domingo, 29 de junio de 2014



Culpa. A mi modo de ver, y ahora mismo, el peor de los sentimientos humanos que alguien pueda experimentar; y que, para nuestra desgracia -u orgullo-, a todos nos toca experimentar en nuestras propias carnes. Y no solo eso, si no que nuestras carnes se encargan de hacer que todo el mundo sepa lo que ha pasado, y lo que estás pagando por ello. 
Porque la culpa, se huele; y la culpa, se ve. Es más que un sentido, es un estado de ánimo que impacta en la diana del aura, cambiándola totalmente, y nunca para bien. La culpa está enterrada en mis clavículas sonrosadas, en mi cadera cansada de caer siempre sobre suelo duro. La culpa huele a sudor, a sábanas sucias, a sangre seca, a rodar sin cesar por la cama. La culpa sabe a lágrimas dulces, a abrazos de buenas noches, a despertares amargos, a volver a casa en tacones. La culpa es no tener palabras para pedir perdón; y, sobre todo, la culpa es no arrepentirse. La culpa empieza con un parpadeo, en el que decides de forma autónoma que ya no te importa, que estás cansada de luchar contra ti misma en soledad, que no puedes más; la culpa acaba donde empiezan tus dedos, o donde acaban mis uñas, depende de como se mire. 
La culpa es un conflicto moral entre lo que te dice la carne, y lo que pide el hueso. Entre los valores que te han inculcado desde siempre y las necesidades primitivas. La culpa es no haber sido capaz de inclinar esa balanza en favor del sentido común, y de haberse dejado llevar hacia sitios en los que no debemos hundir más allá de la punta de los dedos, por si quema. Y, sobre todo, la culpa es no saber que hacer para solucionarlo, porque en el fondo de tu ser, estás deseando que haya una segunda ocasión, más que una segunda oportunidad. 

En domingos así, en los que los parpados pesan, y los recuerdos brillan por su ausencia, te das cuenta de que realmente, el hombre es el ser animal más primitivo de todos. Respondemos a impulsos nerviosos que conllevan resultados que no tienen nada que ver con lo que esperamos, o lo que pensamos que nos corresponde; vivos por y para el egoísmo. Y, si después de siglos de evolución, no ha habido un solo ser capaz de cambiar eso, yo no puedo hacer más. No soy una buena persona. No tengo valores morales. No tengo vergüenza, pudor, miedo. Soy orgullo, rencor, terror. Soy la mayor mentira escrita por el hombre, el peor de los pecados, y la farsa perfecta. No respeto, y espero que el resto me respete a mi. No pienso por mí, y suelo desvivirme por el resto, dejando que me pisen. No me valoro, o me quiero demasiado. Pero nunca soy capaz de encontrar el equilibrio que haría que todo en mi vida tuviera un orden, un motivo, una explicación y un final feliz. 
Quizás, no estoy preparada para ello. Quizás, lo único que llevo haciendo estas dos décadas es ir aprendiendo de los golpes. Quizás, soy amante de los golpes, porque de vez en cuando alguno es de suerte. Quizás, estoy demasiado cómoda en mi mundo de caos y entropía barata, como para querer conocer algo más fácil y terriblemente aburrido.

No sé como saldré del paso. No sé si encontraré la manera de solucionar esto. No sé si quiero solucionarlo, o hasta que punto. Porque tampoco conozco el resto de puntos de vista. 
Lo que tengo claro, es que estoy harta de callarme lo que pienso, de apretar los dientes para sonreír, y dejar que el resto decida lo que debo sentir. No quiero seguir poniéndome en la piel del otro, cuando nadie intenta ponerse en la mía. Solo quiero volver a marcharme, y acabo de llegar. Solo quiero quedarme, y tendré que irme en dos meses.
La cuestión, al final del ocaso, es decidir que quiero conseguir, que estoy dispuesta a dar, y que cojones voy a hacer con esta culpa.

lunes, 23 de junio de 2014




Dicen que, todos, en alguna otra vida, hemos sido una persona o un ser totalmente diferente al que somos ahora, pero con algo que nos permita reconocernos al instante. Una chispa que no se aprecia a simple vista, y que tan solo puede ser conocida por uno mismo después de años y años de tropiezos, caídas, recaídas e hundimientos masivos de lo cuales nadie contaba que salieras con vida. Pero al final, todo vuelve al mismo punto, y te recompensarán por ello, como ya han hecho antes y harán la próxima vez. Hay quien lo llama karma: "lo que hayas hecho en otra vida, volverá a ti en esta; así que a ver que haces ahora, porque has de tener presente lo que quieres en el futuro".
Así que, como todavía no ha llegado ese momento en mi vida, aunque lo vea demasiado cerca, he llegado a una conclusión. No creo que sea rotunda ni, mucho menos, precisa. Pero después de estos nueve meses de aviones, kilómetros, autosatisfacción y soledad parcial, mientras dejaba que los asuntos pendientes se fueran arreglando solos, o que por lo menos lo intentaran; puedo decir que estoy cerca de conocer esa esencia que ha marcado mi pasado, mi futuro, y que, sin duda, está marcando mi presente. Una manera de ser, de entender el día a día, el respirar y el latir que no es compartida por todo el mundo; pero que, en el fondo de ti, esperas que sea compartida por alguien, sea quien sea, para poder amoldar esas dos maneras de conocimiento a la par. Porque vivir es conocer, y, llegados a este punto, no quiero conocer sin ti (sin mi, sin nosotros).

Soy una pantera, Una pantera negra. Una pantera negra silenciosa, astuta, desconfiada, elegante, invisible demasiadas veces. Camaleónica sería la palabra, y letal cuando la confianza está ganada. Soy una asesina en serie, una terrorista cansada de tirar bombas con fundamento y con falta de objetivos. Soy una coleccionista de perfumes elaborados con mis propias victimas, como en aquella película que no recuerdo haber visto. Soy una pantera negra orgullosa. Demasiado orgullosa, que siempre camina con el rabo erigido aunque al rededor esté lloviendo torrencialmente, porque siempre está alguien mirando, y no nos podemos permitir bajar la guardia. Eso sí, cuando la selva este tranquila, me tumbaré en la rama más alta, a mirar los silencios y respirar la cordura, en busca de algo de serenidad y de amor propio. Porque si no es propio, no nos queda nada más. Porque ya he acabado con todo lo que podía quedar a mi alrededor, y sigo con sed de más. De más, y de distinto. Porque las panteras, como el resto de los seres andantes y danzantes, tienen un límite; un límite racional, en el cual se dan cuenta de que las cosas hace demasiado tiempo que se han escapado de tu zona de control, y que siguen su propio curso.
Y que tu, sin darte cuenta, sigues estancada en un recuerdo. Que no es más que eso, un sucio y triste recuerdo revivido tantas veces, que tiene tintineo de cuento idílico. Hubo un tiempo en el que, gente a la que admiraba, me llamaba la "chica sin roturas". Completa, redonda, rotunda. Temible, en muchos aspectos, y siempre orgullosa. Y ese orgullo me rompió, me corrompió y me volvió a romper. Hasta límites que no son comprensibles ni asimilables de momento, y dudo que lo lleguen a ser jamás. Un orgullo ciego, que hace tomar por enemigo al propio sentimiento. Un orgullo capaz de llevárselo todo, al considerar que él era el único él que necesitaba. 

Y esta pantera, sinceramente, está harta de levantar la cola, si no tiene quien la levante por ella; y de susurrar palabras de aliento a unos oídos demasiado cansados de no querer admitir que nadie fue capaz de luchar por ella, ni ella fue capaz de luchar por nadie más allá del último ring, y de último KO.  

sábado, 21 de junio de 2014



El fin del principio ha llegado, y nos espera el mejor de los tiempos, que puede acabar convirtiéndose en el peor de los pecados, dependiendo de como se nos tuerza la fortuna. Porque hay momentos en los que los instantes pueden llegar a congelarse en pequeñas motas de polvo, o en cataclismos dispuestos a devorarnos, como castigo casi divino por no querer adaptarnos. Y así, cuando todo aquello que creímos que jamás lograríamos llega a su fin, no sabes que hacer con tus huesos; donde caerte muerto, o donde morir al caer. 
Porque acabar, no siempre es bueno. Acabar implica empaquetar, cerrar con doble vuelta el cerrojo, y marcharse con paso digno a la estación del ferrocarril, maleta en mano y chaquetilla sobre el la espalda, no vaya a ser que refresque el julio mediterráneo. Acabar es volver; es volver a darle cuerda al reloj, haciendo que se descongelen las manecillas que llevan paradas desde septiembre. Acabar es enfrentarse a los errores y a las historias inacabadas que se perdieron en el camino; acabar es dar dolorosas explicaciones que no tiene porque ser necesarias, o al menos para mi.

Acabar, cariño, es volver a verte. Acabar es respirar con miedo caliente antes de sacarme las gafas de sol, porque no sé cuando doblarás la esquina. Acabar es desviar la mirada al entrar en cualquier sitio, buscándote con el anhelo que llevo meses inhalando sin descanso, esperando que llegue el momento en el que no necesite el colocón para volver a sentirte. Acabar es volver la vista atrás, y recordar. Y recordar es morir, en parte de su totalidad, o en la totalidad de su parte. Porque pensar que podríamos haber tenido el mar, hemos decidido conformarnos con un vaso de agua. Del grifo. Y lo he decidido yo. Así que, sin duda, acabar es empezar a perdonarme, o por lo menos, pensar en hacerlo de una vez. Porque ya estoy cansada de luchar por mis errores, cansada de defender a una joven e inmadura versión de mi yo actual, que dejaba que sus impulsos actuaran por ella, en vez de respirar fuerte antes de tomar una decisión. Y este ha sido el año de las decisiones. 
Acabar, de nuevo, es decidir. Acabar es una nueva oportunidad entregada en forma de hoja en blanco, y las horas son tinta diluida dispuesta a ser aniquilada. Así que, de momento, solo nos faltan las palabras. Tanto las mías, que se escapan en miradas que no llegan a ningún sito, como siempre hacíamos; como las tuyas, que ya no recuerdo a qué suenan -y menos a que saben- o a cómo -o a qué-miran. Acabar es desquiciar. Acabar es adrenalina en formato ahorro, dispuesta a ofrecerte todas las posibilidades y a darte una única oportunidad para ganar el gran premio. Sin que sepas cual es, o cual te gustaría que fuese. 

Acabar es peor que empezar. Porque, viendo como ha costado empezar, el dolor que conlleva acabar no creo que esté permitido experimentarlo... a no ser que seas una hija de puta (mamá, te quiero).