismo, es lo único que me ilusiona, por imposible que parezca. Aquí no me queda nada, ni nadie. No voy a llorar cuando coja el coche y desaparezca para siempre; este último año aquí sobraba totalmente.