martes, 15 de abril de 2014



Háblame, pero háblame suave. Háblame cuando no pueda entenderte, cuando cada palabra corte como lija, cuando seamos más que sombras. Háblame cuando no me lo merezca, háblame lenguas capaces de dominar batallas, háblame algo que solo nosotros entendamos. Háblame de nubes, de secretos a voces, de pasados imaginarios que suenan demasiado bien como para no querer otra ronda, y más si invita la casa. Háblame de lo que me he perdido y de lo que está por venir; pero sobre todo de lo que me he perdido, para saber que tengo que ofrecer esta vez, y en que momento decir "basta". Háblame cuando vuelva, cuando tenga frío, cuando no haya nadie más al rededor. Háblame dulce, háblame meloso, háblame siendo capaz de cortar la respiración, y de provocar dolor de cabeza. Háblame sucio, háblame duro, háblame blasfemias para susurrarlas cuando no estén nuestros mayores. Háblame cosas que no entienda, háblame fuerte contra la pared. Háblame bonito, háblame en silencio mudos que consumen el espacio hasta límites que solo nosotros entendemos.
Háblame sobre el frío, háblame sobre lo que me ha pasado, háblame sobre lo que no sabes. Háblame sobre como olían tus sábanas después de guerras que se alargaban todo el fin de semana. Háblame de como eran mis piernas antes de que cruzaras el umbral. Háblame de como quedaron cuando te marchaste, pero sobre todo, cuando me marché yo. Háblame de lo que ha pasado, o de lo que crees que ha sucedido. Háblame para no dejarme hablar más de la cuenta, háblame para quemar vacíos superficiales. Háblame de cada discusión, háblame de cuanto darías por poderlas revivirlas. Háblame de las reconciliaciones, de las dulces y largas reconciliaciones. Háblame del parque, háblame del tiempo. Háblame de tu madre y sus cigarrillos, háblame de mi padre y sus problemas financieros. Háblame del futuro, háblame con los ojos brillantes de los que saben que hay cosas que están destinadas a no suceder. Háblame a través de las cristaleras, háblame con sabor a cerveza fría, y con demasiada espuma para mi gusto. Háblame a rallas. Háblame de tratos, háblame de golpes de suerte, háblame de portales lluviosos, háblame de tu portal. Háblame de tus habilidades para cocinar, háblame sobre las pocas veces que hice yo de comer. Háblame del pez. Háblame de los libros que quedaron olvidados en tu casa, háblame de las camisetas que siguen en mi habitación. Háblame de chocolate en barra caliente, háblame de galletas imposibles de comer. Háblame de café, y háblame de limón. Háblame sobre todo aquellos con lo que te quedaste con ganas, háblame sobre lo que yo me callé. Háblame sobre lo que te dejé hacerme, háblame de hasta donde te dejé llegar, háblame de lo que sabes de mí Háblame de lo que te gustaría saber. Háblame de lo que tienes miedo a saber, háblame de lo desconocido. Háblame de mis miedos, háblame de tus virtudes. Háblame de lo que me ofrecías, y háblame de lo que me llevé sin pedir ni permiso, ni perdón. 
Háblame sobre lo que quieres oír. Háblame sobre el verano. Háblame una vez de junio, una de julio, y dos de agosto. Háblame mucho. Háblame sin prisas, háblame sin pelos en la lengua. Háblame con educación, háblame sin enfadarte, háblame sin hacerme llorar. Háblame como tu sabes, y háblame como yo no recuerdo. Háblame con miradas, háblame sin verme, háblame en la intimidad, háblame con el subconsciente. Háblame de maletas, háblame de aviones y aeropuertos. Háblame de como te quedaste, háblame de como me marche sin despedirme. Háblame de como era yo y, sobre todo, háblame de en que me he convertido. Háblame de monstruos, háblame de cuentos que acaban mal. Háblame de malos que triunfan.

Y, si eres capaz de hablarme de todo esto sin cambiar la expresión ni una sola vez y, ante todo, sin marcharte con los puesto y sin pagar, me lo creeré. Hasta entonces, seguiré hablando yo sola sobre todo lo que podría pasar si abrieras la boca y -sobre todo- si la abriera yo.

domingo, 13 de abril de 2014



A veces, me gusta esconderme. Debajo de los dobladillos de mis vaqueros arrugados después de una semana demasiado larga. Entre el cuello de tu camisa, en esos botones que he desabrochado uno a uno tantas veces, que ya no se me hacen eternos. En mis pies fríos las mañanas de domingo, cuando no queda café, ni tenemos ganas de hacer más.
Pero mi escondite preferido, sin duda, es cuando miento. No creo que nadie se esconda mejor que yo ahí; puede ser porque yo he inventado ese escondite. O puede que no. Puede que otros lo hayan utilizado antes; puede que lo hayas utilizado, y por eso he sabido llegar hasta él. Antes de que acabaras de contar. Con los ojos cerrados. Pero ahí, en mi escondite preferido, me doy cuenta de que puedo abarcarlo todo. Puedo ser quien quiera, hacer lo que quiera, y pensar lo que quiera; porque sé que nadie, nunca, jamás, podrá encontrarme si no quiero.

Me gusta ir allí por las noches. Esas noches profundas y silenciosas, en las que me tengo que esforzar para volver a escuchar tus susurros de papel contra mi nuca erizada. Esas noches en las que las botellas parecen alcanzar el fondo demasiado pronto; malditos consumistas. Maldita crisis, que hace que todo sea más cara, y más escaso. Pero nunca hará que el tiempo sea tan escaso como fue el nuestro. O puede que sí. Puede que adelantara el reloj más de una vez, para que tuvieras que marcharte antes. Puede que me haya marchado yo y que, cada vez que vuelvo, me aleje un poco más. Porque nos lo merecemos. Porque, escondida, se vive mejor.
No pretendo que lo entiendas, porque no has estado aquí. No has recorrido calles oscuras en busca de sensación de aguadulce. No has tenido que figurarte, que esperar, que implorar que llegase el golpe, la bofetada letal, que dicen que duele menos con los ojos cerrados con fuerza. Y ahí estaba yo, esperando, con los puños en jarras. Y como no llegaba el golpe, lo inventé. Porque era necesario, porque nunca he conocido una historia que no acabase así. Te cogí, te envolví en seda de marzo, y te llevé a mi escondite. Te puse en una alacena, en la alta, para que pudieras ver todo; pero no te saqué el envoltorio, para que no lo pudieras ver todo. Dejé que fueras un observador pasivo de la trama, mientras el conjunto entero ensayaba sin cesar la función, ante tus ojos inexpertos y llenos de desconocimiento. Dejé que te empaparas, que te engatusaran, que creyeras que conocías el final de esa obra. Que por fin, los buenos iban a ganar.

Nadie que sea bueno se escondería tan bien como lo hago yo. Porque, si eres bueno como dicen, no tienes la necesidad de esconder, porque no tienes nada que ocultar. La gente que se esconde por placer, como esta servidora, es gente sin escrúpulos, o con demasiados. Gente sin confianza, o con exceso de ella. Somos un grupo variado, pero con un único fin, con un acto valiente que solo aquellos que lo practicamos somos capaces de entenderlo del todo: guardar el dolor para nosotros mismos. No por masoquismo ni por ninguna patología neuronal crónica, sino porque somos capaces de entender cuando hemos ido demasiado lejos, y no queremos ocasionar un mal mayor. Entonces, recogemos con calma nuestras cosas, buscamos una excusa que repetimos hasta que nos la creemos nosotros mismo, y nos marchamos. Por la puerta grande. Porque jamás reconoceremos un error.

Hoy, esta noche, estoy en mi escondite. Sola, para no variar. Mirando viejas fotos de las que nadie se acuerda, salvo aquellos que tienen demasiado que recordar, porque no tienen con que llenar el espacio vacío. He estado recordando, sin más, todo aquello que escondí para poder seguir viviendo en mi mentira.
Recuerdo la forma de tu sofá, y el ventilador que hacía demasiado ruido en tu salón. Recuerdo como te ponías la americana cuando tenías prisa, y como te la quitabas cuando la tenía yo. Recuerdo como empieza y como acaba tu espalda. Recuerdo todos y cada uno de los lunares de tu cuello, porque tienen forma de constelación. Recuerdo la combinación de buses que se alternaba entre sábado y sábado, pero que siempre me dejaban en tu portal. Recuerdo que el limón le queda bien a todo, pero sobre todo a mí. Recuerdo todas las noches que pasamos juntos, porque no dormí en ninguna de ellas; aunque tú si que lo hicieras. Recuerdo porque decidí empezar a esconderte. Recuerdo que no me arrepentí.
Y ahora, pobre de mí, recojo ese recuerdo, y lo cambio por uno nuevo. Porque los recuerdos son doblemente cuerdos, y pertenecen al pasado; mientras que, en esta precisa manecilla de reloj, tenemos que hablar de sensaciones.

Y yo, rey, tengo la sensación de que me arrepiento de todo. Pero tranquilo, que eso también lo esconderé.

sábado, 12 de abril de 2014



Se ha acabado, por fin, la ciclogénesis explosiva en la que se ha convertido mi entorno entero durante las últimas semanas. Y no sé si se ha acabado para bien, o para mal; solo sé que se ha acabado. 
Y, llegados a este punto, en el que solo queda desolación, las casas caídas, los barrizales que amenazan con devorarnos en cuanto les demos la espalda; solo queda hacer recuento de los daños. De los sacrificios que hacemos esperando que algún día sean recompensados, y que seguiremos esperando el resto de nuestras vidas, según dicen. Porque, en nuestro afán indiscutible, en nuestro intento de superarnos interiormente, ponemos demasiado en juego. He llegado a esa conclusión; estoy arriesgando demasiado, sin tener nada sobre seguro.
Demasiado tiempo, demasiado dinero, demasiadas noches encerrada en la biblioteca, demasiada paciencia, demasiado pelo, demasiado café, demasiados nervios; demasiadas relaciones. Porque, si algo tengo claro, es que lo único que he ganado desde que esto ha empezado ha sido una soledad total e inigualable, que te perfora sin pedir permiso cuando te das un pequeño respiro. Que te azota cuando se te cierran los ojos y piensas que no puede más, que te arropa cuando tienes demasiado calor. Te asfixia, te descompone, te hace esclava y sumisa de su pequeña dosis diaria. Hasta que eres inmune, o eso te crees; por lo que hace, en realidad, es adaptarse simbióticamente para poder sobrevivir de ti, no contigo. Alimentándose de pequeños gestos, de cosquillas de benzeno, de sonrisas descaradas entre sulfúricos, de fantasías que buscas fijar en la realidad, porque no tienes nada más a lo que agarrarte, para que no puedan llevarte por delante. 

Es irónico que, en la ciudad más grande de España, alguien pueda sentirse tan solo, y más cuando se pasa el día rodeado de gente. Gente con prisa, que se preocupa por como llevas preparado el examen, que se marchan en cuanto suena el timbre. Porque son gente laboral, nada más. Yo echo de menos a otro tipo de gente; al tipo de gente que espero poder volver a ser algún día. Gente que viene para quedarse, que te espera, que te ayuda a tomar aire, pero sobre todo, a suspirar. Gente que no espera recibir nada a cambio, que no notas su presencia, porque no pesa. Gente ligera, gente hecha de lluvia matinal que se alarga en el espacio tiempo más de la cuenta. Vivo en un polo opuesto al que he nacido, y estoy en una emisora distinta. No sé como adaptarme a esto, ni que hacer para no hacerlo. Porque tengo que cambiar, pero no quiero. No puedo, pero necesito. Y, manteniéndonos así, no conseguimos nada. 
Lo único, acostarnos una noche más con la soledad, temblando, esperando que esta noche nos de tregua, porque ha sido un día muy largo o porque, tan solo, necesitamos estar con alguien en silencio, durante unos minutos, para poner en orden el caos que se está empezando a introducir en tu interior sin que nadie lo busque, ni lo llame. 

viernes, 4 de abril de 2014


Somos propensos a imaginarnos futuros paralelos empapados en verbos de pretérito. Ilusiones nefastas y maravillosas, que parecen prometernos tanto en pocos instantes. Soñamos despiertos con un principio y un final que no deje indiferente a nadie, que cure todo lo que dejamos abierto ante de marchar con prisa, sin espacio y sin descanso. Buscamos un "por qué" que responda al peligroso "con quién". Y, sin motivo alguno, creemos encontrarlo en las nubes de algodón, en los pasillos estrechos, en los olores familiares que te evocan a un pasado cercano, o a ti te lo parece. 
Hablo de instantes entre campanas de que llevan todo aquello que puede contaminar el momento y el instante; hablo de taburetes para esperar a que la temperatura fluya lo suficiente para que sobren las batas, los mecheros e incluso los cigarrillos a medio apagar. Hablo de frió cristalino pegado en tus mejillas, para que nunca se sientan desprotegidas. Hablo de creer sin sentir demasiado, o de hablar sin pensar en absoluto. Hablo de eso, hablo de ti. Y hablo de mi; porque, sinceramente, no somos tan distintos. Somos pequeños intrusos, que parecen caminar sobre seguro, pero que se destrozan por dentro. Nos las damos de arrogantes, pretenciosos, felices y dichosos; cuando estamos proclamando a los cuatro vientos que algo no va bien. No nos engañemos: nadie sonríe tanto como yo durante tanto tiempo si no hay química dura de por medio. Miento; estás tú.
Y quizás ha sido bueno conocernos. Quizás, porque dos rotos arreglan un descosido. No es el mejor motivo, pero no se me ocurre algún otro. Somos polos opuestos destinados a vivir -chocando- en el mismo espacio durante una infinidad. Y, quieras o no, el estallido es inminente. Los inicios, quizás como todas las buenas historias, no son los mejores. Sofás de caucho, amaneceres borrosos, piscinas de agua caliente en pleno invierno. Océanos condensados en pestañas, susurrando secretos que no merecen ser contados, o no queremos que salgan de ahí. Sensaciones que, quieras o no, no se alejan de aquellas que estás intentando sacudir del todo para poder desprenderte de ellas. 

La verdad, la historia de los clavos está muy vista. No digo que esté pasada de moda, y que me haya escudado en ella más veces de las que jamás reconoceré. Tan solo digo que si esto resulta ser más de lo que quiero imaginar cuando no es pecado ni vergüenza admitir que invitas. Que invitas a algo nuevo, a algo en lo que jamás he estado metida, y en lo que no sé si querré salir. Porque, querido polo opuesto, eres lo más diferente y lo más parecido que he podido encontrar. Y  no sé como tomármelo, como disimular, como poner freno y marcha corta en cualquier momento para tomar algo y tomar decisiones en frío. 
Y lo mejor quizás sea empaquetar todo aquello que nos hace dudar, e intentar no poner freno. Porque somos infinitos, somos puro estado de transición que necesitan atención. Somos demasiado inequívocos como para estar equivocados en esto. En que tenemos lo que merecemos. Y en este caso, es una montaña de silencios rotos por miradas que pueden levantar mareas, susurros que calman tempestades, y sonrisas que hablan en una lengua que creí olvidada.
Porque nunca está de más que te recuerdes que los mordiscos en tus propios lados también se los dan a si mismos otros. Y que lo de que "solo quedamos los buenos" es siempre válido, dependiendo de contexto. Y contigo, conozco las palabras necesarias para hacerte bailar al son de mi propia guitarra. Y ojo, yo no tengo buen oído ni pertenencias musicales magistrales. Pero si quieres, pagas tu este café, y yo invito al resto.