El otro día conocí a un hombre en el bar que hace esquina en mi calle. Yo suelo ir allí a desayunar casi todas las mañanas, excepto aquellas en las que las sábanas se apoderan de mis tobillos, termino creyéndome el rey del mundo, y planteándome el dejar de trabajar y entregarme en cuerpo y alma a mi verdadera vocación: dormir. Después de desengaño, básicamente porque no tengo el valor suficiente como para mandar a mi jefe donde verdaderamente pertenece a la mierda, vaya, y me toca correr para llegar al metro, para fichar a tiempo, para alinearme un día más sin ser del todo consciente de ello. Pero los días en los que el frío se cala en mis costillas de buena mañana, ya sea porque he perdido las mantas a lo largo de la noche, o porque he reflexionado largo y tendido sobre el trascurso de las horas antes de que sonara el despertador, bajo a desayunar al bar.
No es gran cosa, la verdad. Dependiendo del día de la semana que sea, te encuentras el suelo lleno de serrín y colillas mojadas, porque los jueves Ramón rebaja el precio de la cerveza para que los universitarios vayan allí a consumir, ya sea el licor, su juventud o lo que sea que se les pone por delante. Otros días, está reventar y me tengo que beber el café arrimado a una esquina de la barra, mirando al bueno de Ramón con cara de circunstancia mientras él corretea de un lado a otro del minúsculo espacio donde tanto almacena magdalenas donde dormitan las moscas, como botellas de diseño con nombre imposible de pronunciar. Pero, gracias al cielo, eso solo sucede a finales de mes, porque dos portales más allá está la oficina del paro, y claro, es mejor ir a que te den por culo con el estómago caliente, que por lo menos es lo que te llevas. Curioso tipo, el Ramón, todo hay que decirlo: llevo años yendo casi rigurosamente, y no hemos intercambiado nada más allá que unos buenos días cargados de indiferencia y legañas. Pero se entera de todo, el cabrón: las buenas rachas de la gente, las malas, los aciertos, y la cantidad de dinero que se mete en la máquina tragaperras de al lado del baño (que siempre está impecable, todo hay que decirlo).
Pues el otro día, mientras comenzaba a mojar los churros del día anterior en mi café, entro un tipo en el bar que nunca había visto; se ve que era la primera vez que venía, porque Ramón arqueó la ceja derecha, signo oficial de que esa cara no le es conocida. Si arquea la izquierda es que al próximo comentario fuera de tono, te pone en patitas en la calle, después de hacerte pagar hasta propina por lo que sea que hayas consumido. El caso, que me pierdo; el tipo se sentó dos taburetes más allá del que estaba sentado yo, y pidió un cortado. Sin nada más, y eso que Ramón le ofreció las dichosas magdalenas y todo; que ya que era nuevo, a ver si picaba y pagaba por una indigestión de caballo y una visita con todo incluido al baño de la derecha, que para algo está siempre impoluto. Pues nada, que el tío no accedía; lo que sí que quería el cabrón era hablar. Se ve que ya estaba atormentado de buena mañana, en vez de esperar a media tarde como el resto de los mortales, cuando ya puedes despotricrar del jefe, del presidente o de la parienta sin el prejuicio de llevar ya cuatro cañas entre pecho y espalda.
Y el buen hombre comenzó a hablar. Se ve que se llamaba Alfredo, y era un contable que contaba mucho sin decir nada. Un insulso, triste, gris y pálido, que decidió descansar los huesos en el bar de Ramón sin venir a cuento de nada; vamos, como todos los clientes habituales. Pero, yo que soy fanático del ser sin ser y de las luces perdidas en ojos ajenos, percibí algo; no me preguntes el qué, pero había un no-se-que en la manera en la que hablaba, que removía su café, o que intentaba que Ramón aportara algo a su monólogo insulso, que llamaba la atención. Se ve que solo me la llamaba a mí, porque Ramón no le hacía ni puto caso más allá que algún que otro "humm" intercalado por escasos "ajás". Pero el tipo este, el tal Alfredo, entendió ipso facto el levantamiento de ceja izquierda que hizo Ramón a los diez minutos de haberle servido el café, porque pagó sin dejar propina, todo hay que decirlo, se puso su anorak medio roído, y salió al frío. Yo hice lo propio, que para variar llegaba tarde otra vez, por lo que me iba a tocar bronca del cabrón otra vez, por lo que iba a acabar como una cuba a las nueve de la noche arreglando el país con algún malnacido del trabajo. En fin, que me fui a la boca del metro, ignorando a la gitanilla que pide dinero en las escaleras; dar nunca le doy nada, pero a veces me pregunto si la foto que tiembla entre sus manos los días de helada será real, y si esa será su familia. Porque, de serlo, está jodida de cojones, por mucho que me queje yo de mi vida. Tantas bocas y tan poco pan; yo por lo menos, aunque esté solo, tengo con que llenarme el estómago, aunque en fin de mes canta otro gallo.
Eso, que Alfredo se metió en la misma estación que yo. Antes, al salir del bar, me fije que se iba colocando unos auriculares de estos blancos que tiene todo el mundo en las orejas, y a la que iba hacia la boca del metro iba trasteando en un viejo MP3. Modernízate de una puta vez, cojones, que entre los náuticos esos de abuelo que me llevas y el nombre de tonto de pueblo, normal que estés tan solo. Bueno, igual me he pasado; es que quien me escuche, se va a pensar que mi única afición en esta vida es criticar a la peña sin conocerla, y no. Que también me gusta el fútbol, ¡ala Madrid! Pues eso, que el tipo iba con la música puesta; y sé que era música porque bajó los escalones del metro a saltitos cortos y uno largo. En plan, tres cortos, uno largo, tres cortos, uno largo; supongo que iría al compás de la música, o igual que era un poco paticorto y así salvaba la distancia. Pero creo que era lo primero; y era gracioso verlo saltar como un criajo, siendo un hombre tan alto y desgarbado. Ahí ya supuse que eso era lo que me había llamado la atención de él en el bar; que era un tanto peculiar, por no decir rarito.
Después, resultó que íbamos en la misma dirección, en la misma línea de metro. Manda cojones las putas casualidades: mismo bar, y mismo recorrido. A la que esperábamos, yo me senté en el mismo banquillo que él, pero en la otra punta; que somos hombres, y eso de arrejuntarse sin conocerse es un poco... ¿cómo decirlo? Bueno, da igual, tú me entiendes; que es como cuando vas a mear en el bar y estás tu solo en el baño, y entra un gilipollas y se pone al lado tuya. Como queriendo demostrar que la tiene más grande que tú o algo; y lo que me río cuando tengo la polla más grande. Que se joda el cabrón.
¿Por dónde iba? Ah, que me senté en el mismo sitio que Alfredo, pero lejos. El caso, sabes qué en las vías del metro hay ratas, ¿no? Ratoncillos graciosos de estos, la mayoría de las veces; la verdad es que es raro ver una rata, pero digo yo que alguien tendrá que parir a los putos ratoncillos, ¿no? Pues apareció uno al final de la vía del tren. Un ratoncillo pequeño, que a saber qué hacía; igual buscar comida entre los cables o que se yo; igual tenía una familia que alimentar, y el patriarca del clan lo mandaba al metro a buscar algo que llevarse a la boca, o qué sé yo. La cosa es que el ratón iba saltando de cable en cable, y que el Alfredo miraba para el ratón, igual que yo. Y, en esto, el tío comenzó a partirse el culo; pero no a reírse para sus adentros, no. El carbón estaba a carcajada limpia, y todos los que estábamos esperando al tren nos quedamos mirando hacia él. Y no se daba cuenta, el tipo; igual porque tenía la música a todo trapo y no se enteraba de que se estaba partiendo el ojal el solo y a grito pelado.
Al principio no entendía el por qué, pero lo acabé pillando. Ya te dije que me doy cuenta de cosas que nadie más se percata; siempre he sido un lince, ya lo decía mi padre en-paz-descanse. El caso es que el puto ratoncillo iba saltando a tres saltitos pequeños y uno grande. Sí, tío, igual que hacía antes el tarado este bajando las escaleras. Y lo cojonudo es que yo también me empecé a reír, y el tipo se me quedó mirando. Y cuanto más me reía yo, más se reía él, y así. El resto de los que estaban esperando en el andén tuvieron que flipar, pero bueno. Al final llegó el tren, y Alfredo y yo subimos en vagones diferentes, y ahí se acabó la coña esta tan rara.
Pues ayer entré en el bar y allí estaba Alfredo. El tío se percató de que acababa de entrar en el bar, porque le pagó a Ramón y se fue; y me guiñó un ojo. Si, como te cuento, un ojo. Al principio que igual era maricón o alguna de estas mierdas, pero luego me enteré bien del asunto. Pedí un café con leche, como todos los días, y Ramón me lo sirvió con una sonrisilla. Y te juro que nunca había visto a Ramón sonreír, yo estaba flipando. Pero más me quedé flipando cuando me dijo que Alfredo había pagado mi café, y que había dejado un sobre para mí. ¿Sabes qué era? Un puto CD pirata, sin título ni nada. Yo no me enteraba de la misa la media. El caso, cuando llegué al trabajo, me picó la curiosidad, y puse el CD en el ordenador y conecté los casos. Solo había una canción, y yo estaba, pues, alucinando, tío. Era todo muy raro. La primera vez seguía sin entender nada, pero a la cuarta vez me descubrí a mí mismo moviendo los pies. Tres toquecitos con el derecho y uno con el izquierdo. Te lo puto juro, tío, tengo el CD en casa, cuando quieras vienes y lo escuchas. Eh, eh, relaja, que no quiero llevarte a casa, imbécil; ya te lo traeré y lo escuchas tú mismo, y te dejas de gilipolleces.
Era la puta canción que iba escuchando aquel día en el metro. Y desde entonces no me la he podido sacar de la cabeza, y mira que ha pasado tiempo. Pero no puedo, te lo juro.
Y el tío no ha vuelto a aparecer. Ni en el bar, ni en el metro, ni en ningún lado. Pero ahora cada vez que entro en el bar, Ramón se sonríe. Cada vez que bajo las escaleras del metro, me sonrío. Y cada vez que veo un puto ratoncillo saltando los cables del metro, me sonrío.
Y con las coñas, me paso las mañanas antes de llegar al trabajo sonriendo como un puto imbécil, con la canción de los huevos en el móvil y escuchándola a todos los sitios a los que voy. Cualquier día me giro y veo a algún imbécil riéndose de mí. Como tú ayer, capullo, que por eso te estoy soltando esta chapa.
La cosa, que el Alfredo este era un tipo curioso.
¿Te vas ya? Vale, mañana me paso por tu mesa y te dejo el CD. Que va, tío, no te rayes, no hace falta que me lo devuelvas, ¿no ves qué yo ya tengo la cancioncilla de los cojones en el móvil? No te preocupes.
Venga, hasta mañana, cabrón.