viernes, 28 de agosto de 2015



Ella es de las que se acuesta vestida, y se desnuda a poquitos, dejando que las penas se arrastren hasta sus tobillos antes de conseguir conciliar el sueño. Es de las que lleva chocando a ciegas contra las esquinas, y de vez en cuando consigue dar dos pasos seguidos en línea recta, sin tropezar en el intento. Ella es experta en caminar en la oscuridad de puntillas, esperando que nadie se dé cuenta de lo que sucede en su interior, ni lo que pasa por su mente a gritos. Y cierra los ojos fuerte, por si los suspiros se le escapan entre las pestañas. Ella es de las que prefieren huir antes de seguir intoxicando el aire que le rodea; sin saber si es por protegerse o si es por intentan no arruinarle el día al resto. De las que, una vez que ha sido capaz de coger tan solo lo imprescindible para correr lo más rápido que pueda hacía lo que espera que sea el destino definitivo, se da cuenta de todo lo que tenía no era, en realidad, tan malo como lo pintaba; y que son las propias circunstancias del momento las que hacen que nos empeñemos en nublarnos el día, las gracias, y la existencia.
Ella es de las que prefiere que le hagan daño antes que hacérselo a alguien que quiere, porque es más fácil no tener que cargar con la culpa, y la recuperación es más temprana. Y es de las que pretenden no enamorarse, ni encariñarse, ni siquiera guastar, por no tener que romperse para arrancarse del pecho esa sensación cuando los meses terminen. Ella es de las que jamás va a decir todo lo que piensa en voz alta, por miedo a que sus propias palabras la engullan; y porque es fiel seguidora de que a los demonios internos hay que tenerlos atrapados, no vaya a ser que les dé por conquistar mundo más allá de sus caderas.

Ella es arisca, y es difícil de tratar; y, si no estás dispuesto a recorrer cada uno de sus pasos calzado en sus zapatillas, no intentes entender porque le cuesta salir de la cama, o respirar hondo. Ella no está enferma, pero hay noches en las que tiene que buscarse el pulso para concienciarse de que todo lo que la persigue es real, y no una mala pesadilla digna de Burton. Ella tiene las manos siempre frías, y le gustaría que todo ella fuera así, en vez de consumirse por dentro a la más mínima. Ella es de las que está tan perdida, que no puede dejar de encontrarse con cada tropiezo, con cada escapada precipitada del mundo, y con cada cerveza que se consume en sus labios; el problema comienza en cuando se encuentra, y no le gusta lo que ve. Y esto suele pasar más veces de las que jamás reconocerá. Ella es de las que dice que la presión no recae sobre sus hombros, y que siempre asegura que todo lo va bien; cuando las paredes están llenas de grietas, y retumban los cristales aún sin truenos. Ella es de las que camina segura, con la cabeza erguida, mientras se muerde el labio inferior confiando en que nadie se fije en ella; porque, lo que en verdad oculta tras unas gafas tintadas redondas que le cubren una proporción de cara mayor de la que dejan entrever, es una inseguridad y un temor púbico más grande que el ego que intenta proyectar.
Ella es de las que no pide ayuda ni aunque se esté ahogando, y de las que desaparece cuando está teniendo una mala racha. Ella es de las que piensa que nadie más puede entender lo que circula por su interior, porque está segura de que no es ni sano, ni normal, ni real. Y tanto espera que sea producto de su imaginación, de las hormonas o de la edad, que sigue aguardando el momento en el que abra los ojos y que, por fin, todo esté en calma, y que todo siga el orden establecido por la ética moral.

Ella es de las que no hay, porque no hay nadie como ella. Y menos mal, la verdad; yo no volvería a salir de casa si me encontrara a alguien como yo. 

sábado, 22 de agosto de 2015



Que a gusto se está cuando se está a gusto, y que barato nos sale.
Pero, como con todo lo barato y de calidad y de calidez, tiende a agotarse en concepto de existencias. Y de existencialidad. Y de esencialidad. Y ya puede ser por motivos que se nos escapan del poder de las manos, o por algo tan banal como el fin del verano. Y el retorno al día a día. Porque, sin duda, este es uno de los mayores inconvenientes de vivir con los pies en dos mundos distintos: que hacer de puente entre ellos es duro, duele y hace daño; y puede que no salga tan a cuenta como parece ser. Y que, para una vez que aparece algo de calma y cordura en el foco del huracán, en el lugar donde los días son grises y largos, y donde las aceras nos devoran a nosotros a base de susurros, rumores y malas miradas; no quiero marcharme. Sé que voy a tener que hacerlo, pero es demasiado pronto; o demasiado tarde. 
Puede que sea pronto, y todavía sea capaz de pensar con claridad antes de darme cuenta de que marcharme y cerrar la ventana que lleva unos meses abierta, es la decisión más sensata, racional, cómoda y sencilla. Pronto, porque todavía no hay algo más allá de lo que yo ya no pueda ser capaz de controlar; y pronto, porque aún no nos hemos mojado más allá que los pies. O puede que ni eso.
Puede que sea tarde. Tarde, porque ya me haya entregado más de lo que soy consciente, como ya ha sucedido en más de una ocasión. Tarde, porque hay inseguridades que no se curan con el tiempo, y debilidades con valen más que nada. Y tarde, sin duda tarde, porque por mucho que grite y revindique que ya estoy harta del juego, en realidad amo jugar en las grandes ligas. Que más que una relación de amor, es una relación de dependencia por mi parte. Porque yo formo parte del juego, y en este punto él también forma parte de mí; la ventaja que puedo ver, dos años después de mi última colisión catastrófica, es que por lo menos, esta vez soy yo quien dicta las normas, y sé exactamente donde están los límites, donde quiero y debo parar, Y, quieras o  no, después de tanto tiempo, es un gran paso adelante; uno que ya suponía que había dado, pero que, ahora que realmente sé que soy capaz de ello, vale el doble.

Así que, como tantas veces en esta vida, me encuentro mirando hacia atrás en el tiovivo, planteándome si luchar en vano contra el tiempo, a ver si por primera vez en la historia, alguien es capaz de ganarle la mano; ya no hablemos de la partida. Y, pensándolo en frío, sabes que es totalmente imposible; pero siempre va a vivir ese "y sí" en tu interior, ese resquemor de lo que podría haber sido si me hubiera atrevido a saltar en vez de seguir girando al compás del resto. Y no sé que hacer, ni que pensar, ni si tomármelo más en serio, o si seguir riendo detrás de espuma de cerveza.
Lo que tengo claro es que mi jodido momento es el verano, y que el invierno me mata. No sé porqué será, pero ya podría ser al revés. Mi vida sería más tranquila, y tendría más tiempo para decidir si la hostia contra el suelo vale realmente la pena. Porque parece mentira que después de tanto huir y de intentar poner tierra de por medio, siempre acabo encontrando un pequeño hueco en el que acurrucarme cuando vuelvo a casa; en vez de en el puñetero nido en el que llevo dos años intentando que pase a ser mi hogar. 
Y yo ya no sé si culpar al destino, al karma, o a las ironías de quien ha pisado demasiados huevos para hacer poca tortilla. Seré un desastre, o puede que simplemente sea todavía demasiado joven como para valorar lo ridículo de la vida y sus giros sin sentido; que hacen que todo aquello que teníamos asegurado se desmorone en un momento, y encontrar razones para las que seguir girando en la esquina más perdida. 

sábado, 1 de agosto de 2015



Somos seres de costumbres, ideados por y para ellas. Nos dejamos amoldar a un rutina que, pese a que nos arriesguemos a arruinarla por el pesar de las horas repitiendo el mismo compás, es aquello que nos define; algo así como nuestras decisiones, pero en un grado que no acabamos de percibir como determinante de la ecuación que define el vaivén de nuestros días. 
Estamos condicionados a ello, y basta con variar un mínimo algunos detalles para salir de nuestra zona de confort; y, cuando dejamos que eso suceda sin interponer nada al cambio que conlleva, es cuando podemos darnos cuenta de quienes realmente somos.

Es cierto, y me considero una febril seguidora de esa filosofía, que los mejores momentos están una vez salimos de la ya mencionada zona de confort. Definir ese área es algo bastante complicado, ya que abarca tanto territorio, personas, sentimientos y, como no, rutinas. Así que, en cierta manera, se podría decir que también es necesario salir de la rutina para vivir, siendo esta aquello que nos mantiene vivos y, de alguna manera, cuerdos. Porque si viviéramos continuamente en el sin-vivir de idas y venidas que supone intentar bailar un vals en el tiovivo, es imposible que siguiéramos viviendo, o por lo menos que siguiéramos siendo los seres racionales que hipotéticamente somos. Simplemente, viviríamos para seguir viviendo. 
Es algo así como una versión extendida de Darwin, aplicado al mundo moderno en el que tenemos todo al alcance de un estiramiento de dedo; la rutina es aquello que nos permite no tener que estar venciéndonos a nosotros mismos, ni tirando los muros que creamos para seguir adelante, día tras día. Así que, si lo observamos desde un punto de vista más allá de lo que podemos conocer, la rutina nos acaba matando como especie, haciendo que, simplemente, no mejoremos por el simple hecho de que ya estamos bien como estamos. Estoy segura de que los dinosaurios también pensaron eso, y que en verdad les dio demasiada pereza cambiar su rutina una vez vieron acercarse el famoso meteorito; o sino, alguna otra explicación habrá.

Así que, en consecuencia, lo mejor que nos puede pasar es que, de cuando en cuando, seamos capaces de dejar atrás la rutina, y de adentrarnos en algo totalmente nuevo. Sin ir con demasiado cuidado, pero sin tirarse al vacío a ciegas, porque, sin duda, la razón de ello es seguir caminando. Necesitamos la enfermedad para seguir viviendo, y aprender de ello. Necesitamos errar para saber que es lo que nos sienta bien, y lo que nos hace seguir adelante, y crecer. Madurar, por lo menos. O, al menos, ser capaces de identificar que es lo que explota en el momento que detonamos las pequeñas burbujas que nos consumen cuando nos paramos a reflexionar sobre que es lo que está mal con nosotros. Y eso ya es un paso considerablemente grande. 
La rutina no contempla errores, dobles vueltas de tuerca, o despertares etílicos. No, la rutina implica un control relativamente total sobre los movimientos que rigen las agujas del reloj humano, para que nada se desvíe del orden establecido por nosotros mismos, para que todo aquello que reprimimos no alcance la superficie, al verse sepultado por horarios, conceptos y apeteceres sociales. La rutina no nos deja vivir, pero es lo que nos mantiene vivos.

Y aquí es cuando comienza la eterna disputa entre vivir o sobrevivir, por todo aquello que acarrea como decisión de modelo de actuación. Vivir implica los riesgos vitales que suple el sobrevivir, y sobrevivir sin más no nos deja vivir más allá de lo que sea respirar y pagar por el aire que consumimos.