domingo, 27 de noviembre de 2016


El otro día conocí a un hombre en el bar que hace esquina en mi calle. Yo suelo ir allí a desayunar casi todas las mañanas, excepto aquellas en las que las sábanas se apoderan de mis tobillos, termino creyéndome el rey del mundo, y planteándome el dejar de trabajar y entregarme en cuerpo y alma a mi verdadera vocación: dormir. Después de desengaño, básicamente porque no tengo el valor suficiente como para mandar a mi jefe donde verdaderamente pertenece a la mierda, vaya, y me toca correr para llegar al metro, para fichar a tiempo, para alinearme un día más sin ser del todo consciente de ello. Pero los días en los que el frío se cala en mis costillas de buena mañana, ya sea porque he perdido las mantas a lo largo de la noche, o porque he reflexionado largo y tendido sobre el trascurso de las horas antes de que sonara el despertador, bajo a desayunar al bar.

No es gran cosa, la verdad. Dependiendo del día de la semana que sea, te encuentras el suelo lleno de serrín y colillas mojadas, porque los jueves Ramón rebaja el precio de la cerveza para que los universitarios vayan allí a consumir, ya sea el licor, su juventud o lo que sea que se les pone por delante. Otros días, está reventar y me tengo que beber el café arrimado a una esquina de la barra, mirando al bueno de Ramón con cara de circunstancia mientras él corretea de un lado a otro del minúsculo espacio donde tanto almacena magdalenas donde dormitan las moscas, como botellas de diseño con nombre imposible de pronunciar. Pero, gracias al cielo, eso solo sucede a finales de mes, porque dos portales más allá está la oficina del paro, y claro, es mejor ir a que te den por culo con el estómago caliente, que por lo menos es lo que te llevas. Curioso tipo, el Ramón, todo hay que decirlo: llevo años yendo casi rigurosamente, y no hemos intercambiado nada más allá que unos buenos días cargados de indiferencia y legañas. Pero se entera de todo, el cabrón: las buenas rachas de la gente, las malas, los aciertos, y la cantidad de dinero que se mete en la máquina tragaperras de al lado del baño (que siempre está impecable, todo hay que decirlo).
Pues el otro día, mientras comenzaba a mojar los churros del día anterior en mi café, entro un tipo en el bar que nunca había visto; se ve que era la primera vez que venía, porque Ramón arqueó la ceja derecha, signo oficial de que esa cara no le es conocida. Si arquea la izquierda es que al próximo comentario fuera de tono, te pone en patitas en la calle, después de hacerte pagar hasta propina por lo que sea que hayas consumido. El caso, que me pierdo; el tipo se sentó dos taburetes más allá del que estaba sentado yo, y pidió un cortado. Sin nada más, y eso que Ramón le ofreció las dichosas magdalenas y todo; que ya que era nuevo, a ver si picaba y pagaba por una indigestión de caballo y una visita con todo incluido al baño de la derecha, que para algo está siempre impoluto. Pues nada, que el tío no accedía; lo que sí que quería el cabrón era hablar. Se ve que ya estaba atormentado de buena mañana, en vez de esperar a media tarde como el resto de los mortales, cuando ya puedes despotricrar del jefe, del presidente o de la parienta sin el prejuicio de llevar ya cuatro cañas entre pecho y espalda. 

Y el buen hombre comenzó a hablar. Se ve que se llamaba Alfredo, y era un contable que contaba mucho sin decir nada. Un insulso, triste, gris y pálido, que decidió descansar los huesos en el bar de Ramón sin venir a cuento de nada; vamos, como todos los clientes habituales. Pero, yo que soy fanático del ser sin ser y de las luces perdidas en ojos ajenos, percibí algo; no me preguntes el qué, pero había un no-se-que en la manera en la que hablaba, que removía su café, o que intentaba que Ramón aportara algo a su monólogo insulso, que llamaba la atención. Se ve que solo me la llamaba a mí, porque Ramón no le hacía ni puto caso más allá que algún que otro "humm" intercalado por escasos "ajás". Pero el tipo este, el tal Alfredo, entendió ipso facto el levantamiento de ceja izquierda que hizo Ramón a los diez minutos de haberle servido el café, porque pagó sin dejar propina, todo hay que decirlo, se puso su anorak medio roído, y salió al frío. Yo hice lo propio, que para variar llegaba tarde otra vez, por lo que me iba a tocar bronca del cabrón otra vez, por lo que iba a acabar como una cuba a las nueve de la noche arreglando el país con algún malnacido del trabajo. En fin, que me fui a la boca del metro, ignorando a la gitanilla que pide dinero en las escaleras; dar nunca le doy nada, pero a veces me pregunto si la foto que tiembla entre sus manos los días de helada será real, y si esa será su familia. Porque, de serlo, está jodida de cojones, por mucho que me queje yo de mi vida. Tantas bocas y tan poco pan; yo por lo menos, aunque esté solo, tengo con que llenarme el estómago, aunque en fin de mes canta otro gallo. 

Eso, que Alfredo se metió en la misma estación que yo. Antes, al salir del bar, me fije que se iba colocando unos auriculares de estos blancos que tiene todo el mundo en las orejas, y a la que iba hacia la boca del metro iba trasteando en un viejo MP3. Modernízate de una puta vez, cojones, que entre los náuticos esos de abuelo que me llevas y el nombre de tonto de pueblo, normal que estés tan solo. Bueno, igual me he pasado; es que quien me escuche, se va a pensar que mi única afición en esta vida es criticar a la peña sin conocerla, y no. Que también me gusta el fútbol, ¡ala Madrid! Pues eso, que el tipo iba con la música puesta; y sé que era música porque bajó los escalones del metro a saltitos cortos y uno largo. En plan, tres cortos, uno largo, tres cortos, uno largo; supongo que iría al compás de la música, o igual que era un poco paticorto y así salvaba la distancia. Pero creo que era lo primero; y era gracioso verlo saltar como un criajo, siendo un hombre tan alto y desgarbado. Ahí ya supuse que eso era lo que me había llamado la atención de él en el bar; que era un tanto peculiar, por no decir rarito. 
Después, resultó que íbamos en la misma dirección, en la misma línea de metro. Manda cojones las putas casualidades: mismo bar, y mismo recorrido. A la que esperábamos, yo me senté en el mismo banquillo que él, pero en la otra punta; que somos hombres, y eso de arrejuntarse sin conocerse es un poco... ¿cómo decirlo? Bueno, da igual, tú me entiendes; que es como cuando vas a mear en el bar y estás tu solo en el baño, y entra un gilipollas y se pone al lado tuya. Como queriendo demostrar que la tiene más grande que tú o algo; y lo que me río cuando tengo la polla más grande. Que se joda el cabrón.
 
¿Por dónde iba? Ah, que me senté en el mismo sitio que Alfredo, pero lejos. El caso, sabes qué en las vías del metro hay ratas, ¿no? Ratoncillos graciosos de estos, la mayoría de las veces; la verdad es que es raro ver una rata, pero digo yo que alguien tendrá que parir a los putos ratoncillos, ¿no? Pues apareció uno al final de la vía del tren. Un ratoncillo pequeño, que a saber qué hacía; igual buscar comida entre los cables o que se yo; igual tenía una familia que alimentar, y el patriarca del clan lo mandaba al metro a buscar algo que llevarse a la boca, o qué sé yo. La cosa es que el ratón iba saltando de cable en cable, y que el Alfredo miraba para el ratón, igual que yo. Y, en esto, el tío comenzó a partirse el culo; pero no a reírse para sus adentros, no. El carbón estaba a carcajada limpia, y todos los que estábamos esperando al tren nos quedamos mirando hacia él. Y no se daba cuenta, el tipo; igual porque tenía la música a todo trapo y no se enteraba de que se estaba partiendo el ojal el solo y a grito pelado. 
Al principio no entendía el por qué, pero lo acabé pillando. Ya te dije que me doy cuenta de cosas que nadie más se percata; siempre he sido un lince, ya lo decía mi padre en-paz-descanse. El caso es que el puto ratoncillo iba saltando a tres saltitos pequeños y uno grande. Sí, tío, igual que hacía antes el tarado este bajando las escaleras. Y lo cojonudo es que yo también me empecé a reír, y el tipo se me quedó mirando. Y cuanto más me reía yo, más se reía él, y así. El resto de los que estaban esperando en el andén tuvieron que flipar, pero bueno. Al final llegó el tren, y Alfredo y yo subimos en vagones diferentes, y ahí se acabó la coña esta tan rara.

Pues ayer entré en el bar y allí estaba Alfredo. El tío se percató de que acababa de entrar en el bar, porque le pagó a Ramón y se fue; y me guiñó un ojo. Si, como te cuento, un ojo. Al principio que igual era maricón o alguna de estas mierdas, pero luego me enteré bien del asunto. Pedí un café con leche, como todos los días, y Ramón me lo sirvió con una sonrisilla. Y te juro que nunca había visto a Ramón sonreír, yo estaba flipando. Pero más me quedé flipando cuando me dijo que Alfredo había pagado mi café, y que había dejado un sobre para mí. ¿Sabes qué era? Un puto CD pirata, sin título ni nada. Yo no me enteraba de la misa la media. El caso, cuando llegué al trabajo, me picó la curiosidad, y puse el CD en el ordenador y conecté los casos. Solo había una canción, y yo estaba, pues, alucinando, tío. Era todo muy raro. La primera vez seguía sin entender nada, pero a la cuarta vez me descubrí a mí mismo moviendo los pies. Tres toquecitos con el derecho y uno con el izquierdo. Te lo puto juro, tío, tengo el CD en casa, cuando quieras vienes y lo escuchas. Eh, eh, relaja, que no quiero llevarte a casa, imbécil; ya te lo traeré y lo escuchas tú mismo, y te dejas de gilipolleces.
Era la puta canción que iba escuchando aquel día en el metro. Y desde entonces no me la he podido sacar de la cabeza, y mira que ha pasado tiempo. Pero no puedo, te lo juro. 

Y el tío no ha vuelto a aparecer. Ni en el bar, ni en el metro, ni en ningún lado. Pero ahora cada vez que entro en el bar, Ramón se sonríe. Cada vez que bajo las escaleras del metro, me sonrío. Y cada vez que veo un puto ratoncillo saltando los cables del metro, me sonrío.
Y con las coñas, me paso las mañanas antes de llegar al trabajo sonriendo como un puto imbécil, con la canción de los huevos en el móvil y escuchándola a todos los sitios a los que voy. Cualquier día me giro y veo a algún imbécil riéndose de mí. Como tú ayer, capullo, que por eso te estoy soltando esta chapa.

La cosa, que el Alfredo este era un tipo curioso.
¿Te vas ya? Vale, mañana me paso por tu mesa y te dejo el CD. Que va, tío, no te rayes, no hace falta que me lo devuelvas, ¿no ves qué yo ya tengo la cancioncilla de los cojones en el móvil? No te preocupes. 

Venga, hasta mañana, cabrón.

miércoles, 23 de noviembre de 2016


Escribir por escribir es como vacíarse por no llenarse del todo, o como volver la vista atrás sin ningún propósito a mayores que el descubir el camino avanzado a puntillas silenciosas. Que al final va a ser cierto lo que me dice mi madre cuando conversamos profundamente sobre el estado de las vértebras entre cervezas frías, que para algo la edad te enseña a antiparse. Y lo que dice es que la segunda década de la vida de una persona es en la que más cambios rápidos hay, y que tienes dos opciones, como en casi todo: adaptarte y disfrutarlos, o intentar frenarlos y perecer en el intento. Que hay que abrazar lo que viene, perdonar lo que queda atrás, y respirar a doble pulmón lo que se queda un día más.

Y pensar en Noviembre sin doler las entrañas, es como pedirle a las nubes que no rompan a centellear los días de tormenta. Vaya, de personas ilusas, insconscientes e imprudentes; que más vale, de nuevo, anticiparse al golpe. Y Noviembre duele hasta el punto que se empañan las raíces, y se pierde el contacto día tras día con lo que remueve las aguas; que en este mes es normal tocar fondo, revolcarse en él, y hasta conseguir que ese espacio de deshechos pueda ser considerado, incluso, un hogar. Pero este Noviembre, aunque no todo esté yendo a favor, es diferente. 
Y vuelves la vista atrás, y miras al espejo de hace un año; y es imposible no llevarse las manos a la cabeza y sonreír entre los dedos. Porque mira que las prioridades estaban patas arriba, y vivíamos tan tranquilamente sin saberlo. Que comenzaban a asomarse tras la cortina los primeros aleteos de que algo iba absolutamente mal, y no sé si no nos queríamos dar cuenta, o simplemente los ignorandos esperando que fuera algo temporal. Pero, otra reflexión de perro viejo, ignorar no lleva a ningún sito más allá de aumentar el problema, sea cual sea. Y luego sucedió lo que sucedió; y aunque doliera darse cuenta de la situación en las que nos habíamos metido por nuestras propias piernas, ahora no ha hecho darle una vuelta de tuerca más a todo lo que nos recorre las cosquillas día tras día. Pero manda cojones hasta que punto estabamos invidentes y nos considerábamos invisibles en aquel Noviembre en el que, por salir mal, no nos salía ni sumar dos y dos. Y nos dejamos pisar, y nos dejamos llevar por sensaciones; pero no en el buen sentido, porque si aún hubieran sido buenas sensaciones, hubiera merecido la pena acabar como acabamos. 

Pero este año, por el motivo que sea, nos estamos manteniendo a flote muy dignamente entre tanta oscuridad, malas caras, e historias sin resolver. Puede ser por el cambio de actitud al presentarse problemas, por encontrar fuerzas renovadas en los pequeños detalles, o porque haber continuado con aquel buen consejo que me dieron un día; aquello de "poco a poco, y día a día". Que no podemos pedir la luna, ni esperar el todo, de un día para otro; sin que haya esfuerzo y sudor de por medio, simplemente porque es algo que nos nace del pecho y nos recorre hasta la última de las entrañas. Nadie nos va a regalar nada, y hay que pelear con dientes y saliva por cada oportunidad; y, aunque empiezo a estar harta de la competividad y en lo que me vuelve los días que parezco estar de suerte, he de decir que se me da mejor de lo que esperaba. Que no será algo que me hace feliz, pero se me da bien oler el miedo; y puede ser por haberlo inhalado de mi piel, sin descanso, durante tantos años. Y ahora, que no tenemos miedo, que poco a poco se van amueblando las ideas y que todo comienza a ser el tímido borrador que esperamos completar algún día, no debemos permitirnos un Noviembre de libro. Que no será el mejor momento del año, te lo puedo asegurar de antemano y todos los años de mi vida; pero no tiene porque ser el peor, porque no podemos dejar que haya momentos malos. O no tan malos como los hubo. Que ya conocemos el proceso que conlleva llegar de arriba a abajo y viceversa, y no puedo permitirme otro estallido en el pecho de esa magnitud. Por lo menos, hasta dentro de un tiempo. 

Que se está acabando el mes, y no sé si aún estamos a tiempo de que llegue la hostia. Que el año pasado tampoco la esperabamos, aunque cualquier que observara desde fuera si que la viera venir, y acabo llegando, devastando y arrasando. Y que de todo se aprende, y cada punto y seguido no es más que un precipicio por el que en su día nos asomamos, antes de coger aire y tomar la decisión. 
Que lo mejor, sin duda, está por venir.
Pero día a día, y pasito a pasito.

miércoles, 2 de noviembre de 2016


"Cuántas veces sus cuerpos tibios se habían encontrado cuando el día apenas clareaba tras la ventana y se habían explorado mutuamente con el deleite de quienes aún se están conociendo."

Viva la gente que lo hace fácil, aunque no sea el mejor de los momentos; que, aunque las rachas de buena suerte brillen por su ausencia, se encargan de crear pequeñas cosas a partir de nada más que arena seca. Y viva la hostia que creo que me voy a acabar metiendo, que si algo he ido aprendiendo a pasitos ligeros y a intrusiones a corta distancia, es que no todo es tan bonito como parece, y llegará el momento en el que la burbuja estalle. Y haya que barrer debajo del sofá, acumulando otra capa de desechos sobre la última, como medida de contención para lo que sea que tenga que pasar.

Pero, de momento, hagamos que la sensación dure, que no nos quedemos cortos de ilusiones, y que sea tan cómodo que ni suponga un esfuerzo mental terminar de creérselo. A veces, las cosas simplemente suceden; y, cuando eso ocurre, seríamos idiotas poniéndoles freno, trabas u obstáculos, por el simple hecho de que estamos acariciando cicatrices recién cerradas. ¿Qué puede ser que todo esté pasando demasiado rápido? Déjame que te lo asegure. ¿Qué da miedo? No más que lo a lo que me he enfrentado por enterrarme bajo una arrogancia y una prepotencia que acabé haciendo mías, sin serlo. Que, ya puestos a adoptar costumbres y maneras, tengo que empezar a tomar las buenas; las que se pegan sin remedio a la carne, pero te dan una vuelta de tuerca más sin pretenderlo. 
Así que, ¿cuál va a ser el plan de acción? De primeras te diría que no pensar, que ir a por todo, que ya si eso tendré alcohol en casa cuando acabe con las rodillas desolladas y la mandíbula rota contra el frío asfalto. Pero, hasta entonces, que venga lo que venga, yo quiero seguir quedándome donde estoy. Quiero seguir paseándome en bragas por tu salón y girarme para ver como bizqueas al son de mis caderas. Quiero que me sigas despertando a mordiscos dulces en los que no veo nada más allá que tu coronilla, y quiero seguir suspirando fuerte en tu espalda. Quiero continuar provocando cataclismos, y que sigas despertando aspectos de mí que había escondido durante tanto tiempo. Porque se ha extendido esta "cultura" (teniendo en cuenta que ya definimos cualquier cosa como cultura en este país) de guardarse las espaldas, de no cerrar todas las posibilidades por si al descubrirnos nos dan la patada, del engaño con previsión de desengaño; y parece que he encontrado a alguien que, de ir por delante, se lleva la verdad. Y es insuperablemente cómodo, reconfortante y aterrador.

¿Cómo no voy a tener miedo, si has atravesado en tan poco tiempo barreras y fronteras que otros tardaron años en conquistar? ¿Cómo no voy a tener miedo, si me has desnudado sin quitarme la ropa de una manera tan natural que ni yo misma creía posible? ¿Cómo no voy a tener miedo? Porque, en el fondo, no nos conocemos de nada; aunque a cada poquito que conozco, me engancho más y más a esta tónica de arrancarnos las capas a poquitos. Como quien moja los labios en vino antes de dar otro sorbito, y otro, y otro. Que ojalá tarden mucho en acabársenos los sorbitos; pero, al ritmo que vamos, llegará un momento que se terminen. De prometerme cosas imposibles, prométeme que los sorbitos no se van a acabar nunca. 
Que ojalá que no sean promesas en vano, porque para nada son inalcanzables; pero que, de normal, cuestan alcanzar por el simple hecho de que nos hemos decidido a jugar a un juego impuesto, en el que más da es el que más pierde. Que, si alguien da demasiado, se está exponiendo sin que nadie se lo pida, por lo que es más débil; y nos creemos que esto es de las cosas que las gana el más fuerte. Pues no, mis chicos, esto no lo ganan ni los más inteligentes; aquí, o gana todo el mundo, o perdemos todos. Y, de perder, la derrota no es tan dolorosa si los momentos vividos han merecido la pena; por lo menos, a largo plazo podremos rememorarlo como algo que ha merecido la pena hasta la última tirita. 

Así que parece ser que, sin proponérmelo, he entrado para quedarme; y ha sido algo tan natural, que realmente asusta. Pero puede que lo haga porque no estoy acostumbrada a sentirme así tan fácilmente, o porque se ha creado un ambiente seguro sin esfuerzo ninguno. No sé qué será, y pueden ser muchas cosas; pero vamos a exprimir esta utopía hasta que se me acabe gastando de tanto usarla. 
O hasta que me dejes continuar aquí.
O hasta que te deje yo.
Porque hay precipicios de los que todavía no nos hemos asomado, y puede que no quede mucho para tener que sacarlos a relucir. Porque hay demonios que parecen calmados, y costumbres demasiado asumidas como para que no acaben queriendo conquistar tobillos ajenos. Porque, si hay panoramas de mi ser que encuentro desoladores, supongo que desde la otra orilla también me esperan unos cuantos por descubrir. Y lo peor, es que parece que estoy totalmente dispuesta. ¿Lo peor? ¿O lo mejor?

"Pero su mano aleteó en el aire sin encontrar nada."