jueves, 30 de enero de 2014


Puede ser que nos pongamos demasiados retos, demasiados obstáculos a saltar cuando en realidad, preferimos tener los pies en el suelo. Porque somos seres de costumbres, de pequeños detalles que se repiten periódicamente, dando sensación de placer atemporal, de seguridad imprecisa e totalmente variable. Porque es imposible tener todos los cabos sujetos y bien amarrados, cuando el mar no cesa ni un solo minuto. Pero, de todas maneras, seguimos encerrados en esa idea milenaria de que estamos mejor con las cosas bajo seguro, revisando todas las respuestas, y rehaciendo cuentas, no vaya a ser que nos hayamos llevado alguna de más. 
Pero una vez que somos capaces de ver más allá de la comodidad que puede dar sentirse con todo bajo aparente control, surge el problema de ver lo que anhelamos en una dimensión completamente distinta. Es el gran fallo de los soñadores empedernidos, que son tan ridiculizados por cualquiera: nadie es capaz de ver que, lo que ellos creen desdibujar entre torres de oficinas, paraísos fiscales exclusivos, trajes almidonados y postureos varios; realmente existe. Simplemente, hay que tener el valor de pedirlo en voz alta, sin que importe quien te escuche, quien pueda opinar sobre ello. Porque, una vez que te atrevas a dejar de seguir los moldes pre-establecidos, lloverá. No, no me considero la mujer del tiempo, adivina o poseedora de la sabiduría ancestral de los que conocen el tiempo con solo respirar profundamente. Pero os puedo asegurar que lloverá. Primero risas, porque nadie será capaz de tomar en serio algo que consideran fuera de lugar; después, críticas varias, al darse cuenta de que, de todas formas, vas a seguir con tu propio camino, pese a que nadie esté de tu parte. Y si sigues así, posiblemente tantees el terreno de las amenazas. Y es entonces, justo entonces, cuando sabes que tienes razón. Porque tienen miedo; miedo de lo que estás diciendo sea verdad, de que todo a lo que se aferraban para no volverse insanamente dementes por la contracorriente haya desaparecido de un día para otro, de mano de alguien que no valía un centavo. Pero, simplemente, es lo que sucede. Y así, sabes que llevabas la razón. Que ahora, eres intocable, por muy inmoral que parezca que lo digas tu mismo. 
El problema, como todo, radica en el momento en el que pecas de arrogancia. Cuando crees que tienes conocimiento de todo, de todos, y que tu palabra vale más que el resto. Que piensas que ya tienes todo hecho, que solo queda sentarse de brazos cruzados y saborear todo lo que has conseguido. Pero, si piensas en el chico soñador de ojos verdes que miraba de más y volaba de menos, en ese que eras cuando comenzaste, ¿qué pensarías de lo que eres ahroa? Uno más, uno de esos burócratas que viven por y para su ombilgo, sin importarle de que, a su alrededor, le crezcan los enanos, con ansias de derrocarlo, ya que sus ideas son demasiado anticuadas, demasiado banales como para seguir siendo las superiores.

Con esta reflexión, más propia de un psicólogo que de una filósofa de bar, quiero poner en manifiesto que, ahora mismo, estamos en el mismo nivel. Me gustaría ser capaz de decirtelo en persona, de tener el valor de poder decir todo lo que se me pasa por la cabeza cuando te veo, cuando inundas la sala con una prepotencia que jamás creí que sería capaz de presenciar y aguantar. Ni siquiera sé el por qué de molestarme en escribir esto, cuando sé perfectamente que no lo vas a leer jamás; primero, porque me voy a encargar de ellos, y segundo, porque te parecerá algo que no merece la pena. Pero lo cierto, es que sería digno de que lo leyeras: porque sé de sobra como reaccionarias. Te pondrías a la defensiva, atacarías el primer defecto físico que se te pasará por la cabeza, y guiñarías un ojo, queriendo quitarle importancia, haciendo tuya la situación.
Tengo demasiado calados a los que son de tu talla, jefe. Y, como siempre, estoy dispuesta a dejarlo pasar, hasta que llegue a un extremo en el que no soporte estas tonterías y estas niñerías, y la cosa estalle. Un error lo comete cualquiera, pero a mi este me está saliendo muy caro. Y, por si no lo sabes (y supongo que no), yo soy de las que las mata callando, y la que tiende a dar la vuelta al juego cuando todo el mundo lo daba por olvidado.

Rencorosa, no; pero tampoco olvido, ni voy a dejar pasar mi oportunidad. Primer aviso. 

jueves, 16 de enero de 2014


Un clavo saca a otro clavo; eso dicen, pero se ha demostrado demasiadas veces que pocas veces es así. Me explico: en parte, tienen razón. Hay clavos momentáneos que nos ayudan a olvidarnos que, hace algún tiempo, quizás no demasiado, fuimos la tuerca que se enrolla al tornillo. Nos hace creer que hemos superado la soledad, el miedo, la inseguridad, la decepción, la devastadora y profunda confusión de quien ha decidido estar solo y no está conforme con el resultado. No estar conforme es decir poco; estás atrapado, hundido, perdido en un juego que has creado por tu hipotético propio bien. Pero la práctica generalmente supera a la teoría, por muy sabios que seamos. La práctica, la experiencia in situ de algo que solo hemos imaginado hasta el momento, es mucho más voraz que cualquier cosa que seamos capaz de idear con nuestras burdas y primitivas ideas. Seremos la generación del cambio, la generación ni-ni, o la generación de los cabeza de chorlito que vivimos con los pulgares sobre pantallas que no entran en los bolsillos de los pitillo; pero nunca estaremos preparados para superar mentalmente a la realidad, para evadirnos del estado físico donde todo se mide en segundos, metros y fajos de millones.
Los clavos son para aferrarte a algo, a un bote salvavidas que evite el colapso total, la pérdida infinita de rumbo; no para hacer lo contrario. Así que, hasta que el clavo original esté oxidado, viejo, inservible, inútil, desechable, listo para ser sustituido, porque sabes que no sirve para nada, y que jamás volverá a ser como ha sido en algún momento; es cuando puedes estar tranquilo y, decidido, escoger otro clavo que lo sustituya. El problema, como casi todo en esta vida, es el ritmo. Saber cuando es el momento adecuado, y cual es la velocidad correcta. 

Y, ante ti, tienes los dos malditos y ya mencionados clavos. El viejo, al que te aferras a más no poder, aunque sabes que está roto, en pedazos; o, incluso peor, que se ha recompuesto a si mismo, y ya está aferrado a otro lugar. Pero, sea como sea, hace tiempo que ese clavo no está contigo. Simplemente, continuas imaginándolo, sintiendo que es un fantasma que no quiere separarse de lo inevitable, aunque ya lo haya hecho. El nuevo, que no sabes si está o no está, o que hace. No tienes ni idea. Es algo totalmente extraño, algo que hace demasiado que no haces, y no estás seguro de que seas capaz de volver al juego, a poner todo lo que tienes sobre la mesa y a apostar al peor postor, rezando para que la ruleta deje que la fortuna plateada sonría en tu número fatídico. No sabes que rumbo tomar, como actuar, y cada palabra que dices te parece que sobra, que es un saco cargado que obstaculiza el camino. 
Te sientes demasiado mayor para volver a ese tira y afloja, a esas tonterías que antaño te hacían sonreír y que matarías porque vinieran de la persona correcta; o por tener el valor de enviarlas. Ahora, que nos da la sensación de que hemos vivido demasiado en poco tiempo, de que las canas están empezando a salir entre los mechones que antes nos gustaban en colores chillones, que tenemos la seguridad de hacer lo que nos sonrojaba ver delante de nuestros padres cuando ponían en la televisión alguna película americana; no somos capaces de dejarnos llevar. Porque conocemos las consecuencias y, en parte, estamos hartos de las miradas vacías que se esquivan, de tener que saludar por educación, y de compartir lugar de trabajo y aire para respirar con alguien a quien dejaste con las piernas tibias. Eso no se hace. Y como todos tenemos nuestro peculiar "mierda, ojalá cruce la calle", no nos atrevemos a seguir jugando.

Nos volvemos débiles, nos escondemos de nuestras necesidades, enfatizando nuestro miedo. Pero es lo que somos. No hay solución posible, sino esperar a que todas las señales nos parezcan las correctas para dar el siguiente paso. Pero, ¿cómo esperar señales, si ni siquiera las enviamos?

sábado, 4 de enero de 2014



Las despedidas, quieras o no, son duras. Cuesta separarte de los tuyos, y más cuando sabes que, simplemente, estás de pasada; porque, desde hace unos meses, tu casa deja de ser tu casa, y pasa a ser la de tus padres. Tu bar de siempre, pasa a ser "aquel bar donde pasó aquello". Tu banco en el parque, unos trozos de madera a los que tienes demasiado apego como para admitirlo. Y así, exactamente así, sucede con todo. Pero siempre vuelves, ya sea por unos días, unas semanas, unos meses o durante años. Siempre acabas volviendo. La morriña es algo que nos arrastra, que puede con todos, aunque los gallegos seamos los únicos que hemos sido capaces de condensar ese sentimiento milenario, legendario y personal, en una sola palabra. Y si no es por morriña, teme lo peor. Volver si no es por echar de menos tantísimo tu propia tierra es el peor augurio de mala suerte. 
El primer caso, el mío en estos días, es el compromiso familiar, por fechas festivas de costumbre paternal. O las Navidades, como le llama el resto de personas de este mundo. Si por mucho de nosotros fuera, hubiéramos obviado esta festividad consumista como obviamos tantas otras a lo largo del año. No entiendo la necesidad de estar todos juntos, cuando lo único que hace es volverte a hacer dependiente de las comodidades que tienes aquí, y que allí has tenido que buscarte la vida para conseguir algo que se antoja parecido, pero no. Y los reencuentros. Los interminables, al principio agradables, pero luego insufribles, reencuentros. En los que cuentas una y otra vez las mismas historias, las mismas encontronas y pasatiempos divertidos que pierden la magia, la gracia, el brillo y la frescura a medida que las desgastas con palabras. Porque todo el mundo quiere ir de primera mano lo que te ha sucedido, aunque ya se lo hayas contado por teléfono, o ya lo haya oído por otros. Y los achuchones, besos, mimos y demás cosas que, las personas ariscas por naturaleza como yo, toleramos hasta un cierto límite, pero no mucho más.
El segundo caso es, por increíble que parezca, peor que el primero. Una llamada de teléfono, la voz entrecortada al otro lado del hilo, lágrimas, pañuelos, más lágrimas, un billete de avión demasiado caro que no importa ni influye, una maleta hecha a las prisas, pero de riguroso negro. Un viaje demasiado corto y demasiado largo. Con suerte, no estarás sola en el aeropuerto, pero el trayecto en coche (si tienes suerte; sino, en autobús) preferirás hacerlo en silencio, no con temas de conversación absurdos, sin sentido, ni tacto alguno. Y después, de nuevo, achuchones, besos y mimos, pero esta vez en tonos agridulces, con momentos en los que no sabes si te están intentado consolar a ti o a ellos mismos. Pero no importa, porque ha cambiado tanto tu interior y tu exterior en unas cuantas horas, que ha dejado de molestarte el resto. Solo están ahí, respirando para hacer que algún vegetal haga la fotosíntesis para proporcionarte oxígeno a ti, para que puedas seguir. Y luego, tienes que volver.

La vuelta no es mucho mejor que la llegada. Primero, despedirse. Después, viajar. Y por últimos, llegar a casa y pensar que vas a tener, por fin, tiempo para ti, para ser quien eras antes, pero no. Porque, quieras o no, cada vez que vuelves a casa, por poco tiempo que estés en ella, te marca. Entras siendo un persona, y sales siendo otra. Quizás, porque el sito del que vienes te ha enseñado cosas sin que te dieras cuenta, y te estás empezando a percatar de ellas al volver al punto del que partiste. Pero eres un extraño, un extraño en tu propia casa; uno que ni siquiera deja las mismas pisadas en la alfombra. Que no te sientes cómodo en situaciones que antes te hacían inmensamente feliz, y que disfrutas con cosas que antes aborrecías.