lunes, 19 de septiembre de 2022

 


Perder el rumbo es dejar de huir, por paradójico que suene.

Perder el rumbo es encontrarse por las mañanas cuando estás acostumbrada a recorrer las esquinas de las sábanas antes de poder respirar. Perder el rumbo es descubrirte sabiendo que puedes mirar a través de las ventanas sin sentir como se te aprisiona el pecho. Perder el rumbo es estar en silencio, sin que tiemblen las paredes. Porque perder el rumbo es alejarse de lo conocido y perderse donde todo son primeras veces. Y estamos perdiendo el rumbo al asentarnos en los vértices, al encontrar armonías cuando todo sigue girando, sin sentir la necesidad de echar a correr al mismo tempo.

Perder el rumbo es haber desecho la maleta por primera vez en mi vida y haberla guardado en el altillo de un armario, no tenerla a medio hacer debajo de la cama lista para despegar. Perder el rumbo es echar raíces sin querer, llenar habitaciones de libros con la tranquilidad de que pueden pasar años hasta que te los leas, volver a escribir con las velas encendidas pero sin la necesidad de arrancarse las costillas para poder sentir algo. Perder el rumbo es poder acariciarte y sonreír, sin segundas intenciones, sin intentar poner tiritas sobre heridas abiertas. Perder el rumbo es haber encontrado un sitio que sabe cada vez menos a estación de tren, o a aeropuerto de madrugada. 

Así que aquí no encontramos, a pesar de las idas y venidas, poniéndonos como prioridad y estando más perdidas que nunca, sin dejar de estar más enteros de lo que jamás habría creído estar. Porque esto es salirse de la norma, de la rutina de llegar, quemar y huir. Es haber establecido cimientos con sentido, siendo todavía castillo de naipes; pero con la sensación de que las decisiones que estamos tomando son las adecuadas, no únicamente lo correcto. Que lo adecuado y lo correcto, como siempre, no tienen absolutamente nada que ver, y también depende de la hora del día en el que me preguntes. Y, por primera vez, está todo extrañamente en calma, y no tengo la necesidad de agitarlo para poder concienciarme de que está todo bien. Porque realmente está todo bien, y ahí es cuando siento que estoy perdiendo el rumbo. Porque es extraño, es antinatural, es lo que no he aprendido a hacer jamás y resulta raro que esté pasando cuando todo debería sentirse patas arriba, doloroso y distante. Y no lo está siendo, y se está convirtiendo en todo lo contrario. No dejo de encontrarme a mí misma apreciando pequeños momentos, disfrutando de lo más ínfimo con el simple hecho de que está pasando, y que me hace sentir bien. Porque es lo único que me está importando últimamente, y realmente es aterrador. ¿Cómo te relacionas con tu entorno, con lo que te ha moldeado durante los últimos veintisiete años de tu vida, ahora que entiendes que nada tenía sentido, que no eras tú el problema? ¿Cómo te sobrepones al abismo que estás levantando a tu alrededor, mientras no puedes dejar de girar y sonreír? 

Porque todo está cambiando, estando en la calma más absoluta en la que ha estado desde que mi mundo es mundo. Porque al final, puede que el truco al final del sombrero fuera, simplemente, dejarlo de intentar, sentarse en la arena y dejarse atravesar, dejar de huir. Que nos atrapen, y dejarse mecer en las horas que no podemos controlar. 

Que igual termino estrellándome, como siempre, y en unas semanas la maleta vuelve a estar debajo de la cama, con lo suficiente para poder empezar en cualquier otro lado. Pero, cada noche que sigue estando en el altillo, sigo ganando, sigo perdiendo el rumbo, sigo asustada por diferentes razones que se sienten demasiado extrañamente felices como para tenerles realmente miedo. 

Porque huir es seguridad, es zona de confort, es hacer lo que llevo haciendo casi diez años, siempre saliendo victoriosa y preparada, cautelosa, para volverlo a hacer otra vez. Huir es casa. Quemar, derribar cimientos, escapar en mitad de la noche, es hogar. Querer volver, escuchar los silencios, permitirme no moverme, eso es lo que significa perder el rumbo, no seguir el patrón, ser capaz de salir de ahí. Sin saber cómo ha pasado.

Sin saber que viene después.

 

viernes, 3 de junio de 2022

 No rain, No flowers shared by cass 🖤 on We Heart It

Hablemos de sentirse bien y de retomar viejos hábitos. De sentir que estoy avanzando, de que las entrañas vuelven a ser conocidas, de reencontrase en los espejos, de reconocer lo que me hace vibrar; y darme cuenta de que cada dos pasos que doy hacia delante, doy uno hacia atrás. Hablemos de volver a sentirme libre, sin saber que es lo que quiero sentir al hacer lo que me hace temblar. Hablemos de sentir que vuelvo a ser, y que eso nos de miedo. Pero no miedo paralizante, sino miedo de ser capaz de reconocer el instinto en las pupilas. Y recordar todo lo que eso implica. Y perderse durante unos instantes en el fervor que emana de mitad del pecho, con los ojos cerrados y los oidos abiertos. El saborear lo que hace años que no siento, no por culpa de nadie, sino porque llevo demasiado tiempo girando en mi propia espiral. Hablemos de lo que me corroe las tripas desde hace unos días, y que no quiero pronunciar por no hacerlo más real de lo que ya es. De lo que no puedo dejar de pensar porque sigue sabiendo demasiado dulce como para querer olvidarlo.

Durante unas horas, unos instantes, o una etermidad, volví a mi punto más alto. Volví. Fue sentirme renacer en mi misma, intenso, fugaz pero muy real. La confianza, el mirar sin estar viendo, el hablar sin pronunciar media palabra. El saber que puedo consquistar las ciudades que quiera solo con pensarlo. El saberme imparable, sin dejar de tropezar. Entara y completa, después de tanto y tanto tiempo. Supongo que todos estos meses, tanta distancia, tanto verme lejos y libre y sola y suelta, me han llevado a este punto. A tener que reencontrarme conmigo misma porque no había otra opción, a dejar de refrenar todo lo que gira porque yo también estoy girando. El crecer y florecer, porque la otra versión no la contemplo. E igual, alejarme de todo lo que me hace daño, de todo lo que me ha consumido, ha hecho que termine por volver lo que había perdido y me estaba matando no encontrar. Así que, sin duda, el momento era el indicado, porque se llevaba gestando durante meses. Y, aún así, sigo arrastrando todo lo que he aprendido, lo que me he ganado y lo que no quiero dejar soltar. Y todo eso, se ha amoldado a la perfección con lo que estoy encontrando. Presente y pasado, por fin congeniando y permitiendo que me levante y camine con la cabeza erguida. Siendo todo lo que quería, lo que anhelaba, lo que tantas y tantas noches me he pedido a mi misma entre las esquinas más profundas. Por fin ha sucedido. Así que, estando en el punto más alto en el que me he encontrado desde hace años, era de esperar que pasara lo que pasó.

Que volví a vicios y constumbres que creía olvidadas, que no me permitía recordar, ni quería hacerlo. Porque esto que soy, no es algo que quiera, pero si de lo que me siento orgullosa; porque brota de lo más cercano a lo que tengo en el pecho, y es quien soy. Y, realmente, estoy en paz con lo que soy. Así que dejarme llevar por las sonrisas y una mano burda en la espalda, fue como darle un mordisquito a un dulce después de años sin azúcar. Placentero y sintiéndolo ilegal, la combinación perfecta. Unas imágenes y unas palabras que tengo a fuego grabadas en el cerebelo desde hace días, que no quiero ni puedo olvidar, y que no sé que hacer con ellas. Y la realización de haberme sentido poderosa con todo ello. No solo por reafirmarme en quien he sido, por volver a sentir la emoción y la adrenalina, el placer y el juego de antaño. Sino también por llevar las riendas, saber hasta donde quiero llegar porque soy consciente de lo que estoy apostando, y lo que no quiero perder por noches inseguras. Que esto, puede que sea crecer, madurar, o empezar a ser consciente que he aprendido a respetarme y quererme. Que primero voy yo, lo que necesito y lo que quiero, y que luego puede venir el resto, si es que todavía quieren volver. Y, mientras tanto, yo seguiré bailando en zapatillas en mi habitación, porque no necesito nada más. Y, aún así, soy incapaz de olvidar, de seguir adelante, de aceptar que he sido yo quien ha apagado las llamas antes siquiera de que pudieran encenderse, de hacer malabares para no imaginar futuros hipotéticos que suenan demasiado tentadores como para no querer zambullirse sin bombona de oxígeno ni gafas de bucear. Que el sentirme deseada, que tenía el control, que lo nuevo podría absorverme y lo sentía en todas las teminaciones de mis brazos; no es algo que pueda simplemente dejar escapar entre mis dedos. Y ahora, viene la dicotomía de que es lo que realmente quiero, aunque en el fondo de mi ser lo tengo claro. Pero echo mucho de menos sentirme como me he sentido, y quiero más, y más. Y, al final, aunque estemos en un nuevo capítulo, aunque haya vuelvo en parte a quien fui sin dejar de ser quien soy, no puedo dejar de preguntarme el dicho "pero y si". Sin querer, sin poner esfuerzo en evitarlo. Y continúo reafirmándome en mi respuesta, mientras dudo de si eso es realmente lo que quiero, sabiendo que si lo es. Y es confuso, y es doloroso, y es agotador. Pero también es placentero, familiar, agradable y no quiero dejarlo ir. Querría quedarme en esa noche, sin consecuencias, sin cambiar nada ni ir más allá, durante horas y horas. Querría ser capaz de recordar cada instante, de poder ponérmelo en repeat hasta la saciedad. De aprovechar todos los fotogramas para arañarme los muslos, para apretar los puños y dejar que la cabeza prendiera contra las paredes. 

 Porque no me arrepiento, y es lo que más me jode. Porque lo he hecho bien, y es lo que más me jode. Y, en verdad, nada de todo esto me jode. Simplemente, me despierta curiosidad de comprobar hasta donde voy a llegar, hasta donde me va a seguir compensando escoger lo que tengo sobre lo que podría tener, hasta donde voy a querer seguir apostando y jugando. Porque, joder, me encanta el juego. Y se me da jodidamente bien, y me hace sentir genial. 

Lo que tengo claro es que, en parte, he conseguido todo lo que pretendia al irme. Reencontrarme, permitirme el volver a casa, que siempre ha sido la misma aunque haya terminando odiándola. Aceptar y sentirme agradecida con quien soy, con todo. Dejar de intentar forzar cosas que no existen por el simple hecho de que era lo que más me convenía; dejar de estar en modo supervivencia. Y ahora, que ya he vuelto, me he adecentado y limpiado la humedad de las paredes, ¿qué es lo que vamos a hacer? No lo sé, no me importa, y solo quiero poder revivirlo todo. Una vez más. Y otra vez. Y otra. Y otra. 

Solo quiero hacerme bien, y ahora sé que eso solo depende de mi. Que tengo, por fin, el control de nuevo.

jueves, 21 de abril de 2022

 

No sé como estoy. Supongo que un poco más cíclica que de costumbre, pisándome los talones día si, día también. Supongo que como siempre, como nunca, entre medías diría yo. Un poco como que quiero, pero como que no. No sé, supongo que bien. Supongo que mal. Ni de pena, ni viviendo mi mejor vida. Simplemente, estoy. 

Y eso que aquí hay muchísimas cosas que me gustan y me atraen. Que, probablemente, sea uno de los poco sitios en los que me veo viviendo durante bastantes años; y esto no pasaba desde 2010. Así que si, supongo que estoy bien. Que estoy descubriendo cosas, aunque me lleva mi tiempo. Y tanto que me lleva. Antes era más sencillo abrirse en canal, ponerse a sangrar en cualquier esquina, dejar que me estallara el pecho todos los viernes a la tarde. Ahora, parece que voy de puntillas, con miedo, sin querer despertar algo que quizás lleve tanto tiempo dormido que se ha marchado. Como quien no quiere molestar en casa ajena. Sin prisa, con cautela de no tropezar, porque tenemos las costillas de porcelana e igual no somos capaces de volvernos a componer. También creo que recuerdo el tiempo pasado de una manera distinta a la que realmente sucedió: que, realmente, mis mejores momentos fueron también realmente malos y raros, y que ahora solo guardo en la memoria lo que me conviene para seguir adelante. Pero que de aquellas, quizás más descuidada, quizás más inconsciente, también tenía miedo, e iba con pies de plata. Que los días se hacían enternos mientras solo veía anochecer desde mi ventana, y pasaban coches con las luces encendidas, y hacía frío, y el frexo era lo único que me mantenía despierta. Que los inviernos eran realmente duras pero, ¿y las primaveras? Que primaveras. Quizás las primaveras si que fueran más rápidas, más trapidantes y dinámicas; pero aún estamos en invierno. Y los inviernos no son para mí, como no soy yo para tantas otras cosas. Ni lo eran entonces, ni lo son ahora. Y tengo la impresión de que, en invierno, lo que hacía (y todavía hago) es bajar al sótano y darle de comer a todas las criaturas que tengo ahí escondidas, bien por miedo a que me vean, o por miedo a verlas a ellas. Convivir con ellas, escucharlas intentando no prestarles atención, mientras me arañan los tobillos y me mordisquean las orejas. Y me dejo vagar en esa habitación oscura, sin molestarme en buscar la salida ni abrir la ventana; simplemente, dejándome mecer por la comodidad de que, tocando fondo, no puedo ir más abajo. Y me acostumbro, y comienzo a sentirme cómoda, en casa, descalza, y desnuda. Bailando en la oscuridad, sola conmigo misma. Relamiéndome los dados, intentando recordar cuando fue la última vez que me sentí tan viva, estando tan perdida. Y dejo de distinguirme de las criaturas, para convertirme en una de ellas, y beber de mi propia soledad. 

Hasta que se hace la luz. Y comienzo a desperezarme, sin quererlo y sin sentirme agusto con lo que está sucediendo. Sacudiéndome las telarañas y las pestañas, intentando volver a sentir la punta de los dedos. Desdibujándome de las sombras, echando de menos, siendo consciente de lo que acaba de pasar. Jurándome que no vamos a volver nunca más, sabiendo que nos volveremos a ver en menos de un año. Porque ese inconformismo que nos lleva a salir, nos lleva a bajar a los abismos cada cierto tiempo. Porque no podemos, ni queremos, quedarnos cómodos durante demasiado tiempo; porque entonces, nos pueden atrapar. Pero las costillas se nos resisten después de tanto tiempo en la oscuridad, las bromas se nos escapan, notamos el calor en las mejillas y no sabemos donde esconder las marcas de arañazos. Nos miramos desde fuera de nuestro propio cuerpo, y no nos reconocemos. No pronunciamos las mismas palabaras que salen de nuestra boca, ni las comprendemos. Pero poco a poco, empezamos a encontrarles algo de sentido. Poco a poco, nos adecuamos a la luz. Es primavera. Y es lo que tenemos que hacer, lo único que sabemos hacer.

 

Y abril esta terminando. Y ya llega mayo. Y siempre se nos dió bien mayo. 

lunes, 4 de abril de 2022

 

 

Siento que estoy retrocediendo. Que estoy volviendo a sentirme más joven, sin sentirme más pequeña. Que estoy volviendo a los callejones sin salida en los que me meto yo sola, por el simple hecho de seguir mariposas y polillas en la noche. Que vuelvo a sonreir como hacía años, con la esperanza de quien sabe algo sin conocer mayor territorio que el avista su nariz. Que todo es nuevo, sin dejar de ser familiar. Que, en definitiva, en cierta manera, siento que estoy volviendo. Que son sensaciones, son momentos, son miradas sin pretenderlo. Es sentir de nuevo el ego, la caza y la lucha entre lo que creo querere y lo que realmente quiero.

 Y, aunque realmente estoy sintiendo que estoy avanzando a pasos agigantados hacia la boca del lobo, hacia la única situación en la que juré no verme metida, y que quizás (y en el fondo espero, o eso creo, o eso depende del momento del día en el que me preguntes) solamente esté sucediendo en mi cabeza; no quiero parar. No quiero freanr. Aunque esté empezando a vislumbrar la pared de ladrillos, sigo corriendo, con los ojos cerrados y las manos detrás de la espalda. Como hacimos primaveras atrás. Y, casualidades de la vida, ahora es primavera. Y estoy lejos. Y siento que la corriente me está alejando de la deriva, que estoy teniendo que empezar a orientarme por mi misma, y todo lo que conozco está llevándome hacia el mismo sitio. Y, aunque todavía es demasiado pronto para asegurar nada, no sé si estoy viendo un oasis en mitad de la nada o si simplemente estoy construyéndo casillos de aire; pero quiero creer que pienso que veo algo. Y es ahí, justo en ese punto dulce, en el que no sé si quiero que haya o que no haya algo. Que no sé si simplemente prefiero que esté en mi imaginación, o que mi sospechas sean reales. Que me estoy encontrando a mi misma ideando escenarios imposibles en mi cabeza, con el corazón en otra parte, y los sueños llevandome en dirección contraria. Que no sé que es lo que significa todo esto, pero quiero descubrirlo. 

Eso es lo único que tengo claro ahora mismo, y en lo que creo que hemos mejorado desde la última vez que se nos empezaron a despegar los pies del suelo: que ni me voy a reprimir, pero no me voy a dejar llevar. No quiero mirar atrás y darme cuenta de que lo que realmente me pedía el instinto y las entrañas lo he anulado, cuando no me merzco nada menos que todo lo que pueda conseguir. Pero no me voy a tirar al vacío, sin saber si hay agua debajo, sin paracaidas, y sin plan de emergencia. Los años, los daños y las hostias de realidad nos han enseñado a tantear el agua con la punta del pie, a calcular los riesgos, a dejar pasar trenes sabiendo que mañana podremos coger aviones. Y me parece que es lo más honesto y lo más real, e incluso lo más leal que puedo hacer. Porque esto implica que no sirve de nada prometer si eso implica encerrarse y olvidarse de uno mismo; pero que todas las promesas significan algo. Que la distancia no dejada de ser lo que es, y que las cosas cambian, y que hay que adaptarse. Pero que el ancla está echada porque eso es lo que me piden los muslos, y que siempre puedo volver a mi lugar feliz tantas veces como lo necesite. Hasta que llegue el día en el que, quizás, me planteé cerrar con llave y no mirar atrás. Pero, si eso sucede, sé que quiero ser justa, quiero rendir cuentas, hacer justicia a todo lo que he vivido y compartido. Si sucede, que ni creo ni quiero, estoy preparada. Y, si me hubieran preguntado hace semanas, me hubiera desmoronado como un castillo de naipes. Pero está yendo todo muy rápido, y cada día me siento más segura y menos pesada en las pestañas. Y eso quiere significar algo.

Y estoy tan orgullosa de todo lo que estoy consiguiendo, de todo lo que estoy sintiendo. Esto era lo que llevaba tantos años necesitando. Pero lo que no sé, y necesito descubrir, es porque ha vuelto esta sensación. Si es por la persona, o por el lugar. Si es por empezar de cero, o por dejar todo atrás. Si es reultado o consecuencia. Sea como sea, quiero aprovecharlo. Quiero seguir respirando a pecho hinchado, temblar a piel desnuda, correr y gritar y ser todo sin ser nada más que lo que siempre he sido, sin saberlo. Y me quiero quedar ahí, suspendida sin tocar el suelo, sin llegar al techo, unos segundo más. Porque sigo corriendo a través del callejón, y  los ladrillos están recién encerados. Y se viene. Y ya me sabe la boca a sangre pero, ¿cómo negarme a la velocidad? ¿Cómo frenar en seco, si jamás me lo perdonaría?