El tiempo pasa demasiado rápido. Esta es una de las muchas premisas que llevo oyendo desde que tengo uso de razón por parte de todos aquellos que me rodean, siempre y cuando se levantaran cinco palmos del suelo más que yo; de igual manera, es una de esas frases que nunca me había acabado de creer del todo, como la de "lo entenderás cuando seas mayor". Pues, finalmente, resulta que, como en muchas cosas en la vida, tenían razón.
De nuevo, tengo que volver a referirme al tiovivo para explicar que esto no se para, y que los días que nos quedan para seguir respirando a doble pulmón están contados. Y que no tenemos periodo de descuento, ni oportunidad de encajar un último gol en el 92'. Tenemos lo que se nos ha asignado después de años de vicios y prejuicios, arrancándonos los segundos con cada acción. No nos engañemos; día tras días, lo único que hacemos es darnos una oportunidad menos para aguantar un nuevo amanecer. Y ya no hablo de los atardeceres, que para llegar a ellos hay que ser capaces de superar el día completo, con todas sus horas de sol, sin romperse.
Con esto, quiero referirme a que ya van dos años fuera de casa. Dos años completos, contantes y sonantes. Dos años reales, que han cambiado muchas cosas que tenía aseguradas, y han dejado que siguieran fluyendo aquellas por las que no hubiera apostado ni una triste peseta, y eso que ya no tienen valor en el mercado. Se puede decir que he madurado, y que ya nada va a volver a ser lo que fue en su momento. Por una parte, está bien: cada vez que vuelves a tu lugar, te das cuenta de los pequeños detalles que han seguido avanzando en tu ausencia, porque todo sigue cambiando y moviéndose. Por otro lado, es triste darte cuenta de que, en realidad, no eres más que una pequeña parte de la vida de mucha gente; y tan pequeña, que todas aquellas promesas que parecían tan reales cuando te marchaste por primera vez fueron, simplemente, palabras vacías creadas para llenar el espacio que dejabas, hasta el momento en el que otra persona fuera capaz de llenarlo. No puedo llamar a nadie egoísta por ello, porque yo he hecho lo mismo, aunque en la distancia, sin que nadie me viera, y sin que nadie saliera herido. Porque he quiero, o por lo menos lo he intentado, mantener un pie en los dos mundos, usándome a mí a modo de puente. Decir que no lo he hecho del todo bien, y siempre me he inclinado más para un lado que para otro; pero que le voy a hacer, si puesto a ser una completa desconocida, prefiero serlo donde realmente tengo el derecho de serlo. Porque, para ser una extraña, no es necesario irse lejos, donde nadie te conozca; basta con irte lejos, irte sola, descubrir que hay más allá, y simplemente volver. Y tú habrás cambiado, ellos habrán cambiado, e incluso la lluvia se te calará en los huesos de manera distinta.
No me arrepiento. De eso estoy segura. Sin duda, la mejor decisión que haya podido tomar. Estoy en mi lugar, y voy a aprovechar esta segunda mitad todo lo que pueda. Aunque haya momentos en los que es imposible no preguntarse como sería tener los dos pies en la misma orilla, de la que nunca deberían haberse movido; realmente, no sé si sería capaz de apreciar los cambios como lo hago ahora, y sin duda no sería la misma persona.
Pero da igual cuanto de gracias, sobre todo a mis misma, por ser capaz de llegar hasta el punto en el que estoy. Tanto personal como profesionalmente. Me gustaría saber, aunque solo fuera durante un día, como sería todo si no me hubiera marchado. Porque todavía hoy estoy pagando el precio de haber huido a las prisas, dejando todo por los aires, y esperando a que la colisión contra el suelo no fuera lo suficientemente sonora como para que tuviera que oírla desde tan lejos. Y la oigo; día sí, día también. Y sé que allí se oyen los ecos de lo que sucede aquí, porque es algo inevitable.
En cierta manera, eso es lo único que bueno de ser una absoluta extraña en ambos lados; por mucho que se hable, nadie jamás volverá a tener la certeza, el poder o el control que llegaron a tener en su momento sobre mis movimientos. Y quizás este sea el precio de la libertad social hablando desde el punto de vista de una ciudad pequeña en la que el cotilleo es el sinónimo del pan del pueblo; el no tener el derecho de ser parte de ningún mundo, para no encadenarse a ello.
Sea como sea, se ha acabado. Vuelvo a estar en punto muerto, sin necesidad de un horizonte más allá que el de mañana mismo. Y con los dos pies, de puntillas, frente al abismo desconocido; o no tan desconocido, porque por mucho que cambie todo, la esencia sigue arañando en los rincones. Y eso, por mucho que nos esforcemos en frotar sobre frotado, es algo que siempre va a permanecer. Porque la mala hierba nunca muere. Y, de nuevo, esa es otra lección que todavía estoy comenzando a comprender.