Antes de nada, me gustaría dejar las cosas claras. Si hay algo que me guste de mi, es que tengo por costumbre no arrepentirme de nada, de absolutamente nada. Puedo fallar, equivocarme, aprender de ello, preguntarme ''¿en qué estaría pensando?'' Pero nunca me oirás negar algo que he echo, nunca. Me parece algo demasiado falso y cobarde, que demuestra quien es cada uno, dejando a un lado las apariencias y los falsos amigos. Un fallo en la integridad personal de cada uno, un error. Si has echo algo, es porque tu ''yo'' del pasado ha querido, que nadie le ha obligado. Que eres libre para tomar tus propias decisiones y acertar, o caer y hacerte daño, mucho daño. Tanto que, en el fondo de ti desearías no haberlo siquiera, jamás, intentado. Y, ¿qué hacer cuando las heridas son demasiado grandes, cuando no paran de doler o de sangrar? Hay dos opciones: o le pones una tirita y te tragas las lágrimas, o te emborrachas. Porque el alcohol desinfecta, sea por dentro o por fuera, da igual; cierra heridas, que es lo que importa. Seca las lágrimas y acaba con lo que hacía mal, esté donde esté. Y con un poco de suerte, cuando despiertes, no te acordarás de nada de lo que has hecho: solo te quedaran llamadas perdidas, fotos borrosas y un número de teléfono apuntado con tu propio lápiz de ojos y una letra que no es la tuya en el brazo. Y tu nueva preocupación será descubrir, por este orden, que pasó ayer, que has dicho, y si tienes algo de lo que preocuparte. Pero por esa cabecita que intenta asentarse por encima del dolor de estómago en ningún momento pasará la idea de que hay algo de lo que arrepentirse. Porque en el fondo, pasara lo que pasar, ha sido una gran noche. Y de nuevo, dos opciones: o contentarse con saber eso y llamar a ese número para tomar un café con la persona que descuelgue el teléfono, o preocuparse aún más. Personalmente, escojo la primera; suficiente dolor de cabeza tienes ya como para andar con suposiciones imposibles.
¿Y todo esto a que viene? A que yo, pese a que me las hayas echo pasar putas -y aún lo estés haciendo-, no me arrepiento de nada. De ninguno de los besos, de los abrazos; de ninguno de los cafés y de ninguna de las despedidas. Ni siquiera de la última; soy lo suficientemente mayor como para entender cuando algo se acaba y saber afrontarlo sin hacer numeritos ni odiarte. No me arrepiento de ninguna de las veces que lloré, y que sepas que has sido el primer chico por el que he llorado porque me ha echo daño, y no del que se cura con algodón y tiritas, precisamente. No, no me arrepiento de eso, ni de los chicos que vinieron detrás para olvidarte definitivamente, sin éxito. Tampoco de las veces que dije que ni te pegaran ni te chillaran por estúpido, por no saber que era lo que habías perdido. Porque es el tiempo el que enseña, no los golpes. Puedo, y lo hago, entender todo esto. Lo hago, si, porque considero que soy lo suficientemente madura para hacerlo, y para poder continuar mirándote a la cara por los pasillos, fingir una sonrisa de ''estoy bien soy feliz, me las arreglo sin ti''. Pero, ¿sabes qué, amor? Si me miraras a los ojos en vez de bajar la mirada, verías que miento. Y eso que te dije que yo nunca mentía. Bueno, tú también dijiste que no me ibas a hacer daño -JÁ-. Si, miento. Miento y lo sabes, porque no te hace falta mirarme a los ojos para saber que ya no brillan como antes, como me dijiste alguna vez. Porque no, no soy feliz, para nada. ¿Hola, felicidad? La tienes tu, te la llevaste estas Navidades cuando decidiste que ya no me querías, si alguna vez lo hiciste realmente. Porque, por favor, es muy fácil engañar a alguien que nunca se ha enamorado. Tan solo hay que decir las palabras exactas en el momento justo, tocar poco y poner a parir a tus exs. Un par de canciones incomprensibles para hacerte pensar lo que quieras y mordisquitos en el cuello. El resto ya viene por si solo. ¿Es fácil, verdad? Lo sabes bien; ha saber cuantas veces lo has usado. Y yo, ingenua, me lo creí todo, absolutamente todo. Porque sí, así era feliz; tonta feliz. Y eso que me lo advirtieron quienes te conocía, pero no, ¿para qué creer?
Eso sí, te cuesta enamorarte, porque ya te han echo daño, mucho daño. Y una mierda. Si te hubieran echo daño de verdad, no harías pasar a otros por lo mismo. Y para no hacerlo, basta con no crear ilusiones que puedes romper cuando ya no necesites nunca más eso que te estaban dando, para no tener que ahogarlo en chicos y ron dominicano. Es fácil, joder. Ah, y si no te enamoras rápido, no le hacer creer a otra chica a la que conoces desde hace una semana que sientes lo mismo que ella, mucho menos cuando no ha pasado ni un mes desde que le has hundido la felicidad, la locura, el mundo perfecto donde ''nosotros'' finalmente solo signifincaba ''tu sola''. Eso está mal, ¿sabes, amor? Muy mal. Se llama jugar con algo tan frágil que puede romperse, que ya se ha roto demasiadas veces; se llama aprovecharse de una ilusión; se llama no tener con quien jugar hasta las próximas fiestas; se llama ser un cabrón.
Así que, cariño, solo quiero que me hagas un último favor: no le hagas daño a ella también, no dejes que se ilusione. Yo soy fuerte, porque lo soy, joder. Y porque tengo demasiada autoestima y -no se lo digas a nadie- una muralla de acero en la que solo has entrado tu. Pero ella no la tiene. Así que ojo, que voy a estar atenta. Por cierto, aún te estamos buscando por dentro de la muralla, pero te escondes bien, amor. Estás en los recuerdos, debajo de cada frase, cada sonrisa, cada enfado fingido, cada apretón en las manos. Encima de cada canción y de cada lágrima, si. Pero tranquilo, que algún día, acabaré contigo.