Es hora de poner las cartas boca arriba, dejarnos de borradores insípidos, y comenzar a construir por los cimientos. Hora de respirar profundo, disminuir el paso, las pulsaciones e incluso la marcha del coche; porque el motor comienza a resentirse, y ya nos hemos cansado de buscar algún taller de carretera sucio y barato, que prometa café caliente a la mañana siguiente, y no traiga más que paños fríos para tapar grietas insulsas. De esas que corroen las esquinas y se pierden entre las humedades del techo, amenazando sin acabar de ceder.
Porque amenaza tormenta, está comenzando a chispear, y no tengo donde cobijarme mientras llueve.
Me creo que haya sentimientos que solo se puedan expresar con música, con pinceladas o con gruñidos, suspiros y sollozos; y que, por mucho que lo intentemos, no hay vocablos suficientes, o que tengan la fuerza necesaria como para identificar algo tan puro, tan pequeño y tan devastador como algo que te ruge en las entrañas, que te araña los pulmones y que pide a gritos que lo compartas. Cuando lo único que eres capaz de hacer, durante meses y meses, es tragar saliva cada vez que comienza a trepar por tu cintura, quemando lo que encuentra a su paso, y rogando porque le dejes salir; suplicando por estallar, por llevarse por delante todo lo que pueda antes de que alguien se de cuenta, siquiera, cual es el epicentro de las sacudidas.
Es lo que hay, se está quedando sin espacio y sin ideas para matar el tiempo mientras esperamos. Aunque no sepamos exactamente que es lo que estamos esperando, porque tampoco sabemos que es lo que nos pasa, que es lo que está mal, y que es lo que quieren significar los vacíos en medio de nuestro ser, que llegan dispuestos a devorarnos en cuanto bajamos la guardia. Y entonces, justo entonces, es cuando amanece. Y toca volver a cargarse en la espalda las horas, recargar las respuestas sarcásticas y tomar aire en dobles dosis por cada vez, para asegurarnos que es real lo que sucede, aunque solo sea porque sigue existiendo presión en los pulmones. Y repetir el procedimiento día tras día, minando la existencia un poco más a cada paso que se da. Hasta que pisas en falso, y no te quedan fuerzas en las piernas para poder amortiguar el golpe; aunque, en realidad, lo que pasa es que no tienes ganas de seguir luchando. Porque pelear en nombre de todos, batallas que no son tuyas, se ha convertido en un motivo de más peso que el de luchar por uno mismo. Y esto no nos lleva a ningún lado, pero todos seguimos escuchando lo mismo de ella.
Ella es fuerte, ella puede con todo, ella siempre fue así de independiente, ella lo tiene todo bajo control. Ella tiene una vida envidiable, ella sabe sacarse las castañas del fuego, ella es de las que cuando se cae, se levanta con más fuerte. Ella no necesita a nadie. Ella está bien. Ella no tiene problemas. Y el problema es que hasta ella misma se cree toda esta mierda de estupideces, y que su cuerpo se esfuerza en hacerle ver que no es especial. Que no es algo más allá que alguien que realmente puede valerse por si mismo, hasta que se le agotan las fuerzas, las ganas, los días y las lágrimas. Y entonces, acostumbrada a valerse por si misma, no tiene ni voz ni voto como para ser capaz de pedir ayuda. Un consuelo. Un minuto en el que alguien la escuche derrumbarse y, en vez de mirar hacia otro lado a la espera de que se levante por si misma una vez más, se acerque con cara consternada. Porque está amenazando con volver a llover, y ya sabemos que es lo que pasa cuando nos pilla desprevenidos. Y no quiero volver a tener que empaquetar mi vida en dos cajas de cartón a doble cinta de embalar.
El problema es, o al menos eso creo, que no soy capaz de pedir ayuda. Porque así fue como me construí a mi misma, dando sin pedir demasiado, y dándome lo que era incapaz de pedir. Y tal es la historia, que ahora no sé como se hace eso de necesitar. De ser quien va detrás de alguien para poder sentirse bien. Que está bien eso de no tener la necesidad vital de que alguien cargue con tus batallas, pero todos estamos de hechos de carne y hueso. Y que, al final del camino, las cicatrices y los moratones nos pasan factura a todos por igual. Que esto es una racha, unos cuantos meses que se están alargando de más en los que no me dan las pestañas ni para se capaz de intentar buscar un claro entre tanta mierda. Pero amenaza con llover.
Está claro que esto no lo puedo solucionar por mi misma. Que las grietas comienzan a temblar de más, y los cimientos están carcomidos por termitas que no fuimos capaces de exterminar en su día. Que no puedes acumular pensamientos, sentimientos, dobles sentidos y resquemores hasta que tu caja-desastre acabe rebosando; sino que hay que buscar una válvula de escape. Esta es la única lección de peso que puedo adjudicarme en los últimos años: todos necesitamos a alguien para seguir respirando. O, al menos, que te ayude a respirar durante el tiempo que necesites para poder tomar aire por ti misma sin que te ardan los pulmones por dentro, por el simple hecho de forzarlos de más.
Y no sé que es lo que necesito, ni lo que está mal, ni lo que he de cambiar; pero amenaza tormenta, una vez más.

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