Lo mejor que tenemos, no suele ser lo mejor que damos. Por algún extraño motivo, que no entiendo y dudo que pueda llegar a entender jamás, intentamos ocultar lo mejor de nosotros mismos al resto, como si fuera irreal e, incluso, inmoral. Como si fuera la mayor vergüenza que tenemos, peor que cualquier pecado capital. Y, para contrarrestar esto, y seguir dándole al mundo la imagen de que tenemos algo que nos hace especiales y únicos, fanfarroneamos de lo que no tenemos, haciéndonos presas de nuestra propia trampa. Porque, sin duda, lo peor que tenemos, es creernos nuestras propias mentiras, y vivir en ese mundo de fantasía que amueblamos en nuestras cabezas.
Proyectamos en nuestra imaginación fantasías secretas, delirios de una noche febril, ilusiones que no existen, y parecen sacadas de una mala película romántica de los noventa. De esas que casi siempre comienzan con una chica en una cafetería, ya sea la camarera a tiempo parcial que vive en un pisito decorado con un gusto impecable encima de la cafetería, o una escritora frustrada que se refugia en los asientos de cuero a rellenar hojas y hojas de una vieja libreta con sádicas historias en las, casualmente, siempre aparece un personaje muy parecido a su exmarido asesinado brutalmente. Sea como sea, esa chica encuentra al amor de su vida, se enamoran, discuten por algún malentendido o por cualquier tontería, se distancian, ella tiene previsto huir en avión, y él corre por toda la terminal atestada de gente para detenerle, decirle que la ama con locura, pedirle matrimonio y vivir felices para siempre. Pues si, esto, así de previsible, es lo que creamos para evadirnos de nuestra verdadera realidad. Porque, pese a que por algún capricho del universo, del destino, del karma o de lo que sea en que creáis, si se dieran las condiciones exactas a las mencionadas, para nada sería así la historia: una camarera de una cafetería no se puede permitir la decoración de interiores que tienen esos pisos, y dudo que pueda permitirse uno para ella sola. En realidad, aunque viviera encima de la cafetería, sería un piso de mala muerte, en el que compartiría cocina, baño e incluso cama con alguien. Si fuera la escritora, jamás sería capaz de amar a alguien, porque seguiría cegada por la obsesión de ese amor marchito, continuando rellenando páginas y páginas de libretas, que se amontonarían en la oscuridad de su apartamento, junto con las fotos de su exmarido y su nueva mujer. No descarto el final abierto de asesinatos en serie.
Pero seguimos igual, huyendo y refugiándonos en mentiras. Porque, ya que no podemos vivir en la ignorancia, por lo menos vivamos en la dulce mentira. Y es que, cuando nos mentimos a nosotros mismos, no duele tanto como cuando nos miente el resto; porque es imposible que nos demos cuenta de que estamos viviendo en nuestra propia invención, respirando cuando esta nos lo permite, y viviendo del mundo exterior cuando nos damos un descanso, hasta que ya es demasiado tarde. Hasta que nos encontramos con una maleta llena de cachivaches innecesarios, sonrisa de perturbación masiva, en medio de un aeropuerto, mirando con ojos de esperanza a todas las esquinas, creyendo saber que, en cualquier momento, ese chico al que preguntaste la hora en el metro mientras jugabas con tu pelo y te respondió sin siquiera mirarte, va a aparecer en cualquier momento para pedirte que le dejes vivir el resto de su vida contigo.
Porque si, porque vivimos con la esperanza y el anhelo de un final feliz para todos, un cuento Disney que siempre sale bien, en el que todo se puede arreglar con tan solo buena voluntad y una canción estúpida que han forzado hasta arrancarle dos rimas fáciles. Pero esto, es culpa de nuestros padres, y de los padres de nuestros padres. Por haber permitido que, desde niños, nos llenaran la cabeza con historias de ensueño, la falsa idea de que todo, siempre, va a salir bien. Que las casualidades y los buenos golpes de destino están al alcance de todo el mundo, que no hay favoritismos, que todo está en orden porque así es como debe de estar.
Y claro, ¿dónde se supone que está la historia en la que nos explican que hacer con nosotros mismos una vez que nos hemos dado el batacazo con los morros contra el suelo?