viernes, 27 de diciembre de 2019


Han pasado muchos meses y nada ha cambiado. Que sorpresa, nadie se lo esperaba. Quizás sea hora de buscar ayuda de verdad y dejarnos de poner tiritas sobre heridas mojadas, no sé. Hacer algo con sentido de una vez por todas en vez de llevar las botas sucias y sin atar, e irme tropezando por los rincones hasta las cejas de licor café. Ah, no, que ya no puedo beber por la medicación. En fin. Ni beber, ni fumar, y solo me queda follar y a veces ni tengo ganas porque mi autoestima está tocando suelo.

Pero no he venido a contar esto. He venido a decir que realmente creo que estoy en un bucle que dura años y años, que maduro en ciertos aspectos de mi vida y que me hago vieja, pero que se repite un patrón sin fin. Que no sé ponerle pies en polvorosa y que simplemente espero a que pase; e incluso estoy segura de que antes lo hacía mejor, que antes era más fuerte, que era capaz a luchar más contra los monstruos. Pero me he acostumbrado a que me ayudaran a ser fuerte, a apoyarme en alguien, por primera vez en mi vida, y ya no sé salir a flote por mi misma. Y no quiero pedirle más ayuda de la que ya me está dando porque necesito volver a ser fuerte, a ser autosuficiente, a ser capaz. Porque de la única manera que he sabido querer es dejando que me quieran, y en el camino he dejado de quererme. Y es duro de admitir, pero también he dejado de pelear por mí. Y se está notando en todos los aspectos de mi vida, y no sé si quiero ayuda, porque pedir ayuda es lo que creo que me ha llevado hasta aquí, en parte. No lo sé, lo que tengo claro es que me ha hecho más débil, y ahora necesito ser fuerte. Alejarme tampoco es una solución, porque me haría más daño del que ya tengo hecho; pero necesito hacer algo para reconstruirme. Lo estoy intentando, pero no es suficiente, porque han pasado meses y casi años desde que lo estoy intentando y no he conseguido nada. Nada más que demostrarle a quien no debo que no soy tan fuerte como lo era hace año y medio, por ejemplo. Y mucho menos tan fuerte como era hace tres años. 
No todo es malo, por supuesto que no. De hecho, nada es malo salvo que he perdido mi fuerza. He perdido mi duende, y eso es muy triste. Y cada vez soy más consciente de ello, y no sé cómo me he podido descuidar tanto, cómo me he podido perder de esta manera. Cómo he permitido destrozar todo aquello que me llevo tanto tiempo deconstruír, y después construir. He bajado todas las barreras, y el problema es que puedo tirarlas en casa, pero al cruzar el umbral necesito tener poder. Y se me escapa de las manos, me tiembla la voz y se me pierden las rodillas. Este año he llorado más que en toda mi vida, se me ha roto el alma tantas veces que no entiendo como sigo respirando, me he quedado sin respiración del dolor de sentirme insuficiente más días de los que he dormido más de cinco horas seguidas. Anímicamente, he alcanzado niveles a los que nunca había llegado. Y no me puedo permitir seguir así, pero esto es algo que me he dicho tantas veces que ya no me lo creo.

Realmente, estoy en un punto de no retorno. No sé si ya he escrito sobre esto aquí, no tengo ni idea, pero ahí estoy. Ya había pensado que lo había alcanzado en anteriores ocasiones, pero esta vez creo que es la de verdad, y el problema es que he jugado demasiado a Pedro y el lobo y ya no me creo a mí misma. Este es otro problema que ha surgido este año: ya no confío en mí misma, en mi instinto, en mi manera de ver y defender las cosas, mi trabajo, mi pasión. Ya no sé si merece el nombre de "mi pasión" después de todo lo que me está haciendo sufrir. Pero me lo está haciendo pasar tan mal porque no lo estoy sabiendo llevar, porque estoy perdiendo oportunidades, porque no soy capaz de confiar, hacer las cosas del derecho y ser rotunda. Al final volvemos a lo mismo todo el rato, y volvemos a lo del punto de no retorno. Porque, realmente, intelectualmente y como persona pensante, ya no me queda nada. Lo he perdido todo, o lo he dejado perder. Me he decepcionado tantísimo que no soy capaz de reconocerlo porque duele demasiado. Y hablando de reconocer, ni quiero pensar en cómo hace también meses que soy incapaz de reconocerme a mí misma en el espejo, y que la disociación me mata cuando tengo pequeños momentos de lucidez y recuerdo como he llegado a ser, y como estoy ahora. Llorando en el suelo amarillo del baño de la oficina luchando por respirar a un ritmo normal y no ahogarme. Y esto es lo que sucede siete de cada siete días de la semana.

También llevo una temporada diciendo que se va a terminar el peor año de mi vida, pero para que eso sea realmente verdad, tengo que ponerme las pilas. Tengo que volver realmente a recomponerme, a coger la energía de 2013 (ya estoy haciendo una playlist, pero obviamente esto no es ni suficiente como para empezar) y volver a comenzar a levantar el muro. Pero quiero dejar una puertecita por la que salir al llegar a casa y poder derrumbarme a gusto sabiendo que hay alguien ahí para recoger los pedazos y que no tengo que lamerme las heridas sola como hacía antaño cuando era incapaz de confiar realmente en alguien. Quiero tener objetivos, metas, ganas de hacer cosas, necesidad de salir de cama, comerme el mundo, ser fuerte y feroz, no callarme, dejar que me hiervan las entrañas y devorar a quien quiera masacrar mis ideas. Hacerme valer, callar bocas, volver a matarlas callando. Dios, es que recuerdo las sensaciones y tengo tanta necesidad de volver a ese punto de mi vida. Es impresionante lo que puede hacer en nosotros el simple recuerdo de lo que hemos sobrevivido. 

Si todo esto funciona, algún día tendré que enviarle una caja de bombones a Florence + The Machine, pero solo por los discos viejos. Con el nuevo no he sido capaz de aventurarme, de momento.

lunes, 23 de septiembre de 2019






No tengo edad para seguir tropezando, avergonzándome, rompiéndome las medias y las mierdas. Ya debería haber aprendido de mis errores, de mis malas rachas, de las caídas, a estas alturas. Porque ya está bien de tener que ir con libreta y lápiz a todos los lados, que parece que se me da mejor borrar lecciones que memorizarlas. Y no son cosas banales o que puedan estar interiorizadas de alguna manera en mi forma de ser; para nada. Son conductas, situaciones, motivos que me rompen los nervios, que hacen que al día siguiente no pueda salir de la cama. No solo porque no soy capaz de mantenerme de pie, sino porque no soy capaz de enfrentarme a lo que he hecho y no recuerdo. Que la oscuridad y el silencio es lo mejor que me puede pasar. Que fingir que aquí no ha sucedido nada debería de ser obligatorio, y así sería como me gustaría enfrentarme a esto. Pero no. Porque vivimos en el mundo real, y todo acto tiene su consecuencia. Y tengo que dar la cara.

No sé si tengo la solución para esto. Porque ya casi van diez años tropezando con lo mismo, recayendo en terminar las noches así, en empezar las mañanas de la misma manera. Y no tengo edad, ni ganas, ni tiempo, ni dignidad suficiente para poder seguir con esto. Ya no solo por lo que dejo entrever, sino porque lo odio. Me miro desde fuera y no le encuentro sentido, ni razón de ser, a comportarme así, a dejar que me pierda por las esquinas de esta manera, a no ser consecuente con lo que hago. Porque eso es lo que más me duele de todo. Que las decisiones que tomo, lo que digo y hago, en esos momentos, no son las cosas que realmente quiero decir y hacer; tampoco sé quién es la parte de mí que lo hace, pero tengo claro que no es quien soy. Quien quiero ser. Quien me merezco ser. 
El problema es que no sé parar. Que llega un momento de no retorno y hay días que tengo demasiada facilidad para alcanzarlo. Que quiero dar una imagen de desinhibición que no controlo, que no me pertenece, que no me compensa. El problema es ese, que realmente no me compensa. No soy así, por mucho que me haya empeñado en hacer creer que sí. Es que ni siquiera sé si alguien se sigue creyendo que soy así. Esto nunca ha sido para mí, y se ve venir a leguas. Y ahora menos, que no tengo la vida que tenía hace cinco años, por mucho que me guste regodearme en ello. Por mucho que mire a mis amigas con ojos melosos cada vez que hablamos sobre ello. Realmente, nunca ha sido para mí. Y no va a serlo ahora, que tengo mucho más que perder que cuando alardeaba de ello. 
El problema es que hay veces que no quiero parar. Que me encanta sentirme así, volar, dejarme caer, sentirme valiente. Porque estando así es la única ocasión que tengo últimamente para sentirme poderosa. Pero eso tampoco es excusa ninguna, porque si realmente es ese empoderamiento el que quiero sentir, tengo que encontrarlo de otra manera. 
El problema es que tengo una carencia de personalidad brutal, una amnesia de identidad total, y que llevo demasiado tiempo sintiéndome así. Que no sé quién soy y solo sé lo que fui, y estoy intentando repetir patrones que en su día funcionaban, cuando ya no soy la misma. Que tengo que dejar de hacerme daño, de sufrir sin motivo, de arrepentirme al día siguiente, de no recordar. 

El problema es que los lunes no soy capaz de dar la cara después de lo que ha pasado. Que siento que tengo que estar pidiendo perdón y permiso, y que es algo que podría haberme ahorrado. Que me avergüenzo, y juré no volver a hacerlo. Porque no me lo merezco. No me merezco. No me necesito. Pero estoy ahí, y estoy como estoy y, muy a mi pesar, soy como soy. Y no quiero ser quien soy.

jueves, 29 de agosto de 2019

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Desconectar para reconectar.

Tengo muchas necesidades últimamente, y no sé cómo expresarlas. Una presión insaciable en el pecho, un pulso acelerado, la necesidad de escapar de nuevo, de volver atrás, de revivir lo que fuimos y lo que nunca tuvimos. De esperar una respuesta que parece haberse perdido, una señal, un destello. Un gesto vacío al que darle todo el significado que necesito y aferrarme a ello para seguir adelante. El problema es que no tengo nada claro que está sucediendo, y no sé cómo me siento al respecto. Sé que es lo que siento, en general. Y es desasosiego, estar perdida, girar sin sentido, no encontrar el punto medio. No tengo estabilidad. Sigo arrastrándome por las cloacas mendigando las migajas de lo que fui en su día. Vivo en el pasado, no he sido capaz de cerrar las puertas que he dejado abiertas, porque otros las cerraron por mí. Y tengo la sensación de haber sido abandonada, cuando fui la primera en marcharme. 
También sé que no tengo fuerza, que soy débil, que prendo de un hilo, que me resquebrajo a la mínima que sopla el viento. No sé en qué momento comencé a deshacer la muralla, a enfrentarme a las historias escondidas bajo de mi cama, a pensar que era posible gestionar a quemarropa una vida de carreras y desilusiones. Sé que hacer todo esto, comenzar a dejar fluir lo que había reprimido durante tanto tiempo, empezó siendo algo positivo para mí; pero a la larga, en vez de abrazar este nuevo aspecto y moldearlo para que se adecuara a mí misma, dejé que se convirtiera en quien soy. Anulé por completo quien he sido, quien he sentido; porque quería empaparme de sensaciones, de sentimientos, de frescura, de dulzura, de tranquilidad. Pero yo no soy así. Soy nervio y magnetismo, soy noches en vela, soy vueltas de tuerca, ironía fría, intensidad calmada a sonrisas torcidas. Soy la sombra de algo bueno, pero que tiene su encanto. 

Eso lo tengo claro ahora, y lo tenía claro antes. El problema fue el viaje entre medias, que me perdí por completo, y no sé cómo llegar a lo que fui sin salir corriendo. Porque, en verdad, no quiero correr, pero tampoco quiero quedarme aquí. No quiero hacer borrón y cuenta nueva, en algo que me ha costado tanto tiempo, esfuerzo, sacrificio y sudor conseguir. No me lo merezco, y sé que si lo hago me arrepentiré, y ya estoy cansada de arrepentirme. Pero quiero volver a sentir lo que era comenzar de nuevo, desasociarme y reconstruir todo desde de cero; sin salir de aquí. Aquí podría estar bien. Aquí podría ser feliz, volver a ser, dejarme ser y sentir, pero volviendo al origen.
He vuelto, porque pensaba que era una buena idea. Luego me consumí en ver que en el fondo no había cambiado nada, que había cambiado yo y había vuelto a un sitio que me había hecho tanto daño, que me había hundido y refregado contra mis miserias, del que había escapado seis años antes. Yo había crecido, había sido fuerte y estaba viviendo mi viaje astral hacia mí misma, desde otro ángulo; y había decidido volver a un lugar tóxico, que tenía claro que solo sacaba lo peor de mí. Todavía no sé si he tomado la decisión correcta al haber vuelto, o si la tomé en su día porque estaba en esa peregrinación. No sé si, de haber sido de otra manera mi estado anímico, me hubiera vuelto. No tengo ni idea. Pero ahora no puedo lamentarme, hacer lo que llevo haciendo meses e imaginarme como sería mi vida si siguiera donde estaba. Porque, si sigo con esta dinámica, seguiré hundiéndome en mi espiral; y parece que estoy comenzando a salir.

Entonces, puede que esté comenzando otro viaje. Hacia arriba, o hacia atrás. Deshaciendo los pasos que he hecho, pero por otro camino; porque he aprendido de toda esta situación. Sé que, en el fondo, sigo siendo fuerte, pero que necesito volver a priorizarme. Mimarme. Cuidarme. Crecer. Llevo demasiado tiempo abierta en canal, he explorado todo lo que he necesitado, y aún me quedan muchas cosas que aprender al respecto; pero no puedo seguir así. Estamos en ello, poco a poco.

Y he empezado por respirar. Respirar profundo.

Porque ya llevo demasiado tiempo y distancias aguantando el aliento.

lunes, 15 de abril de 2019


El pánico es el peor de los sentimientos, y el más incontrolable. También el que creemos más nimio, y no entiendo por qué. El pánico te bloquea, no te permite respirar, ni moverte, ni reaccionar. Te atrapa y te encierra, sola con tus pensamientos, dejando que te devoren, que te hagan la ropa jirones, que te desprendan de tu propio ser y que te hagan sentir ajena. Te consumen y te retuercen, hacen que des vueltas hasta perder el sentido y la noción, te infunden susurros en lenguas ajenas, palabras jamás pronunciadas ni pensadas, que asumes como dogma invisible. Te vuelves vulnerable y presa de tus miedos, te crees que lo que posee tus actos es real, y comienzas a perderte. 
Pero vuelves.

Hasta que el pánico decide dejar de hacerte sentir libre, esa falsa sensación de que vuelves a tener el control. Porque no desaparece así como así, no despiertas una buena mañana volviéndote a sentir completa y valiente, porque en realidad no vuelves. Parece que vuelves a ser quien eras, pero esa persona sigue girando al son de una canción jamás compuesta, perdida entre demonios infundados en complejos o incomplejos completos. Tus pasos ya no son tuyos, al igual que tus palabras, porque sin darte cuenta has comenzado a medirlos y a estudiarlos mientras contienes la respiración. No quieres pensar, pero no puedes dejar de hacerlo mientras sigas teniendo esa presión en las sienes. Y solo quieres que todo esto termine, y ya no te importa lo más mínimo el resultado. Ya te da igual tener que abandonar algo en el camino, entregar algo a cambio de volver a recuperarte. Y parece fácil salir de esta situación, pero no te puedes mover, ni correr, ni huir. No puedes hacer nada sin que te invada un sudor frío, una mano helada sobre la espalda, un soplo gélido en la nuca. Y comienzas a hacerte pequeña, a volver a sentir el retumbar de los tambores, la presión que se traslada también al pecho, que aprieta y engancha, que oprime lo más pequeño. Y dejas de resistirte, porque sabes que será peor. E intentas respirar por ti misma, tranquila, serena; intentando con todas tus fuerzas dejar de escuchar a las voces pretenciosas que continúan a pintar escenarios hipotéticos, cargados de malicia y maldad. Y, aun así, comienzan a desfilar imágenes fantasiosas y distorsionadas, burdas caricaturas de situaciones que no existen en ningún lugar más allá que en tu cabeza, con el único fin de hacer todavía más pequeña.

Y lo peor, es que cualquier mínima cosa que te recuerde a tu miedo, a tu inseguridad, puede llevarte a ese rincón oscuro. Y no es culpa de nadie, más que tuya, y eso es lo que más pesa. Que en la mente de quien se creyó fuerte y consciente de sus pensamientos, dueña de sus ideas, reside su peor versión. La que obliga a vivir con el pánico de no ser suficiente y de vivir a la sombra de mejores entes, mirándolos desde los pies de sus esculturas de mármol sintiéndose barro. Sin saber porque, cuando siempre se había considerado a si misma digna de esculpir. 

Y es duro, y es cansado vivir con esta careta. Vivir teniendo miedo de cuando vas a tener la próxima recaída, de cuando aparecerá el siguiente motivo risible que te hará temblar de pavor, que despertará las carcajadas de lo más oscuro, que te destrozará un poquito más los nervios y el temple.
Es difícil, no tanto de vivir como de explicar.
Y, sobre todo, agotador.
E interminable.

domingo, 24 de marzo de 2019


No escribir por miedo a lo que vas a exponer también es una forma de expresarse. Es una forma de informar en silencio de que algo no va bien, quizás tan válida como contarlo. Es una manera de dejar saber que el mundo se cae a pedazos por el simple hecho de que no está funcionando como estamos acostumbrados. Que las agujas del reloj no están coordinadas y se mueven a destiempo, que las mareas ni los ríos siguen sus ciclos, que los corazones bombean en sentido contrario. 

El silencio son gritos a escondidas, mentiras ocultas en las costillas y magulladuras acalladas por palomas. El silencio es miedo, es pánico, es terror por enfrentarse a lo que nos machaca oculto en pensamientos volátiles, guiños fugaces que queremos pensar que son mentira, que esos fantasmas no están correteando por nuestro interior. Que no retumban en nuestras ventanas ni se ríen de nosotros desde el fondo del pasillo. Pero ahí están, y te está sucediendo a ti. Están, han vuelto, se sienten por cada vértice de tu ser, consiguen paralizarte, callarte, enterrarte, encerrarte en tus propios dominios y no dejarte ni respirar. Te condenan a estar en silencio. Porque no quieres admitir que has vuelto a donde juraste no volver, al punto en el que tuviste que huir para no desfallecer entre las ruinas. Porque, si no lo pronuncias, no existe. Porque ignorarlo y negarlo no es lo mismo, y lo tienes claro. Entonces bajas las orejas, dejas que las olas te mezan, te entregas al pánico, no pones oposición a que te controle, y te dejas arrastrar. Ni si quiera puedes abrir los ojos para ver que es a lo que te enfrentas, para intentar encontrar la caja que se ha abierto y a dejado salir a todos los demonios; porque ya has estado ahí, sabes lo que duele, sabes el esfuerzo que supone, y sabes todo lo que pierdes. Pero también, de cierta manera, aunque no seas capaz de asumirlo, sabes que estás en ese punto. Sabes que has perdido el control, que estás en el borde del precipicio, que estás empapada de gasolina y corres por un pasillo de antorchas. Lo sabes, aunque no quieras ponerle nombre, aunque aprietes los puños y las pestañas ignorando que está girando a tu alrededor. En tu interior. 

Porque no sabes a quien acudir, o si quieres acudir a alguien. Porque no sabes si enfrentarte sola, o simplemente si vas a ser capaz de enfrentarte a ello. Porque es más cómodo dejarse llevar, deseando que termine todo, de la manera que sea. Y si, puede parecer que no hay ningún detonante para esta oleada de terror y pánico, y seguramente sea verdad. Simplemente, puede ser que se hayan acumulado demasiadas circunstancias y situaciones, y que esto se esté escapando por donde puede. Que seamos un ciclón de presiones, y que desde abajo sepan lo que se anticipa. Porque está sucediendo, y esa es la realidad. Y creo que ha llegado el momento de enfrentarse a todo eso de alguna manera. De comenzar a hablar, o a escribir. De dejarlo ir, de ponerle nombre y apellidos, sentimientos y sensaciones. Sacarlo fuera y ver qué pasa, esperando a que desaparezca por si mismo.

Han vuelto las inseguridades, el sentirse pequeña y sin voz. El dudar de mí misma y el tener que depender de la aprobación de los demás. El sentir la necesidad de pedir permiso y de mirar la reacción de todo el mundo cuando articulo una simple palabra. El mirarme con resquemor en el espejo. El querer desaparecer y encerrarme en mi habitación durante días. El aguantar la respiración hasta que la calle comienza a dar vueltas. El sentirme incompleta, que no soy suficiente, el compararme con el resto. El creer que no merezco lo que tengo, ni a quien tengo. El sentir que estoy ocupando un lugar que no me corresponde, que tengo que suplantar a alguien que ha sido importante y que no estoy a la altura. El esperar que las cosas salgan de la manera que yo espero, de cómo me gustaría que fuera, de cómo imagino en mis días buenos, y el darme siempre la misma hostia contra el suelo. Y tengo todo esto dentro, todo esto girando a mi alrededor, gritando mi nombre, susurrándome al odio mientras debería estar atenta a otras cosas, con el fin de no dejarme descansar. Ya no duermo, no disfruto, no sonrío tranquila. Tengo las veinticuatro horas del día esta insaciable corriente de pensamientos que no tienen fin, que solo hacen más que erosionarme las entrañas y desgastarme, marcar las ojeras, destrozarme en llanto. Y no he encontrado todavía la manera de poder expresarlo con palabras, y no creo que ahora lo esté haciendo del todo bien. Pero es un principio.

¿Cómo hace uno para gestionar lo ingestionable? ¿Cómo puedo volver a respirar tranquila, volver a sentirme dueña de mí misma, volver a moverse sin sentir que me voy a deshacer en mil pedazos a cada dos pasos que avanzo?

¿Cómo puedo volver a ser la mujer de la que estaba orgullosa? ¿Cómo puedo dejar de ser la niña que juré no volver a ser?