Culpa. A mi modo de ver, y ahora mismo, el peor de los sentimientos humanos que alguien pueda experimentar; y que, para nuestra desgracia -u orgullo-, a todos nos toca experimentar en nuestras propias carnes. Y no solo eso, si no que nuestras carnes se encargan de hacer que todo el mundo sepa lo que ha pasado, y lo que estás pagando por ello.
Porque la culpa, se huele; y la culpa, se ve. Es más que un sentido, es un estado de ánimo que impacta en la diana del aura, cambiándola totalmente, y nunca para bien. La culpa está enterrada en mis clavículas sonrosadas, en mi cadera cansada de caer siempre sobre suelo duro. La culpa huele a sudor, a sábanas sucias, a sangre seca, a rodar sin cesar por la cama. La culpa sabe a lágrimas dulces, a abrazos de buenas noches, a despertares amargos, a volver a casa en tacones. La culpa es no tener palabras para pedir perdón; y, sobre todo, la culpa es no arrepentirse. La culpa empieza con un parpadeo, en el que decides de forma autónoma que ya no te importa, que estás cansada de luchar contra ti misma en soledad, que no puedes más; la culpa acaba donde empiezan tus dedos, o donde acaban mis uñas, depende de como se mire.
La culpa es un conflicto moral entre lo que te dice la carne, y lo que pide el hueso. Entre los valores que te han inculcado desde siempre y las necesidades primitivas. La culpa es no haber sido capaz de inclinar esa balanza en favor del sentido común, y de haberse dejado llevar hacia sitios en los que no debemos hundir más allá de la punta de los dedos, por si quema. Y, sobre todo, la culpa es no saber que hacer para solucionarlo, porque en el fondo de tu ser, estás deseando que haya una segunda ocasión, más que una segunda oportunidad.
En domingos así, en los que los parpados pesan, y los recuerdos brillan por su ausencia, te das cuenta de que realmente, el hombre es el ser animal más primitivo de todos. Respondemos a impulsos nerviosos que conllevan resultados que no tienen nada que ver con lo que esperamos, o lo que pensamos que nos corresponde; vivos por y para el egoísmo. Y, si después de siglos de evolución, no ha habido un solo ser capaz de cambiar eso, yo no puedo hacer más. No soy una buena persona. No tengo valores morales. No tengo vergüenza, pudor, miedo. Soy orgullo, rencor, terror. Soy la mayor mentira escrita por el hombre, el peor de los pecados, y la farsa perfecta. No respeto, y espero que el resto me respete a mi. No pienso por mí, y suelo desvivirme por el resto, dejando que me pisen. No me valoro, o me quiero demasiado. Pero nunca soy capaz de encontrar el equilibrio que haría que todo en mi vida tuviera un orden, un motivo, una explicación y un final feliz.
Quizás, no estoy preparada para ello. Quizás, lo único que llevo haciendo estas dos décadas es ir aprendiendo de los golpes. Quizás, soy amante de los golpes, porque de vez en cuando alguno es de suerte. Quizás, estoy demasiado cómoda en mi mundo de caos y entropía barata, como para querer conocer algo más fácil y terriblemente aburrido.
No sé como saldré del paso. No sé si encontraré la manera de solucionar esto. No sé si quiero solucionarlo, o hasta que punto. Porque tampoco conozco el resto de puntos de vista.
Lo que tengo claro, es que estoy harta de callarme lo que pienso, de apretar los dientes para sonreír, y dejar que el resto decida lo que debo sentir. No quiero seguir poniéndome en la piel del otro, cuando nadie intenta ponerse en la mía. Solo quiero volver a marcharme, y acabo de llegar. Solo quiero quedarme, y tendré que irme en dos meses.
La cuestión, al final del ocaso, es decidir que quiero conseguir, que estoy dispuesta a dar, y que cojones voy a hacer con esta culpa.