domingo, 27 de noviembre de 2016


El otro día conocí a un hombre en el bar que hace esquina en mi calle. Yo suelo ir allí a desayunar casi todas las mañanas, excepto aquellas en las que las sábanas se apoderan de mis tobillos, termino creyéndome el rey del mundo, y planteándome el dejar de trabajar y entregarme en cuerpo y alma a mi verdadera vocación: dormir. Después de desengaño, básicamente porque no tengo el valor suficiente como para mandar a mi jefe donde verdaderamente pertenece a la mierda, vaya, y me toca correr para llegar al metro, para fichar a tiempo, para alinearme un día más sin ser del todo consciente de ello. Pero los días en los que el frío se cala en mis costillas de buena mañana, ya sea porque he perdido las mantas a lo largo de la noche, o porque he reflexionado largo y tendido sobre el trascurso de las horas antes de que sonara el despertador, bajo a desayunar al bar.

No es gran cosa, la verdad. Dependiendo del día de la semana que sea, te encuentras el suelo lleno de serrín y colillas mojadas, porque los jueves Ramón rebaja el precio de la cerveza para que los universitarios vayan allí a consumir, ya sea el licor, su juventud o lo que sea que se les pone por delante. Otros días, está reventar y me tengo que beber el café arrimado a una esquina de la barra, mirando al bueno de Ramón con cara de circunstancia mientras él corretea de un lado a otro del minúsculo espacio donde tanto almacena magdalenas donde dormitan las moscas, como botellas de diseño con nombre imposible de pronunciar. Pero, gracias al cielo, eso solo sucede a finales de mes, porque dos portales más allá está la oficina del paro, y claro, es mejor ir a que te den por culo con el estómago caliente, que por lo menos es lo que te llevas. Curioso tipo, el Ramón, todo hay que decirlo: llevo años yendo casi rigurosamente, y no hemos intercambiado nada más allá que unos buenos días cargados de indiferencia y legañas. Pero se entera de todo, el cabrón: las buenas rachas de la gente, las malas, los aciertos, y la cantidad de dinero que se mete en la máquina tragaperras de al lado del baño (que siempre está impecable, todo hay que decirlo).
Pues el otro día, mientras comenzaba a mojar los churros del día anterior en mi café, entro un tipo en el bar que nunca había visto; se ve que era la primera vez que venía, porque Ramón arqueó la ceja derecha, signo oficial de que esa cara no le es conocida. Si arquea la izquierda es que al próximo comentario fuera de tono, te pone en patitas en la calle, después de hacerte pagar hasta propina por lo que sea que hayas consumido. El caso, que me pierdo; el tipo se sentó dos taburetes más allá del que estaba sentado yo, y pidió un cortado. Sin nada más, y eso que Ramón le ofreció las dichosas magdalenas y todo; que ya que era nuevo, a ver si picaba y pagaba por una indigestión de caballo y una visita con todo incluido al baño de la derecha, que para algo está siempre impoluto. Pues nada, que el tío no accedía; lo que sí que quería el cabrón era hablar. Se ve que ya estaba atormentado de buena mañana, en vez de esperar a media tarde como el resto de los mortales, cuando ya puedes despotricrar del jefe, del presidente o de la parienta sin el prejuicio de llevar ya cuatro cañas entre pecho y espalda. 

Y el buen hombre comenzó a hablar. Se ve que se llamaba Alfredo, y era un contable que contaba mucho sin decir nada. Un insulso, triste, gris y pálido, que decidió descansar los huesos en el bar de Ramón sin venir a cuento de nada; vamos, como todos los clientes habituales. Pero, yo que soy fanático del ser sin ser y de las luces perdidas en ojos ajenos, percibí algo; no me preguntes el qué, pero había un no-se-que en la manera en la que hablaba, que removía su café, o que intentaba que Ramón aportara algo a su monólogo insulso, que llamaba la atención. Se ve que solo me la llamaba a mí, porque Ramón no le hacía ni puto caso más allá que algún que otro "humm" intercalado por escasos "ajás". Pero el tipo este, el tal Alfredo, entendió ipso facto el levantamiento de ceja izquierda que hizo Ramón a los diez minutos de haberle servido el café, porque pagó sin dejar propina, todo hay que decirlo, se puso su anorak medio roído, y salió al frío. Yo hice lo propio, que para variar llegaba tarde otra vez, por lo que me iba a tocar bronca del cabrón otra vez, por lo que iba a acabar como una cuba a las nueve de la noche arreglando el país con algún malnacido del trabajo. En fin, que me fui a la boca del metro, ignorando a la gitanilla que pide dinero en las escaleras; dar nunca le doy nada, pero a veces me pregunto si la foto que tiembla entre sus manos los días de helada será real, y si esa será su familia. Porque, de serlo, está jodida de cojones, por mucho que me queje yo de mi vida. Tantas bocas y tan poco pan; yo por lo menos, aunque esté solo, tengo con que llenarme el estómago, aunque en fin de mes canta otro gallo. 

Eso, que Alfredo se metió en la misma estación que yo. Antes, al salir del bar, me fije que se iba colocando unos auriculares de estos blancos que tiene todo el mundo en las orejas, y a la que iba hacia la boca del metro iba trasteando en un viejo MP3. Modernízate de una puta vez, cojones, que entre los náuticos esos de abuelo que me llevas y el nombre de tonto de pueblo, normal que estés tan solo. Bueno, igual me he pasado; es que quien me escuche, se va a pensar que mi única afición en esta vida es criticar a la peña sin conocerla, y no. Que también me gusta el fútbol, ¡ala Madrid! Pues eso, que el tipo iba con la música puesta; y sé que era música porque bajó los escalones del metro a saltitos cortos y uno largo. En plan, tres cortos, uno largo, tres cortos, uno largo; supongo que iría al compás de la música, o igual que era un poco paticorto y así salvaba la distancia. Pero creo que era lo primero; y era gracioso verlo saltar como un criajo, siendo un hombre tan alto y desgarbado. Ahí ya supuse que eso era lo que me había llamado la atención de él en el bar; que era un tanto peculiar, por no decir rarito. 
Después, resultó que íbamos en la misma dirección, en la misma línea de metro. Manda cojones las putas casualidades: mismo bar, y mismo recorrido. A la que esperábamos, yo me senté en el mismo banquillo que él, pero en la otra punta; que somos hombres, y eso de arrejuntarse sin conocerse es un poco... ¿cómo decirlo? Bueno, da igual, tú me entiendes; que es como cuando vas a mear en el bar y estás tu solo en el baño, y entra un gilipollas y se pone al lado tuya. Como queriendo demostrar que la tiene más grande que tú o algo; y lo que me río cuando tengo la polla más grande. Que se joda el cabrón.
 
¿Por dónde iba? Ah, que me senté en el mismo sitio que Alfredo, pero lejos. El caso, sabes qué en las vías del metro hay ratas, ¿no? Ratoncillos graciosos de estos, la mayoría de las veces; la verdad es que es raro ver una rata, pero digo yo que alguien tendrá que parir a los putos ratoncillos, ¿no? Pues apareció uno al final de la vía del tren. Un ratoncillo pequeño, que a saber qué hacía; igual buscar comida entre los cables o que se yo; igual tenía una familia que alimentar, y el patriarca del clan lo mandaba al metro a buscar algo que llevarse a la boca, o qué sé yo. La cosa es que el ratón iba saltando de cable en cable, y que el Alfredo miraba para el ratón, igual que yo. Y, en esto, el tío comenzó a partirse el culo; pero no a reírse para sus adentros, no. El carbón estaba a carcajada limpia, y todos los que estábamos esperando al tren nos quedamos mirando hacia él. Y no se daba cuenta, el tipo; igual porque tenía la música a todo trapo y no se enteraba de que se estaba partiendo el ojal el solo y a grito pelado. 
Al principio no entendía el por qué, pero lo acabé pillando. Ya te dije que me doy cuenta de cosas que nadie más se percata; siempre he sido un lince, ya lo decía mi padre en-paz-descanse. El caso es que el puto ratoncillo iba saltando a tres saltitos pequeños y uno grande. Sí, tío, igual que hacía antes el tarado este bajando las escaleras. Y lo cojonudo es que yo también me empecé a reír, y el tipo se me quedó mirando. Y cuanto más me reía yo, más se reía él, y así. El resto de los que estaban esperando en el andén tuvieron que flipar, pero bueno. Al final llegó el tren, y Alfredo y yo subimos en vagones diferentes, y ahí se acabó la coña esta tan rara.

Pues ayer entré en el bar y allí estaba Alfredo. El tío se percató de que acababa de entrar en el bar, porque le pagó a Ramón y se fue; y me guiñó un ojo. Si, como te cuento, un ojo. Al principio que igual era maricón o alguna de estas mierdas, pero luego me enteré bien del asunto. Pedí un café con leche, como todos los días, y Ramón me lo sirvió con una sonrisilla. Y te juro que nunca había visto a Ramón sonreír, yo estaba flipando. Pero más me quedé flipando cuando me dijo que Alfredo había pagado mi café, y que había dejado un sobre para mí. ¿Sabes qué era? Un puto CD pirata, sin título ni nada. Yo no me enteraba de la misa la media. El caso, cuando llegué al trabajo, me picó la curiosidad, y puse el CD en el ordenador y conecté los casos. Solo había una canción, y yo estaba, pues, alucinando, tío. Era todo muy raro. La primera vez seguía sin entender nada, pero a la cuarta vez me descubrí a mí mismo moviendo los pies. Tres toquecitos con el derecho y uno con el izquierdo. Te lo puto juro, tío, tengo el CD en casa, cuando quieras vienes y lo escuchas. Eh, eh, relaja, que no quiero llevarte a casa, imbécil; ya te lo traeré y lo escuchas tú mismo, y te dejas de gilipolleces.
Era la puta canción que iba escuchando aquel día en el metro. Y desde entonces no me la he podido sacar de la cabeza, y mira que ha pasado tiempo. Pero no puedo, te lo juro. 

Y el tío no ha vuelto a aparecer. Ni en el bar, ni en el metro, ni en ningún lado. Pero ahora cada vez que entro en el bar, Ramón se sonríe. Cada vez que bajo las escaleras del metro, me sonrío. Y cada vez que veo un puto ratoncillo saltando los cables del metro, me sonrío.
Y con las coñas, me paso las mañanas antes de llegar al trabajo sonriendo como un puto imbécil, con la canción de los huevos en el móvil y escuchándola a todos los sitios a los que voy. Cualquier día me giro y veo a algún imbécil riéndose de mí. Como tú ayer, capullo, que por eso te estoy soltando esta chapa.

La cosa, que el Alfredo este era un tipo curioso.
¿Te vas ya? Vale, mañana me paso por tu mesa y te dejo el CD. Que va, tío, no te rayes, no hace falta que me lo devuelvas, ¿no ves qué yo ya tengo la cancioncilla de los cojones en el móvil? No te preocupes. 

Venga, hasta mañana, cabrón.

miércoles, 23 de noviembre de 2016


Escribir por escribir es como vacíarse por no llenarse del todo, o como volver la vista atrás sin ningún propósito a mayores que el descubir el camino avanzado a puntillas silenciosas. Que al final va a ser cierto lo que me dice mi madre cuando conversamos profundamente sobre el estado de las vértebras entre cervezas frías, que para algo la edad te enseña a antiparse. Y lo que dice es que la segunda década de la vida de una persona es en la que más cambios rápidos hay, y que tienes dos opciones, como en casi todo: adaptarte y disfrutarlos, o intentar frenarlos y perecer en el intento. Que hay que abrazar lo que viene, perdonar lo que queda atrás, y respirar a doble pulmón lo que se queda un día más.

Y pensar en Noviembre sin doler las entrañas, es como pedirle a las nubes que no rompan a centellear los días de tormenta. Vaya, de personas ilusas, insconscientes e imprudentes; que más vale, de nuevo, anticiparse al golpe. Y Noviembre duele hasta el punto que se empañan las raíces, y se pierde el contacto día tras día con lo que remueve las aguas; que en este mes es normal tocar fondo, revolcarse en él, y hasta conseguir que ese espacio de deshechos pueda ser considerado, incluso, un hogar. Pero este Noviembre, aunque no todo esté yendo a favor, es diferente. 
Y vuelves la vista atrás, y miras al espejo de hace un año; y es imposible no llevarse las manos a la cabeza y sonreír entre los dedos. Porque mira que las prioridades estaban patas arriba, y vivíamos tan tranquilamente sin saberlo. Que comenzaban a asomarse tras la cortina los primeros aleteos de que algo iba absolutamente mal, y no sé si no nos queríamos dar cuenta, o simplemente los ignorandos esperando que fuera algo temporal. Pero, otra reflexión de perro viejo, ignorar no lleva a ningún sito más allá de aumentar el problema, sea cual sea. Y luego sucedió lo que sucedió; y aunque doliera darse cuenta de la situación en las que nos habíamos metido por nuestras propias piernas, ahora no ha hecho darle una vuelta de tuerca más a todo lo que nos recorre las cosquillas día tras día. Pero manda cojones hasta que punto estabamos invidentes y nos considerábamos invisibles en aquel Noviembre en el que, por salir mal, no nos salía ni sumar dos y dos. Y nos dejamos pisar, y nos dejamos llevar por sensaciones; pero no en el buen sentido, porque si aún hubieran sido buenas sensaciones, hubiera merecido la pena acabar como acabamos. 

Pero este año, por el motivo que sea, nos estamos manteniendo a flote muy dignamente entre tanta oscuridad, malas caras, e historias sin resolver. Puede ser por el cambio de actitud al presentarse problemas, por encontrar fuerzas renovadas en los pequeños detalles, o porque haber continuado con aquel buen consejo que me dieron un día; aquello de "poco a poco, y día a día". Que no podemos pedir la luna, ni esperar el todo, de un día para otro; sin que haya esfuerzo y sudor de por medio, simplemente porque es algo que nos nace del pecho y nos recorre hasta la última de las entrañas. Nadie nos va a regalar nada, y hay que pelear con dientes y saliva por cada oportunidad; y, aunque empiezo a estar harta de la competividad y en lo que me vuelve los días que parezco estar de suerte, he de decir que se me da mejor de lo que esperaba. Que no será algo que me hace feliz, pero se me da bien oler el miedo; y puede ser por haberlo inhalado de mi piel, sin descanso, durante tantos años. Y ahora, que no tenemos miedo, que poco a poco se van amueblando las ideas y que todo comienza a ser el tímido borrador que esperamos completar algún día, no debemos permitirnos un Noviembre de libro. Que no será el mejor momento del año, te lo puedo asegurar de antemano y todos los años de mi vida; pero no tiene porque ser el peor, porque no podemos dejar que haya momentos malos. O no tan malos como los hubo. Que ya conocemos el proceso que conlleva llegar de arriba a abajo y viceversa, y no puedo permitirme otro estallido en el pecho de esa magnitud. Por lo menos, hasta dentro de un tiempo. 

Que se está acabando el mes, y no sé si aún estamos a tiempo de que llegue la hostia. Que el año pasado tampoco la esperabamos, aunque cualquier que observara desde fuera si que la viera venir, y acabo llegando, devastando y arrasando. Y que de todo se aprende, y cada punto y seguido no es más que un precipicio por el que en su día nos asomamos, antes de coger aire y tomar la decisión. 
Que lo mejor, sin duda, está por venir.
Pero día a día, y pasito a pasito.

miércoles, 2 de noviembre de 2016


"Cuántas veces sus cuerpos tibios se habían encontrado cuando el día apenas clareaba tras la ventana y se habían explorado mutuamente con el deleite de quienes aún se están conociendo."

Viva la gente que lo hace fácil, aunque no sea el mejor de los momentos; que, aunque las rachas de buena suerte brillen por su ausencia, se encargan de crear pequeñas cosas a partir de nada más que arena seca. Y viva la hostia que creo que me voy a acabar metiendo, que si algo he ido aprendiendo a pasitos ligeros y a intrusiones a corta distancia, es que no todo es tan bonito como parece, y llegará el momento en el que la burbuja estalle. Y haya que barrer debajo del sofá, acumulando otra capa de desechos sobre la última, como medida de contención para lo que sea que tenga que pasar.

Pero, de momento, hagamos que la sensación dure, que no nos quedemos cortos de ilusiones, y que sea tan cómodo que ni suponga un esfuerzo mental terminar de creérselo. A veces, las cosas simplemente suceden; y, cuando eso ocurre, seríamos idiotas poniéndoles freno, trabas u obstáculos, por el simple hecho de que estamos acariciando cicatrices recién cerradas. ¿Qué puede ser que todo esté pasando demasiado rápido? Déjame que te lo asegure. ¿Qué da miedo? No más que lo a lo que me he enfrentado por enterrarme bajo una arrogancia y una prepotencia que acabé haciendo mías, sin serlo. Que, ya puestos a adoptar costumbres y maneras, tengo que empezar a tomar las buenas; las que se pegan sin remedio a la carne, pero te dan una vuelta de tuerca más sin pretenderlo. 
Así que, ¿cuál va a ser el plan de acción? De primeras te diría que no pensar, que ir a por todo, que ya si eso tendré alcohol en casa cuando acabe con las rodillas desolladas y la mandíbula rota contra el frío asfalto. Pero, hasta entonces, que venga lo que venga, yo quiero seguir quedándome donde estoy. Quiero seguir paseándome en bragas por tu salón y girarme para ver como bizqueas al son de mis caderas. Quiero que me sigas despertando a mordiscos dulces en los que no veo nada más allá que tu coronilla, y quiero seguir suspirando fuerte en tu espalda. Quiero continuar provocando cataclismos, y que sigas despertando aspectos de mí que había escondido durante tanto tiempo. Porque se ha extendido esta "cultura" (teniendo en cuenta que ya definimos cualquier cosa como cultura en este país) de guardarse las espaldas, de no cerrar todas las posibilidades por si al descubrirnos nos dan la patada, del engaño con previsión de desengaño; y parece que he encontrado a alguien que, de ir por delante, se lleva la verdad. Y es insuperablemente cómodo, reconfortante y aterrador.

¿Cómo no voy a tener miedo, si has atravesado en tan poco tiempo barreras y fronteras que otros tardaron años en conquistar? ¿Cómo no voy a tener miedo, si me has desnudado sin quitarme la ropa de una manera tan natural que ni yo misma creía posible? ¿Cómo no voy a tener miedo? Porque, en el fondo, no nos conocemos de nada; aunque a cada poquito que conozco, me engancho más y más a esta tónica de arrancarnos las capas a poquitos. Como quien moja los labios en vino antes de dar otro sorbito, y otro, y otro. Que ojalá tarden mucho en acabársenos los sorbitos; pero, al ritmo que vamos, llegará un momento que se terminen. De prometerme cosas imposibles, prométeme que los sorbitos no se van a acabar nunca. 
Que ojalá que no sean promesas en vano, porque para nada son inalcanzables; pero que, de normal, cuestan alcanzar por el simple hecho de que nos hemos decidido a jugar a un juego impuesto, en el que más da es el que más pierde. Que, si alguien da demasiado, se está exponiendo sin que nadie se lo pida, por lo que es más débil; y nos creemos que esto es de las cosas que las gana el más fuerte. Pues no, mis chicos, esto no lo ganan ni los más inteligentes; aquí, o gana todo el mundo, o perdemos todos. Y, de perder, la derrota no es tan dolorosa si los momentos vividos han merecido la pena; por lo menos, a largo plazo podremos rememorarlo como algo que ha merecido la pena hasta la última tirita. 

Así que parece ser que, sin proponérmelo, he entrado para quedarme; y ha sido algo tan natural, que realmente asusta. Pero puede que lo haga porque no estoy acostumbrada a sentirme así tan fácilmente, o porque se ha creado un ambiente seguro sin esfuerzo ninguno. No sé qué será, y pueden ser muchas cosas; pero vamos a exprimir esta utopía hasta que se me acabe gastando de tanto usarla. 
O hasta que me dejes continuar aquí.
O hasta que te deje yo.
Porque hay precipicios de los que todavía no nos hemos asomado, y puede que no quede mucho para tener que sacarlos a relucir. Porque hay demonios que parecen calmados, y costumbres demasiado asumidas como para que no acaben queriendo conquistar tobillos ajenos. Porque, si hay panoramas de mi ser que encuentro desoladores, supongo que desde la otra orilla también me esperan unos cuantos por descubrir. Y lo peor, es que parece que estoy totalmente dispuesta. ¿Lo peor? ¿O lo mejor?

"Pero su mano aleteó en el aire sin encontrar nada."

domingo, 30 de octubre de 2016


When you get what you want, but not what you need.

Tenemos que empezar a buscarnos un poco más en nosotros mismo, y dejar de pedir la felicidad a la sonrisa ajena; y aprender a diferenciar que es lo que nos hace vibrar por dentro, y lo que nos gustaría que nos hiciera vibrar. No existen verdades absolutas, ni dogmas incuestionables a los que aferrarse las noches oscuras, más allá de los que construimos a base de escuchar, aprender y aprehender; sobre todo, a base de escuchar, que no estaría de más hacerlo un poquito todos los días. Por lo tanto, cuando digo que lo del querer es algo ciego e irracional, es porque puede que lo haya vivido en mis propias carnes. Y no siempre tenemos razón con respecto a lo que creemos que podemos encontrar cuando nos abrazamos al querer, siempre y cuando no nos dejemos de querer primero.

Así que podría estar convencida que era lo que quería, en quién buscar lo que necesitaba (importante diferenciar aquí el concepto de necesidad y de dependencia, que sino no estamos hablando de lo mismo), y que era lo que me podía esperar. Pero, como en casi todas las cosas que merecen la pena, esto es asunto de dos y es cuestión de compartir; y no estoy para saltar precipicios a ciegas, ni para ponerme una capa voladora para rescatar a quien no esté dispuesto a tirar también de mí. Por mucho que le quiera. Por mucho que crea querer, porque a veces las situaciones se confunden y acabamos encontrando sentimientos donde no hay más que conveniencia, o tiempo, o pasatiempo. 

Y puede que, por alguna casualidad inútil del destino, o porque el karma ha decidido que te debe demasiadas como para no saldar a poquitos la deuda, aparezca en tu puerta lo que necesitas. Y que esté bien, y que no tengas porque sentirte culpable por abandonar lo que quieres, por lo que necesitas. Que puede que sea quererte más necesitar que querer, porque siempre te vas a necesitar, incluso los días que no te quieras. Así que cubrir necesidades a sonrisas y a arrumacos tibios puede no estar tan mal, aunque las sensaciones sean diferentes; pero, ¿cómo no van a serlo? Dos pieles no reconocen igual, de la misma manera que la presión de diferentes manos sobre mi espalda provoca cataclismos diferentes; pero la base de la diferencia, como casi siempre, está en las expectativas. Que el querer hace que se generen idealismos que, de primeras, la necesidad no puede cubrir; aunque puede ser porque no estamos tan predispuestos a darle una primera oportunidad a alguien cuando podemos darle una segunda a otro. Que dicen que es mejor malo conocido que bueno por conocer. 
Pero al final, nos acabamos cansando del malo, por mucho que queramos; que nos acaba sacando lo que escondemos noche tras noche entre sollozos, y nos absorbe lo mejor que tenemos hasta el punto que no somos capaces de reconocer nuestra propia esencia. Y sin esencia vagamos vacíos, como quien pierde su duende a cambio de sabe quién qué. Y el bueno es una posibilidad demasiado tentadora con alguna que otra posibilidad de acabar dejándonos, simplemente, ser. Y eso es muy importante.

Así que, por una vez, vamos a escuchar a nuestro propio cuerpo, que por algún motivo ha sido capaz de sobrevivir aguantándonos todos estos años; vamos a dejar que nos enseñe algo, y a concederle la necesidad de ser, sin restricciones del querer. Que, de momento, la sensación es satisfactoria; que no hemos salido huyendo por patas, que nos hemos acomodado y nos hemos dejado hacer. Y hacía demasiado que no lo hacíamos, y era necesario. Puede ser que el querer ya no sea tan fundamental que, aunque esté bien arriesgar e intentar, nos necesitamos para seguir en pie día tras día. Y no es que me esté conformando con una segunda opción, ni mucho menos; que puede que haya dado con la mejor de las casualidades, y parece que estoy aquí relamiéndome un día más las heridas. Para nada. Simplemente, estoy dando una oportunidad dejando marchar otra a la que llevo aferrándome yo sola demasiado tiempo. Y no es que le esté dando una oportunidad, es que simplemente me estoy dejando llevar sin saber muy bien a donde; y el vértigo es una de las mejores sensaciones del mundo, creedme. Y ya no hablemos de la adrenalina, ni de lo vacío que se siente ahora el hueco de mi clavícula sin suspiros cargados de intenciones en él. Eso me lo guardo para otro día, cuando la necesidad se vuelva a imponer.

En definitiva, que vamos a necesitarnos durante un rato. Luego ya nos querremos, sin dejar de necesitarnos, y nunca dependiendo. Los principios siguen grabados a carne viva, no os preocupéis. Simplemente, vamos a dejarnos hacer hasta que sepamos que es lo qué estamos haciendo, y ya veremos. Casualidades de la vida, creo que le llaman.

domingo, 9 de octubre de 2016



Rectificar es de sabios.

Por mucho que me las dé de que siempre tengo la verdad absoluta, y que a cada estación perfilo los detalles un poquito más, octubre nunca va a dejar de sorprenderme. Hay lecciones morales que solo se esconden detrás de los ojos de quien las busca, y conversaciones entre veranos e inviernos que te derriten las penas, y te sacan las agallas de donde pensabas que no quedaba más que ceniza seca.
Así que, por mucho que diga que no hace falta un cierre para las historias que nos revolvieron las entrañas y nos quitaron los años, he aprendido que es mejor encontrar el momento, el lugar y la persona para dar las últimas pinceladas. Y que realmente sean las últimas.
Está bien, y estoy bien. Estoy mejor de lo que pensé que estaría, y mejor de que lo que llevo estando todo este tiempo; porque las cosas están para hablarlas, y los buenos momentos están para rememorarlos.

Gracias. Gracias por esta última noche, esta última copa y esta última cerveza. Gracias por dejarme abrirme, gracias por abrazarme mientras me consumían mis propias palabras. Gracias por ser igual de cercano que siempre una vez más. Gracias por esta última oportunidad, y por este último lametón de heridas. Porque, aunque siga doliendo a poquitos, aunque se me pongan los pelos como escarpias y los ojos llorosos por pensarte, es lo mejor que me podías haber dado. Que realmente era necesario este doble punto de sutura, y un año después por fin puedo decir que el capítulo está cerrado del todo. Que siempre nos va a quedar la esperanza, la duda de lo que hubiera pasado; pero por lo menos ahora nos quedará con un sabor dulce en los labios. Y de todo lo que me has dado en este tiempo, que no es poco, los momentos de ayer sin duda serán los mejores, lo que me llevaré a la cama más veces, y los que me harán sonreír a cortitos los días que no pueda más. 
Porque, por muy diferentes que seamos, por muy imposible que sea el equilibrio en el que no nos atrevemos a caminar, eres alguien que merece la pena. Y que deja huella.

Y lloraré, y seguiré llorando. Aunque nunca fuéramos nada más que muy nuestros, solo por el hecho de que me hacías sentir bien, y que lo sigues haciendo. A la distancia. Entre copas y cañas y música de mierda en baretos pequeños. Que, como decía ayer aquel gitano primo tuyo, la gente se da cuenta de cosas, y yo ayer me di cuenta de ti. De que hay cariño y sentimientos más allá de lo que nos podemos permitir, y que eso es algo tan bonito que no debería ni hacer falta explicárselo a nadie. Así que seguiré llorando, y será la primera vez que no me importe, ni te odie a gritos, ni desee no haberte conocido nunca; porque eres de las mejores cosas que me han pasado en mi vida. Y puede sonar cursi, desesperado, cuento de patriarcado que he mamado desde pequeña; pero no puedo ni expresar con palabras lo que es. Que me sigues ilusionando, aunque ya hayamos decidido que es imposible, por el simple hecho de estar. Así que seguiré llorando, y déjame llorar. Porque lloraré por haber sido feliz, y por lo feliz que podría haber sido, pero no será con pena. Ya no. 
Y es bonito llorar de felicidad, llorar porque te pasan cosas buenas, porque te rodeas de gente maravillosa, y porque esa gente sigue queriendo quedarse a tu lado a pesar de la distancia. A pesar de que las cosas no son como deberían ser, o como nos gustaría. Llorar es la manera más pura y sencilla que tengo de expresarme, y no tiene por qué ser por algo malo. Y octubre, en los último años, me hace llorar demasiado.

Ya lo he dicho muchas veces: hay muchas maneras de querer, y muy pocas de explicarlo. 

Y lo bueno que me llevo de esto, entre otras muchas cosas, es una calma que hacía tiempo que no sentía; una convicción de que las cosas están bien, y que puedo seguir adelante con la cabeza alta y los pies en paz. Que está todo bien, y que me merezco lo bueno que venga. Porque momentos así son una subida de ego tal, que deberían ser obligatorios al menos una vez al mes, solo para concienciarnos de que lo estamos haciendo bien.
Y no sé qué pasará entre nosotros; lo más probable es que nada, pero me basta con saber que, de una manera u otra, ya formas parte de mí. Que lo quería negar, quería olvidarlo, y quería hacerte desaparecer de mi vida; pero no lo voy a hacer. No te lo mereces, y no me lo merezco. Y por mucho que diga que siempre me acabo juntando con capullos, lo que realmente pasa es que acabo con gente que, en el fondo, me va a acabar enseñando una lección (o un par de ellas) que no sería capaz de aprender por mi cuenta y riesgo.

En este caso, es que la vida da muchas vueltas, que hay que quererse mucho, y si quieres a alguien lo mejor que puedes hacer por esa persona es intentar que su vida sea lo más feliz posible. Aunque eso implique no hacer lo que te piden las piernas, y lo que se nota a leguas que debería pasar. Y es lo que tiene querer. Que por mucho que digas que siempre te vas a poner a ti por delante, acabas poniendo al resto antes que a tu propia felicidad; y, entendiéndolo bien, esto no es malo. No estoy hablando de joderte la existencia, sino de dejar marchar a alguien, o dejar que se quede dónde está, porque es ahí donde ha de estar en ese momento. Aunque duela, aunque parezca una cabezonería más, es lo más bonito que se puede hacer por alguien. Así que, de nuevo, gracias.
Y quien sabe lo que acabará pasando. Solo quiero que no te vayas nunca demasiado lejos, ahora que nos hemos esforzado en mantenernos cerca.

Y ojalá, ojalá sigamos tropezando, bebiendo y riendo, tras copas y cañas, tras políticas contrarias, tras maneras de ver y entender totalmente opuestas. Ojalá me sigas mirando con ojos borrosos, queriendo decir más de lo que estamos diciendo, y entendiendo más allá de lo que expresamos; ojalá te siga devolviendo las miradas al otro lado de la barra, y nos sigamos abrazando sin querer llegar a nada más que eso, porque sabemos que no podemos. Y que nos compensa más refrenarnos, que volver al bucle sin fin. 
Ojalá me dejes seguir marchando sin pedirme que me quede, y ojalá nunca te pida que lo hagas. Ojalá llegue el día en el que ninguno tenga que hacerlo, y todo esté bien sin más problema a mayores. Ojalá me sigas haciendo sentir tan viva, y ojalá sea consciente de que, en realidad, las cosas no me van tan mal.

Gracias.

lunes, 3 de octubre de 2016


La raíz del problema de todo esto es que no soy capaz de sacarme de la cabeza la idea de leer a Bukwoski contigo.
 
Te odio. Pero, curiosamente, son las partes de ti que odio las que hacen que me aferre a cada palabra como clavo ardiendo. Me sacas de quicio. Pero estoy deseando en silencio que me hagas arquear las cejas durante el tiempo que me deje estar a tu lado. Me pones del hígado. Pero, justamente cuando lo haces, es cuando realmente me pones. Que la locura física no es tan difícil desatarla, y que lo complicado es hacer que haya interés más allá de las sábanas desordenadas. 
 
Por querer entender, no entiendo nada. Ni te entiendo a ti, que ya no es novedad; ni me entiendo a mí, que para algo soy experta en mandar a la mierda todo aquello que me intoxica. Bueno, no es del todo cierto, porque últimamente me estoy dando a los vicios que me hacen sentir cosquillas en la punta de los dedos por el mísero hecho de saber que está mal. Matarme para sentirme viva, vaya. Así que esto lo nuestro puede que solo sea un peldaño más de esta mía destrucción masiva de lo que me sustenta, con el fin de concienciarme de que soy feliz con lo que tengo, y ya está. Que no puedo abarcar más de lo que mantengo en malabares, y que con ello me basta. 
Honestamente, no creo que sea la mejor manera de darme cuenta de las cosas, pero es lo que me soluciona las noches. Y, antes eso, siendo capaz de encontrarlo en mi misma, me niego a tener que buscarlo fuera. Así que disculpen si sigo poniendo las sandalias sobre la mesa a principios de Octubre, aunque luego me pase los lunes resfriada; mientras doy caladas a escuras en la terraza de mi casa, y me sigo paseando en tirantes. Porque, si eso es lo que me hace sentir a gusto con todo lo que está girando el tiovivo últimamente, con la soledad que aparentemente me estoy encargando de buscarme, esto será lo que siga haciendo.

Así que si quererte en silencios (entiéndase querer como anhelar, no en el sentido romántico-dependiente-machirulo del vocablo) es la manera que tengo esta semana de sonreír a pleno pulmón, aunque sea a mí misma y sin intenciones de avanzar contigo a ningún lado, esto será lo que siga haciendo. Mientras me guste la sensación, o esta se quede rondando entre mis piernas; no sé, lo que se termine primero será lo que determine en que me acabaré metiendo para suplir el tiempo que me quede en blanco. 
Sé que no tiene demasiado sentido lo que estoy escribiendo hoy, porque estoy intercalando los cambios de mi vida con sensaciones buscadas en boca ajena; pero tampoco hay que intentar entenderlo, cuando es la manera más fidedigna que tengo de plasmar mi realidad. Simplemente, que creo que estoy haciendo bien las cosas; que me estoy encaminando, que me estoy centrando, o que estoy dejando de darme de hostias a mí misma inconscientemente. Eso es; lo que estoy haciendo ahora es darme de hostias, pero dándomelas porque quiero. No porque haya un sentimiento masoquista escondido entre mis intenciones, sino porque dejarme caer es la manera más sencilla y cómoda que he encontrado para desvelarme, día tras día, todo lo bueno que me estoy ganando a pulso. Y contradicciones a mí pero, ¿qué es lo que se espera de alguien que vive por y para las contradicciones? 

No busques comprenderme, solo déjame seguir odiándote y queriéndote un ratito más. Solo quédate y deja que me siga agitando un poco más. Solo presiona y espera, solo cuestiona sin preguntar. Solo asiente, sonríe, y contempla con giro pulseras entre los dedos. Solo sé, y déjame seguir siendo. Solo déjame hacerme daño esta vez, y luego remátame como quieras. Pero déjame matarme un poquito más al soportar todas estas gilipolleces, antes de actuar.
Que tengo claro que esto no nos va a llevar a ninguna parte, porque no creo que haya polos más opuesto, más negados, y más perfilados que nosotros. Así que continuémonos engañado unos días más, hasta que encuentre un nuevo vicio con el que entretenerme. 

Déjame destruirme, que me estoy construyendo.



domingo, 25 de septiembre de 2016


Luego dicen que somos nosotras las complicadas, las que no sabemos lo que queremos, las que le damos mil vueltas a las cosas y las que acabamos "dejando con las ganas" (con la recua de comentarios que vienen acompañados de esta afirmación que no me voy ni a molestar a analizar a estas horas).

Lo de las segundas oportunidades es algo que ni comprendo, ni comparto; pero que, en el fondo, puedes caer en planteártelo cuando crees que la ocasión perdida ha dejado un sabor de boca demasiado bueno como para no querer volver a probar suerte. No lo hagáis, niños; si algo ha salido mal, lo mejor es cerrar el capítulo y tirar la llave lo más lejos posible. Si puede ser, lanzarla a un río con un peso colgando, para evitar a toda costa la posibilidad de que el asunto vuelva a salir a flote. No nos engañemos, el resquemor que queda de algo que se perdió impide toda posibilidad de que salga algo bueno, por mucho que lo intentemos. Pero aun así, vamos a acabar cayendo, tarde o temprano. No lo hagáis, niños, por lo que más queráis. Lo de despertar a demonios dormidos hay que dejárselo a los expertos en la materia, si es que existen; porque esto puede considerarse un deporte de riesgo, y debería de venir con la etiqueta de "no lo hagan en sus casas".
Porque todo se vuelve turbio, y por ambas partes (o sólo por la mía, en este caso, o depende de las horas en las que formule la pregunta) hay demasiadas expectativas debidas a encerrar recuerdos para revivirlos a diestro y siniestro durante demasiado tiempo. Y esto puede ser algo que, por mucho que pensemos que va a mejorar lo que sea que se vuelva a revivir, acaba matando desde dentro; que poner muchas esperanzas en un precipicio sin saber qué es lo que opinan al otro lado es un riesgo que no se debería asumir así a la ligera.
 
No digo que nos cerremos en banda a la posibilidad remota de ser felices; digo que no hay que hacerlo con cualquiera que quiera volver a involucrarse en nuestra vida, sobre todo si ambos os habéis tomado la molestia de poner tierra y pólvora mojada entre medio. O incluso un muro de hormigón rodeado de minas enterradas, que es algo más de mi estilo; pero para gustos colores, y aquí cada uno se cubre las espaldas como buenamente puede. Que, si decides meterte en el río embravecido, tengas más de un hecho corroborado de que al final habrá mar abierto, o un bote salvavidas, o un resquicio al que aferrarte antes de darte la hostia contra las piedras puntiagudas del suelo. Un mínimo seguro de vida, por lo que pueda pasar. Y no entregarlo todo a la primera de cambio, porque los segundos desencuentros después de las segundas oportunidades son los peores. Si, niños, peores incluso que los primeros; porque confiar, caer, y hundirte por segunda vez ya es culpa tuya, no de la situación, del mal timming, o de un karma dudoso.
Pero en el fondo, para vivir hay que confiar; sino, seguiremos sobreviviendo hasta el fin de nuestros días, y eso es algo que no merece la pena, a fin de cuentas. Que la vida, sin un poco de decepción, vértigo y adrenalina, es como un polvo a medias; de estos que no deberían ni de llamarse así, y que al final de la situación no sabes si cuentan o no. Pero en el fondo, ¿para qué contarlos, si la cantidad no tiene nada que ver con la calidad, como en casi todo? Serán manías de perro viejo, o de quien se está dando cuenta de muchos detalles ciegos últimamente.

En el fondo, depende de por quién merece o deja de merecer la pena perder el culo, y es así. Quien es capaz de hacerte vibrar con poco, o quien aporta galaxias enteras a la conversación con solo unas palabras; y esto es lo que define el que existan las segundas oportunidades. Porque dar una nueva bocanada de aire puede ser mejor que buscarla en espaldas ajenas; que comparar es malo, pero muy necesario para saber qué es lo que nos conviene al final del día. Y si ya sabes que es lo que quieres, y ya lo has tenido, ¿por qué no intentarlo? Si sale mal ya conocemos las consecuencias, porque ya las hemos vivido en nuestras propias carnes; la sorpresa será si la cosa prospera, y no se cometen los errores del principio. Que esto debe de ser de las pocas cosas buenas que tiene el volver a las andadas; que el respeto, como mínimo, sigue estando presente, y si habéis vuelto a tropezar, aunque haya unas expectativas puede que demasiado altas, no te van a querer hacer daño. Si no, ¿para qué haber forzado una situación que se creía terminada y ahogada? Que nadie quiere revivir los malos momentos, aunque nos acostemos con los buenos e intentemos reconocerlos en pupilas desconocidas.
Otro punto a favor es la confianza ciega, o el reencontrarte con maneras tan suyas o tan de nadie, que ni siquiera te habías parado a añorar; o quizás todavía no habías tenido tiempo a hacerlo, porque había demasiado que acallar antes de comenzar a rememorar en condiciones. Quién sabe. Y sin duda van a seguir habiendo cosas que no entienda, gestos que aún no sea capaz de clasificar, y palabras en mi boca que te harán dudar incluso de porque sigo caminando a tu lado de cuando en cuando; porque aún hay el temor que nos hace andar a pasitos cortos, para no despertar aquello que mandamos a la mierda no hace tanto tiempo. 
 
Sin duda, no coincidiremos en todo, ni quiero hacerlo. Discutiremos, y te pienso rebatir hasta la última de tus pestañas, sacarte los defectos hasta hacerte rabiar, y llevarte noche tras noche a ese punto sin retorno en el que no sabes ni cómo te has metido. Tenlo por seguro. Pero también te acabaré dando la razón, siempre y cuando la tengas, dejaré salir todo lo bueno, y te dejaré dormir, si es que no acabas huyendo, en ese punto sin retorno del que no sabrás, ni querrás, salir.


jueves, 15 de septiembre de 2016


Puede que lo peor de estar esperando es no saber ni que es lo que estás esperando.

No sé en qué momento depender, volver al principio, replantearte los cimientos y dormir en ayunas se ha convertido en una incertidumbre insulsa, que deja mal cuerpo a la mañana siguiente, cuando las legañas son la confirmación de que algo tan vivido solo puede ser producto de tu propia cabeza. Diciéndote a gritos que es lo que necesitas, aunque tú no lo quieras ver. Aunque te convenzas, una vez más, que eso no es para tí. Porque ya has caminado por esos senderos, y las huellas están todavía frescas esperando a que seas capaz de volver a pisar sobre ellas. Que el camino ya está trazado, y lo único que puedes hacer esta vez es saltar de piedra en piedra, esperando no encontrarte con alguna que te vuelva a hacer resbalar.
No sé siquiera que es lo que pretendo sacar de todo esto, porque en realidad, al contrario de como suele decirse, todo es mejor en mi cabeza. Esas manías de idealizar situaciones, lugares y, lo peor de todo, personas; cuando sabes que en el fondo de tu ser eres una optimista reprimida en la mente fría de quien hace malabares con demasiadas cosas como para permitirse dudar en los momentos cruciales. Ya no estamos para estos juegos, y ni siquiera sé si esta vez estamos empezando a apostar, o si estamos acabando de levantar la partida que dejamos en el aire. Más bien, que alguien con la necesidad de ser sensato por el bien común decidió dar terminada, como quien se levanta de la mesa sin dar la posibilidad al otro de tirarse algún que otro farol.

No sé qué es lo que pasa, ni lo que puede que suceda, porque no soy capaz ni de tomar el rumbo, ni de dejarme llevar en alta mar. Porque, antes de meterte en la marejada, necesito conocer el parte metereológico. Las previsiones de mareas altas, de luna llena, de rocas a medio esconderse entre las nubes de sal al romper. O un simple faro que esté iluminado durante toda la noche, una brújula medio estropeada que suele indicar el norte los días pares, o algo así. Lo que sea, a lo que pueda aferrarme para no seguir convencida de que las señales que creo intuir, porque es lo único que puedo hacer, son algo más que suposiciones extrañas, conclusiones sacadas por quien siempre espera lo mejor del peor de los casos. Porque soy quien se pone freno a sí misma, solo por conservar algo de calma en el momento de cerrar los ojos antes de meterse en cama; ya no hablemos de la cama de quien, porque esto no es sobre camas ajenas.
No sé qué es lo que busco en revolver historias enterradas, o en anhelar principios que fueron para marcharse, o finales que solo puedo construir por mí misma en la intimidad. No sé en qué momento lo simple se ha vuelto tan complicado, y es mejor callar que decir algo que pueda que se cruce por la cabeza de otros a la misma velocidad que por la nuestra misma. Que entrar con el pecho descubierto debería ser algo normal, común, agradecido y apacible para todos, no suponer un miedo irracional a no ser recibido como tal, sino a acabar mordiendo polvo una vez más. Que el miedo a desaparecer del mapa es mayor que la necesidad de hacerse un hueco en él. Que se cierran puertas que ni siquiera están abiertas antes de poner las bisagras siquiera, y se ignoran boquetes en las paredes hechas por quien quiere entrar porque, simplemente, no es lo mismo que lo que esperas.

Que esperar es la manera que tenemos de entregarnos totalmente a alguien, sin arriesgarnos el pellejo. Porque es lo que hemos aprendido, aunque no tengo ni idea de quien enseña esa lección, ni en qué momento todos la hemos asumido como dogma universal. Porque ya nadie pone las cartas sobre la mesa, a voz calmada y ojos verdaderos, para dejar claro desde que punto se parte, y a donde se quiere llegar. Que, si lo haces, o si simplemente te planteas en hacerlo, todo se vuelve peor.
¿Y lo peor? Que ni siquiera es una posibilidad real, que esto lo ideas contigo mismo, porque no eres quien de bajar las pestañas, las barreras y el orgullo por dar una posibilidad a lo que puede que sea que necesitas en este momento. Que podemos seguir teniendo lo que queremos, pero no lo que necesitamos, todo el tiempo que queramos, pero ¿nos vamos a conformar con ello? Conformarse implica quedarse quieto, y quedarse quieto es morir a pocos, como quien prende el cigarro y deja que se consuma en el cenicero. Por el simple hecho de que puedo hacerlo, pero ¿y si le damos una calada? ¿Y si sacamos todo su potencial, aunque luego nos salga el tiro por la culata? ¿Qué es lo peor que nos podría pasar?

Si algo he aprendido con el paso de los años, es que aquellas cosas que nos daban apuro, que nos hacían dudar sobre llevarlas a cabo o no, aunque fuera lo que nos pedía el cuerpo, las entrañas y hasta los pies, no son para tanto. Qué en el fondo, todo esto de vivir no tenemos que tomárnoslo tan en serio, porque en menos de lo que pensamos se va a acabar. Y podemos pasar los años que nos quedan quitándonos las ganas, ganando hipotéticamente sin arriesgar, pero ¿realmente eso es vivir? Ya respondo yo por todo: no. Nunca lo ha sido, y nunca lo será. 
Así que a la mierda lo preestablecido, los cánones de cortesía, los movimientos de alas de mariposa para estar al lado de quien te hace vibrar. Porque de aquí en dos días puede que ya me haya marchado con la maleta a cuestas, y de aquí en tres semanas ya ni me acordaré de tu nombre. Así que, ¿por qué no?

miércoles, 17 de agosto de 2016



Brindemos, y hagámoslo gritando, con las comisuras de los labios en carne viva de tanto sonreír, de tanto compartir, y de tanto morder. Brindemos con cerveza caliente de horas quemadas a quemarropa contra la arena, y brindemos con vino barato, del que entra bien hasta el momento de abrir los ojos a la mañana siguiente, cuando no sabes si lo que dicen ser arriba se ha vuelto abajo, o eres tú el que no se ubica en el ambiente.

Siempre he hablado de lo malo de volver, de lo nefasto que es mirar hacia atrás y rememorar sensaciones ya enterradas, de los problemas de vivir con cada pie en una punta del país. No he cambiado de opinión, y sigo pensando que trae más cosas malas que buenas: pero también tiene sus ventajas, sus momentos de placer inexorables que dejan un sabor de boca imposible de conseguir en cualquier otro lugar, y que sirven para respirar profundo desde montañas ajenas, cuando los días parecen terminarse y acabarse en la misma puerta. Porque volver a casa es de los mayores placeres y de las mayores torturas que me he encontrado hasta el día de hoy, y por ello no puede dejar de anhelarlo y de odiarlo al mismo momento, haciendo que cada vuelta a casa sea un frenesí de quiero-y-no-puedo o de quiero-y-no-me-entiendo
Aquí no pasa el tiempo, no cambian los meses de un día para otro, no se escapan las horas sin querer y el clima es siempre el mismo. No hay prisa; no hay necesidad de forzar los momentos porque hemos nacido y crecido con la convicción de que si algo tiene que pasar, pasará, y no por intentarlo va a suceder antes. No hay mejor cosa que hacer que arrancarte la coraza y echarla a lavar, que para algo volvemos con las maletas llenas de ropa sucia, historias inacabadas y necesidades embotelladas, para que no nos digan nada al pasar por el arco del aeropuerto. Así que, ya desnudos y limpios, lo mejor es dejarnos llevar a donde los instintos no lleven, o hasta donde nos dejen llegar los intestinos. Que ser fuerte, levantarte por ti mismo y morderse los nudillos está muy bien; pero dejar que te mezan, que te lleven sin remedio, que te arrastren a donde todo es más sencillo y ya creías olvidado, es una sensación mucho más placentera, siempre y cuando la sepas saborear. Que, con pimentón, todo tiene otro sentimiento.

Realmente, aquí nos hacen de otra pasta. Aquí podemos huir a la otra punta del mundo dejando la casa abierta, que no va a entrar nadie a remover los trapos sucios ni a terminar el capítulo por ti; acumulará polvo, eso sí, y puede que en casa ajena haya un nuevo patrón y un par de mudanzas. Pero no tocarán ni preguntarán por lo que se fue, ni por los motivos, ni por cuándo va a regresar. Porque siempre se regresa, aunque sea con el rabo entre las piernas, la vista revirada, y arrastrando los pies; suplicando por perdón sin decirlo, porque también nos han hecho orgullosos a rabiar. Y ya, una vez te han visto con esta estampa, llega el momento en el que se decide que hacer contigo; aunque, en el fondo de tu ser, sabes que volverán a acogerte, como siempre, aunque la tónica haya cambiado un par de tantos de la última vez. Pero ya te acostumbrarás, ya se calmarán las aguas, ya os encontrareis en cualquier portal abriendo puertas o calzando bien desde dentro, no vaya a ser que se nos ocurra entrar sin preguntar. Aquí no suele hacer falta preguntar para dar un paso adelante, pero tampoco esperes una invitación a ello; porque cada escalón hay que ganárselo a pulso, y una vez que lo escalas es complicado que puedas volver hacia atrás. Que siempre vas a tener más que nombre y apellidos, a modo de prefacio de lo que has sido, de lo que eres ahora, y de lo que quieres llegar a ser. Que depende de cómo te hayas marchado, habrá quien no se olvide tan fácilmente de lo que te llevaste en tu huida, y que esté allí para meter el dedo en el llaga. Pero como tantos y tantos y tantos dolores de carne, este también es de los que, al final del día, reconforta. Que estamos hechos todos de la misma pasta, cortados siguiendo el mismo molde, y podemos contarnos las costillas aún sin tocarnos, sabiendo hasta qué punto podemos tentarnos e hinchar los pulmones antes de tener que tomar decisiones. Que las emociones siguen viviéndose a flor de piel en buena compañía, y que hay miradas que te devuelven a cuando solo querías salir de aquí a cualquier precio. Y que a gusto se estaba. 
Que el día que no me emocione al volver, a donde sea que vuelva, dejaré alguien encargado para que me envenene. Que un gramo más, un gramo menos, tampoco hace daño a nadie y puede acabar de sellar la línea. 

Porque sentirse pequeño debería ser obligatorio, al menos una vez al año. Dejar que te cuiden, que se preocupen, que te lleven, que te organicen los días, las noches y la vida. Que te permitan volver a años atrás, cuando no tenías ni voz ni voto en tus decisiones, y cuando ni siquiera tenías que tomarlas porque no había motivos para ello. Y respirar profundo, sin necesidad de mucho más que una sombra o un paraguas, dependiendo del día o de la hora, unas cañas pero de las de aquí, no nos equivoquemos e historias como moraleja de antaño. Dejar que las cosas se ordenen por el flujo natural que nos rige a todos, sin esperar nada a cambio ni resultados próximos; y buscar a quien pensabas escondido de todo lo que fue, y dejarle volver a entrar. O, por lo menos, sujetarle la puerta una última vez, para ver si en esta ocasión no retrocede al ver el duende que duerme en tu espalda. Y contar los daños que ya han cicatrizado, para sopesar los pros y contras de volver a sacarlos a bailar una última noche más, a ver si ya no nos tropezamos entre colillas a medio consumir y vasos estallados de tanto aplaudir. Y dormir abrazado a quien sabe qué, o quien sabe quién, por el simple hecho de escuchar la respiración de alguien querido al día siguiente, aunque haya sofás que no hayan nacido para acurrucarse. Y despertar mil veces, y dormir mil y una más antes de volver a desaparecer despacio, dejando que la sombra de aquello que pudimos ser se sigua desdibujando durante meses, ya sea aquí o allá, por cabezones sin remedio ni sentido que se acaban encontrando sin querer a la mínima de cambio. Porque aquí, el tempo no es el mismo para todo el mundo, y lo más complicado es estar en la misma página; que si lo has conseguido una vez, no pidas por una segunda oportunidad. No, no nos han hecho para dar segundas oportunidades, ni perdones absolutos, ni costuras de cirujano.

Que aquí, las historias se gravan a fuego en la memoria, en las piernas, y en las familias; y no hay manera de borrarlas, porque han supuesto un punto de reflexión tal que sería imposible volver a crear, de la nada, algo semejante. Y que me prohíban el paso de una vez, os digo, antes de volver a caer en vicios ajenos, en ceniceros de terraza sin sombrilla, y en miradores en mitad de la nada donde todo era lo mínimo que nos podíamos pedir. Que mataría por escalar una última vez, pero por hacerlo sin guía ni sherpa; que despojarse de la piel de lobo que nos ponemos para caminar con la cabeza alta de sol a sol está bien, pero hay costumbres que se acaban suplantando de tal manera que dejas de saber dónde termina el personaje y comienza la persona. Así que, ya que no has querido o no has podido o no te has dejado salir de esa zona de confort tan tuya, espero que no vuelvas a tirar piedras contra mi ventana una noche más. Que me dejes hacer, que pueda descubrir y que pueda dejar secar los frentes durante unos días más, justo los necesarios, como para que nada de esto importe más allá de lo que supone los días impares, y las noches pares. 

Porque, hoy por hoy, pedirte que te quedes es algo tan inútil sobretodo para mí, como el pedirme que me quede.

martes, 28 de junio de 2016


Quizás el mes de los cambios deje de ser septiembre, como en su día dejó de serlo enero. Quizás para cambiar no se necesite más que fuerza de voluntad, y pequeñas cosas que dejen de ser una rutina para que pasen a ser parte del pasado. Quizás, no sea necesario más que proponerse enterrar el hacha de guerra y dejar que el agua siga su curso montaña abajo.

Julio también puede suponer un mes de cambio, para llegar a convertirse en el nuevo principio que llevo tanto y tanto tiempo buscando por las malas esquinas, en las malas noches en las que ni me convengo, ni me convienes. Es hora de dejar de lado tantas y tantas cosas, que no sé ni por donde comenzar; porque hay vicios que se han adherido de tal manera a mis huesos, que soy capaces de oírlos susurrar a mis espaldas cada vez que tirito que me haces tiritar. Puede que esta sea de las últimas oportunidades reales para poner todo lo que me rodea patas arriba, deshacer lo predeterminado, y salir de aquí corriendo a saltitos cortos. Pero paso a paso, sin perder el equilibrio como en otras ocasiones, que luego acabamos resbalando y tenemos que volver a la casilla de salida. No digo que esta vez, por algún motivo especial, todo vaya a salir bien; es más, estoy segura de que este es uno de los momentos en los que más cosas están en juego, en los que más he apostado, y en los que más vaya a perder, posiblemente. Pero apuesto por mí, solamente por mí, y eso puede que sea la novedad; que esta vez he decidido absolutamente por mi cuenta.
Y joder, que bien sienta.
Seas o no creyente, está bien tener fe en algo, porque tener fe en alguien acaba llevando a una confianza ciega a la cual no creo que debamos aferrarnos con todas nuestras fuerzas. Porque, en algún momento, lo más probable es que el hilo se corte, porque todo se acaba, y nos cuesta respirar cuando alguien se va. Eso sí, solo contemplo una posibilidad en la que la fe "en algo" pueda sustituirse por la fe "en alguien": cuando ese alguien eres tú, y cuando has sido capaz de demostrarte que te vas a mantener erguida por ti misma sin importar las circunstancias. Que somos los más fuerte que tenemos, el pilar más existencial de cada uno de nuestros pasos, el verdadero motor del cambio. Que no nos engañen, ni nos hagan sentir pequeños. Porque hay realidades personales que no están al alcance de todo el mundo, y que desde fuera pueden parecer incomprensibles; pero que no por ello dejan de ser absoluta y rotundamente válidas. Así que, ¿por qué no? ¿Por qué no puedo tener fe en que esta vez todo va a ir a mejor, solo porque yo estoy convencida de que va a ser así, porque tengo argumentos que se sustentan por si mismos que lo corroboran? 

Los cambios son aconsejables y totalmente necesarios para seguir respirando a ambos pulmones llenos. Y puede que sea tu propio cuerpo quien te los pide, ya sea gritando a viva voz que es lo que necesitas, o sorprendiéndote con pequeños detalles que no son propios de ti, pero que están encaminados a algo bueno.
Y, ¿quién sabe? Puede que esta vez las cosas comiencen a ir bien de una vez por todas; y por bien me refiero a que estén encaminadas a no querer huir cada vez que me tiemblan las piernas, a sonreír como antaño y a valorar las pequeñas cosas. Porque no es que estemos sobrados de nada ni dinero, ni tiempo, ni espacio, por lo que aprovechar los instantes se está volviendo algo vital para seguir caminando a poquitos. Que, como todo, esto también va a acabar siendo un conjunto de poquitos que se hacen un muchito, como dicen por aquí; y esta vez parece que estoy dispuesta a todos los poquitos, sean a mano tendida de quien sean. Pero que sienten bien, por favor.

martes, 21 de junio de 2016


No siempre una retirada a tiempo es una victoria.
Está bien el cubrirse las espaldas ante todo, saber que nos vamos a tener a nosotros mismos al final del día, para seguir al pie del cañón sin importar que es lo que se interpone entre medias. Está bien crearnos por nuestros propios medios, analizar la situación dos veces antes de poner pies en polvorosa, escuchar el rugir de las entrañas una vez has salido del abismo, y contarnos las costillas después de las noches interminables. Está bien no confiar a ciegas, no exponerse demasiado al sol sin protección, cerrar la puerta con pestillo, y más cuando estamos acompañados. Está bien; está bien hacerlo mientras es necesario, pero también está bien darse cuenta de que llegará el momento en el que es necesario salir de allí, o de que ese momento ya ha llegado. Y lo sabes porque, volviendo a situaciones que ya creías enterradas, las decisiones que tomas son diferentes. Te revuelves, te recorres completa, y pierdes el norte, de la misma manera en la que tiempo atrás juraste no hacer, porque "no funcionas así". Y claro que no, porque tu estilo era más de "siéntelo, entiérralo, y si puedes huir lejos, intenta dar zancadas más largas"; hasta que te das cuenta de que esa manera de ver las cosas, de enfrentarte al curso natural de la vida, no te lleva a ningún punto más allá de donde empezaste. No te permite avanzar, no te deja arriesgarte, y te lleva a morderte la lengua cuando lo que te están pidiendo los pulmones es gritar a los cuatro vientos. Que prefieres desgarrarte por dentro en silencio, que afrontar la sutura a cara descubierta.

Porque no era sano seguir con esa filosofía de vida; y puede ser algo que se aprende con los años. Que cargar con la coraza, el mantón de orgullo que llega hasta los tobillos, está bien para salir del paso; para ser un punto de reflexión, una parada en el camino, para volver a coger fuerzas, para poder continuar. Que seguir con ello es quedarnos en el mismo círculo vicioso, y preguntándonos porque no somos capaces de sonreír, de asumir que es lo que nos encoge las pestañas, de atrevernos a dar el paso. Y eso, eso mismo que nos "protege" de los "males" a los que nos exponemos, es lo que nos acaba tapando los ojos, y lo que nos impide ser reales, asumir las consecuencias, y arriesgarnos por seguir un grito del pecho. Que puede que sea hora de ser valientes, de dejarnos la piel en el empeño, de poner las cartas sobre la mesa, de exponer el panorama, de dejar las cosas claras; y puede que de marcharnos para siempre, de cerrar el capítulo por fin, de no perder esos papeles asignados por seguir unos instintos que, cada día tengo más claro que, he atrofiado yo misma.
No creo que esto sea para nosotros; no creo ni que nos merezcamos, ni que tengamos que pasar por esto. No creo que haya esta necesidad de buscarnos cuando ya nos hemos perdido, ni creo que hacerlo nos vaya a llevar a algún sitio que no sea a esquivar la mirada un poco más. Así que yo tengo claro cuáles van a ser mis pasos a partir de ahora: no voy a dar el brazo a torcer, porque no merezco comenzar a hacerlo ante alguien como tú, pero voy a dejar las cosas claras. Porque cada uno recibe lo que da; y tú has venido a desordenar vidas ajenas, cuando te desentendiste de ellas a la primera de cambio. No te culpo, yo también lo habría hecho, porque soy así de cobarde. Pero estoy cansada de serlo, estoy cansada de no permitiré sentir solo por si las cosas salen mal; ahora no me voy a callar, no voy a dar las cosas por sentadas, no voy a dejar que sea el tiempo el que pone a cada uno en su lugar.
Se acabó lo de dimitir. Porque esto que nos acompaña es corto, y se nos está acabando el tiempo de coger aire y de correr hasta que se nos agoten las sonrisas; porque nos hacemos mayores, por muy tópico que suene. Y ya no tenemos edad para buscar las cosquillas en esquinas ajenas, solo para ver quién es el que se ríe por último.

Quien te quiera, que te quiera con todo, porque para querer a medias ya nos sobra personal.

lunes, 13 de junio de 2016


Retuérceme las tripas, te digo. Hazme dudar, hazme caer, hazme morder el polvo para que pueda volver a levantarme, volverlo a intentar, volver a caer, volver a sudar. Aráñame las entrañas, perfórame los tímpanos y déjame marchar cuando tenga las encías en carne viva. Presióname hasta el punto en el que deje de ser consciente de donde termino yo, y donde comienza el resto. Arrástrame, pon en duda mis principios, derriba mis murallas, entra sin pedir permiso, y resquebrájame los esquemas. Desnúdame hasta el punto en el que exhalarme haga que tirite. Espera a que vuelva a tomar aliento, a que baje la guardia, a que me suba las medias, antes de dar un nuevo golpe, antes de volver a derribar, antes de volver a hacer que pierda el conocimiento. Y luego déjame libre, déjame innovar, déjame descubrir por mí misma. Déjame marchar, pero déjame volver. 
Tiéntame. Rebáteme los sábados y cuestiona mis domingos de andar por el balcón en bragas y camiseta interior, y juzga mis lunes de buscar a tientas la pareja perdida del calcetín con una mano, y el filtro de la cafetera con la otra. Espérame en la esquina de siempre, hazme perder el control, y abandóname en el momento en el que esté más perdida, cuando todo gire a mi alrededor y no sea capaz ni de pronunciar mi nombre. Provoca que pierda la cabeza, que quiera desaparecer, que planee huir; dame la esperanza de que puedo hacerlo, para que cuando lo intente vea lo necesario que es seguir respirando a este ritmo.

Haz que te eche de menos cuando todo parece estar en calma, cuando tengo tiempo, paciencia y motivos para comenzar de cero en cualquier otra parte; átame con doble nudo y doble sutura cuando toque tímidamente el timbre, y abrázame fuerte cuando abras la puerta. Escúchame, y escúchame bien. Rómpeme las costillas cuando sea capaz de tomar aire con causa y consecuencia, no me des tiempo a poner mis asuntos bajo llave, y sácalos a relucir a la mínima que parezca que me he encauzado por fin. Anula todo aquello que, por un momento, parezca que es real en mi vida, y hazme dudar hasta de mi propia sombra. Saca a relucir hasta la más astuta de mis aristas, perfecciona ese orgullo desgarrador que tantas noches me ha arrebatado, y tantas veces he maldecido en silencio. Hazme gritar, hazme pedir clemencia, hazme retorcerme en el sito y esperar a que llegue lo peor, pero no dejes que llegue. 
Porque he venido a quedarme.
Porque esto puede que no acabe de comenzar, pero es ahora cuando se está empezando a poner interesante, porque es ahora cando comienzo a resistirme. Así que vuelve a derribarme, porque con ello solo consigues que me levante, que lo haga por mí misma y sobre mis propios pies una vez más. Y créeme, y vuelveme a creer, cuando te diga que estoy dispuesta a seguirlo haciendo hasta que me quede sin aliento, sin lágrimas, y sin agallas. Porque entonces, cuando consigas desarmarme del todo, me habrás perdido por completo. Porque somos lo que creamos sobre nuestros hombros, lo que nos llevamos a la cama cuando esta está vacía, y lo que nos recorre las puntas de los dedos antes de echar la nuca contra el cabecero de cama ajena. 

Así que escúchame, escúchame bien. Ponme a prueba, juega conmigo, desafíame hasta el punto en el que no quede nada más por lo que apostar en mi contra. No importa, yo seguiré encajando los golpes y devolviendo los que pueda, que siempre serán más de los que esperarás porque no esperas nada de mí.
Yo solo te pido que, cuando me veas tirar la toalla, presiones un poco más. Golpea un poco más fuerte, aguanta durante más tiempo el dedo en la llaga. No me dejes abandonar, arrástrame de nuevo a donde pertenezco, a este hueco tan mío en el que me has encerrado, y derriba mis paredes una vez más. Entiérrame entre escombros, préndeme fuego, espera paciente mientras me deshidrato; porque yo prometo encontrar una solución, sea lo que sea a lo que me expongas. No importa.

Atrápame, te digo. Pero ten claro que he sido yo quien te ha escogido a ti en el primer lugar, renunciando a muchas cosas, tantas que no soy capaz de repasarlas todas sin causarme más de lo que jamás serás capaz de causarme. Yo he escogido este tren de vida, aunque tu hayas sido la razón por la cual sigo aquí, día tras día, sin importar el qué. Esto es lo que he decidido, y a lo que me he aferrado, por mucho que te empeñes en empujarme fuera, en hacerme sentir infinitamente pequeña, en atormentarme cada vez que cierro los ojos. He sido yo; pero encárgate que no me vaya muy lejos. Engánchame, te digo; aunque ya sea adicta. Llévame a un grado más, aprieta un poco más las tuercas, destrípame un poco más.

Quédate cerca, te digo. Extráñame y estrújame, te digo. Muérdeme, deslízate, desaparece, te digo. Retuérceme, te digo.

sábado, 11 de junio de 2016



No tengo muy claro porque, pero esta última semana está siendo un sinvivir de idas y venidas entre sucesos pasados, papeles mojados e historias de antaño, que se suponen que habían quedado enterradas de una vez por todas. No sé si será el calor, la sensación de que la vuelta a la realidad se acerca, o que los años pesan y queremos recuperar la estabilidad que en su día dimos por innecesaria. O una combinación de todas ellas. Puede ser que no sé que es lo que te ha pasado, que las noches te han hecho más sabio, más reservado y más despierto, que la distancia te ha enseñado lo que intenté explicarte con palabras mal escritas en tardes de calor. Que los aviones duelen donde las heridas no acaban de cicatrizar, y los recuerdos se sienten a flor de piel; y que estoy segura de que, esta vez, puede que tú también lo entiendas.
Pero no lo sé.
Que vuelvo para marcharme, sin tener valor a llegar del todo una vez más. Porque acercanos a pasitos cortos nunca a sido suficiente, por mucho que nos empeñemos en pensar que, al no hacer ruido, no vamos a despertar a los vecinos. Porque respirar colillas de cigarros ajenos no es un buen método para solventar distancias avismales creadas durante tres años, sin detenerse a mantener un mísero puente por si algún día las dos orillas deciden hacer un chequeo de daños, solo para asegurarse que las cosquillas del prógimo siguen debajo de la última costilla del lado izquierdo. O si otra ha sido capaz de encontrarlas en algún otro sitio, dando así un nuevo significado a aquellas carcajadas olvidadas entre vuelta y vuelta del ventilador. 
Pero no lo sé.

Puede que vuelva, que el destino decida que apoyemos los pies bajo el mismo pavimento, o que no haya más remedio que sujetarnos la puerta; y que esta vez no rehuella la mirada, y que esta vez no calle haciendo el silencio aún más incómodo. Puede ser que haya pasado ya el tiempo suficiente para dar las explicaciones que en su día carecían de sentido, o para hablar de puntos comunes para asegurar la sutura definitiva. Porque tres años pueden que sean suficientes, y deberían serlo; pero desde que no nos oímos, no nos hablamos, y no nos esperamos, no nos encontramos. Y sin encontrarnos, ya no sabemos que es lo que conocíamos, y que es lo que se ha creado a raíz de repetir, día tras día, lo que una servidora aquí se encargo de hacer desaparecer. No es un paso más en un martirio sin fin; eso ya ha quedado atrás, pero la curiosidad es lo que mueve mis caderas, y es lo que me ha llevado a estar donde estoy. Y viendo que es tan buena consejera, no veo el porqué de no darle otra oportunidad; que sea eso lo que guía mis pies, y no los anhelos empedernidos de alguien que no sabe dejar marchar lo que hace tiempo que ya se fue. No, son dos cosas muy diferentes, y hay que saber diferenciar cada una de las situaciones, para hacer que las caladas sean más hondas, y que los quintos de cerveza no chirrién en los dientes.
Sin esperanza más allá de que no darme un nuevo portazo en la cara, ¿qué se puede pedir a quién no supo conducir la situación en su momento? ¿A quién se encargó de desaparecer, de huir sin dejar rastro, de callar durante meses y de no molestarse en anunciar su regreso, para sacar el vendaje de un tirón y sin anestesia? ¿A quién no fue capaz de aprovechar ninguno de los momento, que no han sido pocos, que han pasado entre entonces y el ahora? No se le puede pedir nada, más allá de la promesa vaga de que no le van a temblar las piernas, la voz y las pestañas en el caso de que los castillos en el aire se vuelvan de arena, y todo este sinsentido de historias idílicas resulten tener un mínimo de fundamento.
Pero no lo sé.

Solo sé que tengo que volver, que tengo que dar la cara, y que la otra parte del asunto se ve en la misma situación; y que, quieras o no, las canas aumentan con los kilómetros. Que puede que no haya suficiente material como para perdonar, pero puede que si para escuchar. O no. No lo sé.


domingo, 29 de mayo de 2016



Que no hacen falta grandes cambios para darnos una nueva oportunidad para salir a flote; una más de las cientos que nos hemos prometido en silencios cómplices de madrugada, a duras penas y con el frío en las vértebras. Y con el miedo en las pestañas, para que negarlo a estas alturas del juego. Que si comenzamos a sincerarnos, ya tenemos más de medio camino andado, y unas cuantas discusiones de menos sobre a que altura tomar el desvío. Ya estaremos unos pasito más cerca de a donde quiera que quieras que vayamos; que sí, ya sé que a mi nunca se me ha dado bien eso de escoger a donde ir a descansar los huesos durante un rato, que soy más de caminar descalza que de esperar a que llegue el metro, pero prometo que esta vez seguiré el mapa sin perderme. Que ya he aprendido que no me suelo orientar bien, pero tienes que reconocerme que perderse conmigo merece la pena. Que sale barato y deja un buen sabor de boca; casi como el tequila, pero sin resaca y con la memoria completa. 
Que hay que ir a poquitos, sin esperar alcanzarlo todo el primer día. Que, antes que el talento, va la perseverancia, el saber aprovechar cada granito de tiempo que nos ofrecen y que no todo va a salir siempre bien. Que si sale mal la primera, la segunda, la tercera y la decimoquinta vez, es parte del camino, y que menos mal que es así, porque sino no habríamos aprendido tanto mientras nos equivocábamos sin dejar tiempo a cerrar las heridas. Que hay que arriesgar, pero hay que saber cuando hacerlo; que ya no tenemos edad, paciencia, tiempo ni necesidad de ir dando tumbos por las esquinas, ni de dar sorbos pequeños a vino barato, rebajado con refresco aún más barato, para dárnoslas de sofisticados. Que el vino envejece, y se hace mejor a cada año que pasa; que en la barrica, aunque parezca mentira, se aprenden historias sin fin, que hacen que los aromas tenga una razón, y que las sonrisas sonrojadas que dejan después tenga un fin. Por eso, puede ser que sea de las pocas cosas que hacen que comience a hablar sin preocuparme que ocurrirá mañana, que me abra a pecho y espalda esperando que lo que brote de dentro pase desapercibido, siendo tan solo parte de algo intrascendente que estaba predestinado a suceder, y que solo he acabado adelantado por mi propio bien. Que siempre hay que curarse las espaldas antes de entrar a la sala, no vaya a ser que dejemos las estocadas al aire libre y se infecten. De nuevo. 

No, no hacen falta grandes cambios; bastan con pasitos cortos, pero que estos vayan en la dirección correcta. Pero que esta dirección la fijes tú mismo de ante mano, sin dejar que nadie influya en tus dedos. Que una de las grandes metas de mi vida es que mi madre se acabe sintiendo orgullosa de la hija que ha criado a base de gustos y disgustos; y sin duda, una de las grandes alegrías que he sido capaz de darle en estos últimos años es el haberle mostrado que las decisiones que tomo, muy a su pesar, son pensando en mi bien estar, y en el de aquellos que han estado el tiempo suficiente a mi lado como para saber que no van a desaparecer de él con facilidad. Que los tengo amarrados a mi vida con doble punto de sutura, y que aún queda mucho tiempo antes de que nos den el alta médica. Que soy alguien sin ataduras, pero que por el rabillo del ojo sigo mirando hacia casa, cuidando de quien deja que le cuide, y de quien es capaz de pedir ayuda. Y de soportar la ayuda que puedo dar, por supuesto; ya sé que mis métodos no son los mejores, ni los menos dolorosos, pero sé, por haberlo probado en mis propias carnes, que son efectivos. Y eso es más de lo que mucha gente puede aportar a la mesa mientras de su opinión, ya sea desinterasada o no. Otro punto a mi favor por el cual mi madre sonríe.
No, no hacen falta grandes cambios; y a veces solo es necesario cambiar un poco el punto de vista, salir de tu zona de confort, apostar teniendo algo a tu favor así tan solo sea tu intuición. Pero intentarlo, no quedarse quieto, inquietarse: porque solo revolviéndose, uno nota las cadenas.

Y quien diga que, hoy en día, los prejuicios, los viejos estereotipos, la inseguridad social y la opresión ya es cosa del pasado, es que lleva toda su vida pierna sobre pierna. Que día tras día me saco un poquito más de la venda, y veo lo que hay al otro lado con un poco más de claridad; y decir que "acojona" es quedarse corto, en casa, y con las persianas bajadas. Y debajo de las mantas, tiritando y sollozando contra la almohada. 
Que hay que seguir cambiando, y no solo hacia fuera, moviendo a la sociedad. La vida de cada uno debería de ser un cambio constante, para bien o para mal, pero siempre en movimiento; hacia una dirección determinada, a poder ser, pero sin que sea demasiado importante perderse de cuando en cuando.

sábado, 7 de mayo de 2016



Podemos perder el tiempo, rompernos las espaldas y dormirnos sin esperar nada más que café recién hecho por la mañana. Podemos culpar a la distancia o a las horas de todas nuestras pequeñas desgracias, esperando que eso nos ayude a sobrellevar el día a día sin culparnos a cada paso que damos. Podemos decidir apostar todo al blanco, esperar despiertos a que las estrellas se apaguen, o soplar las velas cuando ni siquiera nos hemos molestado en encenderlas. Podemos echar de menos, anhelar dejar caer los huesos sobre cualquier pedazo de madera que fuera lo suficientemente consistente como para sostenernos a los dos, durante un par de minutos más. Podemos seguir dejándonos llevar cada vez que nos cruzamos, podemos seguir intentando imaginar situaciones imposibles de recrear a no ser que alguno decida abrir la puerta. Podemos seguir observando a hurtadillas como nos denudamos para otros, podemos seguir comprobando que no lo hacemos con la misma gracia, ni con el mismo temblor en las rodillas. Podemos fingir que no nos importa, que está bien, que lo que nunca comenzó ya está terminado. Podemos seguir engañándonos un poquito más, solo para poder seguir existiendo un poquito menos.
Podemos perdernos despacio, encontrarnos entre caladas mojadas y escotes escondidos en coches ajenos. Podemos arrepentirnos y acallar los escalofríos en piernas desconocidas, fantaseando con copas vacías y calor de verano. Podemos idealizarnos, podemos seguir creyéndonos grandes cuando el frío de mayo llega, para pensar que hace no tanto tiempo, realmente estábamos en la cima. Podemos desmontarnos una vez, darnos otra vuelta de tuerca, dejar que corra todo lo que queda por decir, y mirarnos entre bao para no ver nada más que aquello que pudimos ser, sin ser nada. Podemos seguir presionando y reculando, podemos esperar pacientemente, podemos mandar indicios que no lleven a nada. 

Podemos hacer todo esto, y más. Otra cosa es que queramos seguir jugando, seguir apostando, y seguir recogiendo; ya sea para bien, o para mal. Otra cosa es que quiera seguir haciéndolo. Y resulta que no. No quiero apostar, no quiero ganar, no quiero perder. No quiero hacer otra cosa que no suponga moverme demasiado, porque las aguas siguen turbias pese a que se ha acumulado suficiente polvo en los rincones como para dar el capítulo por terminado. Porque puede ser que, para comenzar desde un punto y seguido, haya que terminar con los puntos muertos; y decidir que es lo que se queda, lo que es imprescindible, y lo que ya ha sido tan masticado que no puede recuperarse. Hay que aceptarse, y aprender a vivir con las consecuencias de andar con pies de plomo, sin quedarse demasiado tiempo para que la huella no sea permanente. Y puede ser que para comenzar desde un punto y seguido, sea necesario algo de orden; volver a tener el control, retroceder dos pasos, estudiar la vista desde el conjunto, no centrándose en los pequeños detalles. O pulir esos detalles, esas astillas descuidadas que, en el momento que menos te esperas, surgen de donde las creías enterradas, para recordarte a pequeños mordiscos que es lo que te perturba por las noches. Que es lo que te inquieta cuando crees que has dado portazo a todo, o lo que te derrumba cuando menos te lo esperas.
Por poder, podemos con todo.
Por poder, podríamos seguir como entonces.
Por poder,
podríamos ser felices con lo que teníamos, aunque no todo estuviera a nuestro favor. Porque estaba bien. Porque era respirar aire fresco, sin temor a que la recaída fuera inminente. Porque era recuperar la ilusión, aunque la única que la entendía, aunque no supiera expresarla, era yo.

lunes, 2 de mayo de 2016



Es hora de poner las cartas boca arriba, dejarnos de borradores insípidos, y comenzar a construir por los cimientos. Hora de respirar profundo, disminuir el paso, las pulsaciones e incluso la marcha del coche; porque el motor comienza a resentirse, y ya nos hemos cansado de buscar algún taller de carretera sucio y barato, que prometa café caliente a la mañana siguiente, y no traiga más que paños fríos para tapar grietas insulsas. De esas que corroen las esquinas y se pierden entre las humedades del techo, amenazando sin acabar de ceder. 
Porque amenaza tormenta, está comenzando a chispear, y no tengo donde cobijarme mientras llueve.

Me creo que haya sentimientos que solo se puedan expresar con música, con pinceladas o con gruñidos, suspiros y sollozos; y que, por mucho que lo intentemos, no hay vocablos suficientes, o que tengan la fuerza necesaria como para identificar algo tan puro, tan pequeño y tan devastador como algo que te ruge en las entrañas, que te araña los pulmones y que pide a gritos que lo compartas. Cuando lo único que eres capaz de hacer, durante meses y meses, es tragar saliva cada vez que comienza a trepar por tu cintura, quemando lo que encuentra a su paso, y rogando porque le dejes salir; suplicando por estallar, por llevarse por delante todo lo que pueda antes de que alguien se de cuenta, siquiera, cual es el epicentro de las sacudidas. 
Es lo que hay, se está quedando sin espacio y sin ideas para matar el tiempo mientras esperamos. Aunque no sepamos exactamente que es lo que estamos esperando, porque tampoco sabemos que es lo que nos pasa, que es lo que está mal, y que es lo que quieren significar los vacíos en medio de nuestro ser, que llegan dispuestos a devorarnos en cuanto bajamos la guardia. Y entonces, justo entonces, es cuando amanece. Y toca volver a cargarse en la espalda las horas, recargar las respuestas sarcásticas y tomar aire en dobles dosis por cada vez, para asegurarnos que es real lo que sucede, aunque solo sea porque sigue existiendo presión en los pulmones. Y repetir el procedimiento día tras día, minando la existencia un poco más a cada paso que se da. Hasta que pisas en falso, y no te quedan fuerzas en las piernas para poder amortiguar el golpe; aunque, en realidad, lo que pasa es que no tienes ganas de seguir luchando. Porque pelear en nombre de todos, batallas que no son tuyas, se ha convertido en un motivo de más peso que el de luchar por uno mismo. Y esto no nos lleva a ningún lado, pero todos seguimos escuchando lo mismo de ella.

Ella es fuerte, ella puede con todo, ella siempre fue así de independiente, ella lo tiene todo bajo control. Ella tiene una vida envidiable, ella sabe sacarse las castañas del fuego, ella es de las que cuando se cae, se levanta con más fuerte. Ella no necesita a nadie. Ella está bien. Ella no tiene problemas. Y el problema es que hasta ella misma se cree toda esta mierda de estupideces, y que su cuerpo se esfuerza en hacerle ver que no es especial. Que no es algo más allá que alguien que realmente puede valerse por si mismo, hasta que se le agotan las fuerzas, las ganas, los días y las lágrimas. Y entonces, acostumbrada a valerse por si misma, no tiene ni voz ni voto como para ser capaz de pedir ayuda. Un consuelo. Un minuto en el que alguien la escuche derrumbarse y, en vez de mirar hacia otro lado a la espera de que se levante por si misma una vez más, se acerque con cara consternada. Porque está amenazando con volver a llover, y ya sabemos que es lo que pasa cuando nos pilla desprevenidos. Y no quiero volver a tener que empaquetar mi vida en dos cajas de cartón a doble cinta de embalar. 
El problema es, o al menos eso creo, que no soy capaz de pedir ayuda. Porque así fue como me construí a mi misma, dando sin pedir demasiado, y dándome lo que era incapaz de pedir. Y tal es la historia, que ahora no sé como se hace eso de necesitar. De ser quien va detrás de alguien para poder sentirse bien. Que está bien eso de no tener la necesidad vital de que alguien cargue con tus batallas, pero todos estamos de hechos de carne y hueso. Y que, al final del camino, las cicatrices y los moratones nos pasan factura a todos por igual. Que esto es una racha, unos cuantos meses que se están alargando de más en los que no me dan las pestañas ni para se capaz de intentar buscar un claro entre tanta mierda. Pero amenaza con llover.

Está claro que esto no lo puedo solucionar por mi misma. Que las grietas comienzan a temblar de más, y los cimientos están carcomidos por termitas que no fuimos capaces de exterminar en su día. Que no puedes acumular pensamientos, sentimientos, dobles sentidos y resquemores hasta que tu caja-desastre acabe rebosando; sino que hay que buscar una válvula de escape. Esta es la única lección de peso que puedo adjudicarme en los últimos años: todos necesitamos a alguien para seguir respirando. O, al menos, que te ayude a respirar durante el tiempo que necesites para poder tomar aire por ti misma sin que te ardan los pulmones por dentro, por el simple hecho de forzarlos de más. 

Y no sé que es lo que necesito, ni lo que está mal, ni lo que he de cambiar; pero amenaza tormenta, una vez más.