lunes, 1 de octubre de 2018



Sudor frío en la espalda. Respiración rápida, a galope, sin sentido ni consciencia ni frenos, desatada. Nariz helada y gélida. Ojos rosados, húmedos, cristalinos, rogando. Por ayuda, por consejo, por detenerse. Boca seca, pastosa, fanganosa, espesa. Pies insensibles, inútiles, perdidos, acallados, mutilados. Espalda tensa, arqueada, finita, pinchada. Manos inquietas, mojadas, congeladas y mentirosas. Y, por último, sonrisa forzada, implorando un socorro mustio que se pierde entre las comisuras, deseando que los segundos no se sintieran como horas, y que las horas fueran poco más que minutos. Un sinsentido puro y duro, pero lleno de significado y de razón.

Es miedo, es bloquearse en la situación perfecta, es dar una mala respuesta habiendo dedicado tu vida a ello. Es entrar a una habitación queriendo demostrar todo lo que sabes que tienes en ti, y recibir una mirada que te tilda de mediocridad. Es querer dar la mejor de las impresiones, y terminar decepcionándote a ti misma. Es todo y es nada en el mismo instante, que se rompe en cuanto vuelves a ser capaz de pestañear, intentando que en tu mente se forme algún pensamiento de cualquier color que no sea blanco. 

Es necesitar ayuda y encontrarte sola. 

Tengo miedo, y pensándolo serenamente creo que es irracional. No solo lo creo, sino que estoy segura. Estaría bien que únicamente fuera de esta clase de miedo que te mantiene alerta, dejando que tus sentidos se agudicen y que te hace mejor. Más fuerte, más rápida, más ágil, más precisa. Pero no es esa clase de miedo, sino del tipo contrario; ese que te bloquea, te hace sumisa y pequeña, dejando entrever a una niña balbuceante que ni eres, ni jamás has sido. Tengo miedo a equivocarme, a no haber tomado la decisión correcta, o la que no me apasiona. Porque me he lanzado al vacío siguiendo un meteoro fugaz, queriendo ampararme en su estela, pero sin saber si eso es lo que más me convenía en aquel momento. Cuando tenía ambos pies en tierra firme. Cuando vivía tranquila, con gente a la que quiero y me quieren, con facilidad. Y ahora estoy aquí, más cerca pero más lejos. Estoy sin estar, y soy sin ser. Porque no conozco, no me siento, no me amoldo. Y tengo miedo a no adaptarme, a no encontrar mi lugar, a que esta sensación se quede conmigo durante todo el tiempo que dure esta aventura. De estar sola. Realmente, no sirvo para estar sola en este mundo. Necesito tener a alguien conmigo, hablar con alguien, poder ser yo misma con alguien. Tener esa confianza, o algún tipo de vínculo. Saber que, al final del día, por muy mal que vayan las cosas, voy a contar con esa persona, y que va a estar ahí físicamente. Y es una mierda darme cuenta de estas cosas. Porque la solución al vacío y a la soledad sería enterrarme en trabajo, pero eso también me da miedo. Tengo miedo de que no me guste, de que sea demasiado para mi o de que no lo encuentre apasionante. Y necesito que este mundo me apasione si quiero sacar algo adelante, y que sea merecedor de tanto esfuerzo. Tengo miedo de decepcionarme con mi decisión. Tengo miedo de que esto sea una pérdida de tiempo, pero tengo aún más miedo de ser yo la pérdida de tiempo.

Pero después, me paro a pensar. Y no tengo tantos motivos para tener miedo, o estar así de asustada. Realmente, no pasa nada si me equivoco; tengo la edad que tengo, y no es para nada tarde para volver a empezar, sea lo que sea que quiera empezar si esto no es lo que quiero hacer. No tengo porque sentirme mal por fallar, porque a todos nos llega ese momento. Además, tengo claro que no sé tomar decisiones sin ser lanzándome a ciegas a por ellas, y no sería capaz de tomarlas sin sentir el cosquilleo de estar haciendo algo sin sentido. Porque es lo que más disfruto, por no decir lo único, de tomar decisiones. Está claro que voy a acabar adaptándome; sabemos que tengo alguna que otra tara social, y que si no me gusta algo se nota de aquí a la Luna, pero eso no quita que pueda relacionarme con la gente e incluso hacer amigos allá donde vaya. Me costará más, o me costará menos; pero al final siempre encuentro a un cierto número de personas a las que quiero seguir teniendo a mi lado. Y estoy convencida de que va a encantar mi trabajo; que va a ser difícil, y por eso mismo me va a gustar más. Que me va a destrozar, a revolver entera, a darme la vuelta, a desesperarme y a dejarme por los suelos; pero justamente es eso lo que me apasiona de lo que hago. Por todo esto, estoy segura de que no me voy a decepcionar con esta decisión; porque tiene todos los ingredientes para que sea una de las mayores aventuras de mi vida. Y sea como sea, pase lo que pase, no va a ser una pérdida de tiempo.
Y, aunque no hubiera tomado esta decisión, jamás seré una pérdida de tiempo. Por la sencilla razón de que no tengo tiempo que perder, para empezar.

Así que cada vez que empiece a sentirme fuera de mí, tengo que respirar profundo. Dejar que el pánico se apodere de mí unos segundos, que me impregne entera, que me derrote y me desafíe; y seguir respirando. Hasta que vuelva a ser dueña de mi cuerpo y, sobre todo, de mi cabeza. Y no parar de respirar hasta que me lo crea. Una y otra vez, hasta que esto termine. Hasta la próxima decisión.

martes, 18 de septiembre de 2018


Decidir que no quieres decidir, también es decidir.

Hay días para no pensar, y pensamientos que no son para todos los días. Igual que hay mañanas que solo quieres seguir en cama, cómoda y segura; y otras que anhelas desde el momento en el que cierras los ojos, para avandonarlo todo allí y no tener que seguir enfrentándote a los demonios que te deboran hasta el atardecer siguiente. Sin más, la vida es un ciclo de subidas y bajadas, de emociones certeras y daños imperfectos, de grises oscuros con matices amarillos. De colores y decolor. Y hay días que no son para tomar decisiones, o simplemente para no tomarse nada, sin más. Ni a pecho, ni en serio, ni en broma. Simplemente, para dejarlos pasar, deslizarse en el calendario sin prisa, para olvidarlos y ni siquiera tacharlos del mapa. Para dejarlos estar, y dejarlos morir.

Decidir siempre es dificil. Sea lo que sea. Porque una decisión implica dejar algo de lado, y nos enfrentamos a esto día tras día. Aunque no podamos más, aunque no estemos preparados, aunque sintamos que jamás lo estaremos. Y, en el momento que decides, ya no hay vuelta atrás. Se anulan de golpe y porrazo el resto de realidades alternativas, y tienes que apechugar con lo que te a tocado en esta ruleta rusa, que tiene más balas que oportunidades sin munición. Y lo peor, es que no puedes pasar turno, porque eso implicaría que decidan por ti. Aunque cierto es que normalmente es así; deciden por nosotros sin que nos demos cuenta, nos guían a palos de ciego hasta la madriguera, nos acunan por las noches susurrándonos instrucciones, y a la mañana siguiente sonreímos creyéndonos libres, asumiendo que las coordenadas son nuestras. Como si pudieramos poseer algo. Ingénuos. Materiales. Inconscientes.

Lo bueno es que la mayoría de las veces tenemos la opción de pausar el momento. De esperar, meditar, reflexionar o simplmente posponer las pisadas hasta la encrucijada. Sin ser conscientes de lo que estamos haciendo, o esperando podernos mantener en ese instante etéreo el resto de nuestras vidas. Conteniendo la respiración entrecortada y los temblores premeditorios. Aventurándonos a ciegas, apoyándo timidamente el pie para tantear el terreno, esprando que sea firme. Que no se derrumbe el siguiente nivel del castillo de naipes. Que haya merecido la pena todo el camino hasta ahí. Que no nos estemos equivocando.

Estos días he llegado a la conclusión de lo que más me aterroriza en esta vida es equivocarme. No le tengo miedo a la muerte, a las alturas, al desamor, a la soledad. Ya he vivido todo eso, y he sobrevivido. Pero nunca me he equivocado, nunca en algo importante. No sé si será por suerte, por el momentum o por el karma, pero tengo claro que no ha sido por haberlo meditado mucho. Y ahora he tomado una decisión. Y he pensado mucho en ello. He hecho y deshecho listas, he buscado soluciones alternativas, he comparado, me he expuesto, he cerrado tratos y resueltos otros antes de firmarlos. Y, al final, he decidido. Y tengo pánico a haber escogido el desvío incorrecto, e ir sin frenos hacia un muro de cemento. Y he puesto todo lo que soy y todo lo que tengo, lo que me he ganado durante todos estos años, lo que he sufrido y disfrutado, lo que nadie me ha regalado y lo que he tenido que pelear y defender todos y cada uno de los días. Y tengo miedo.
Pero ya no hay vuelta atrás. Bueno, no hay una vuelta atrás sencilla. Porque si la hay, implicaría tener que asumir que he mordido el polvo, y ha sido total y absolutamente culpa mía. 

Y, por más que me duela, estoy comenzando a ver signos de que realmente me he equivocado. Todo lo planeado está yendo al son de las campanas fúnebres que valoré como imposibles. Poco a poco, se van deshaciendo todos los castillos de nubes que había improvisado. Y la única diferencia con respecto a otras decisiones, ha sido que esta vez estaba segura de que estaba apostando sobre seguro. Y ha sido la vez que menos atada tenía la partida.
Así que no entiendo nada. Porque me he enfrentado a estas situaciones otras veces, me he aclarado rápidamente y sin meditarlo en absoluto. Meses o años después, cuando las cosas se han puesto peliagudas, me he arrepentido; pero únicamente en momentos de debilidad, cuando no sabía siquiera lo que necesitaba para volverme a poner en pie. Pero, al final, todo había salido bien. Porque no tenía espectativas. No tenía nada seguro sobre lo que comenzar a idear, imaginar. Si lo hubiera tenido, si me hubiera parado a valorar las opciones, posiblemente no habría escogido esto. Porque todo lo que he decidido en esta vida han sido ideas locas, estúpidas, cogidas en el último momento y aprovechadas al máximo. Esta no. Esta ha sido el sueño de hace mucho tiempo, que me he molestado en ayudarlo a crecer paso por paso, siguiendo las instrucciones, sin engañar al sistema. Y está reportando errores a cada día que pasa. Señales rojas que parecen indicar que, lo mejor que puedo hacer, es dar media vuelta y volver a comenzar. 

También puede ser que, por primera vez en la vida, tengo algo grande que perder. Algo a lo que he dedicado seis años, mil noches, un billón de lágrimas y tres derrumbes de cimientos preocupantes. Y porque no puedo huir con tanta facilidad. 
Y estamos hablando de mí.
La que huye.

Porque, a fin de cuentas, es lo que sé hacer. Huir. Sin mirar atrás hasta que he recorrido la suficiente distancia y obstáculos como para que volver no sea ni un plan posible. Hasta que no tenga otra opción de seguir adelante.

Huir también es una opción.
Lo malo es que ya he roto a quemarropa muchas veces esa opción. Y ha dejado de ser realista.

Así que me quedo con que decidir no huir, también es decidir. Igual que no decidir, o decidir no arrepentirse. O no decidir decidir arrepentirse. 

O, simplemente, decidir es no decidir.

jueves, 6 de septiembre de 2018

Imagen relacionada

En estos veinti-y-muchos años de vida, he aprendido tres cosas que me llevaré escritas en la carne hasta que me haya consumido por completo:
Somos nuestro peor enemigo
El control sobre nuestra propia mente es un equilibrio muy fino
No somos tan importantes

Y esto, ¿a santo de qué viene ahora? Pues porque la historia reciente de nuestro respirar, las cosas se han torcido. He mordido polvo, cuando llevaba meses convencida de que estaba en lo más alto. Pero llego la realidad y, en su curiosa manera de hacer y deshacer el presente, me hizo volver a poner los pies en la tierra. Y la boca en polvorosa. Y replantearme hasta las entrañas. Y volver a murallas abandonadas, a castillos oscuros llenos de telarañas, y a pesadillas que creía superadas. Pero no. Porque, mal que nos pese, todo es cíclico. Y somos de mentira, de carne barata y hueso frágil, aunque nos creamos fuertes y poderosos. Afortunados. Cuando, en verdad, la suerte no existe. Ni el destino. Existimos nosotros, y de momento.

Pero tenemos la mal costumbre de creernos que el mundo gira a nuestro alrededor, y que siempre nos va a dar las cartas que necesitamos para ganar la partida. Nos creemos que somos alguien, cuando somos uno más de cientos de miles de millones que siguen pensando que somos importantes. Que somos los elegidos. Las estrellas de la película. Que todos y cada uno de nosotros vamos a triunfar, a estar sanos y a morir en una cama de plumas de faisán rodeados de nuestros seres queridos, que aún encima nos recordarán como grandes y bellísimas personas. Y siento decirlo que seo no lo ha conseguido nadie, porque es irreal.
Tenemos esa idea de que podremos lograrlo todo, ser quienes queremos ser, que trabajando duro y  dejándonos la vida en ellos, podemos conseguir lo que sea que deseemos en nuestras entrañas. Por el mero echo de desearlo. Como si fuéramos dioses, como si tuviéramos el control de algo, como si fuéramos inmortales. Y esto es la mayor tortura que nos hemos inventado. Porque somos fantasías hechas realidad por caprichos del día a día y fluidos corporales. Porque vivimos sorteando a la muerte y a los desafortunios día tras día, sin valorar lo que eso implica, y preocupándonos por memeces que ni están en nuestras manos ni son tan importantes. Porque en cualquier momento este viaje se termina, se apagarán las luces y no habrá nada después. Ni frío, ni luces, ni nada esperando por nosotros. Porque todo eso, de nuevo, nos lo hemos inventando para no tener que enfrentarnos día tras día a la cruda realidad de que, en el fondo, no somo tan importantes. 

También me gustaría hablar de porque somos lo peor que nos ha podido pasar, como nos torturamos por dentro y no dejamos de aferrarnos a culpas que, a pesar de todo, no son nuestras. Como nos sentimos pequeños después de una gran decepción, sobretodo cuando es el mundo el que te está dando todas las indirectas para que te des cuenta de que no eres suficiente, no eres especial, no eres nadie y te lo creías todo. Como esa misma voz que te ha alentado a escondidas durante tanto tiempo, haciendo que imaginaras futuros alternativos en los que lo tenías todos, y eras todo lo que siempre habías soñado, es la misma que se encarga de hundirte en el barro hasta límites insospechados, de clavarte las dagas en el pecho y anudarte una piedra en el tobillo, para asegurarse de que te mantiene allí donde quiere mientras continúa leyendo todos y cada uno de tus miedos.

La cuestión es ser capaces de salir de ese círculo vicioso; y para ello, lo mejor es asumirlo. No, no y no. No eres, no serás. No esperes, y así recibirás. No anheles, y así no tendrás que volver a pasar por esto. Acepta las cosas tal y como son, como vienen, sin esperar más ni contar con nada, y abraza a lo que venga y descarta lo que no aparece.

domingo, 10 de junio de 2018


A veces, los estereotipos me pueden. Me juegan malas pasadas, me revuelven las tripas hasta que son capaces de poner mi mundo del revés, hasta que convierten mi respiración en jadeos y los pensamientos tranquilos en dardos envenenados. Más de lo que deberían, más de lo que estoy acostumbrada a permitirles, más de lo que soy capaz de asumirlos y gestionarlos. Y esto está sucediendo bastante a menudo últimamente, y no entiendo el por qué.
Desde hace una temporada, tengo la sensación de que me he vuelto más blanda, más transparente, más ligera, más insegura. Que he abandonado del todo la muralla en la que me refugiaba hace años, y tras la que era tan feliz, y estaba tan protegida y segura conmigo misma. Ahora, que me expongo del todo y soy reversible y transpirable, estoy aprendiendo muchas cosas, y estoy absorbiendo muchas cosas. Y casi todo es positivo, sin duda; pero luego llegan estos momentos en los que me consumo y me revuelco en mis propias cecinas, y no es por hacerme ningún bien. No es tocar fondo para aprender del golpe, sino que me adapto a estar ahí abajo, a susurrar, a creerme lo que veo sin cuestionarlo, a ser inocente. Y este mundo no está hecho para la gente inocente. Porque, a cada día que pasa, veo una cara peor a la de ayer, y hace ya meses que no soy capaz de enfrentarme a ella.

Un ejemplo, es la cantidad de veces que lloro al día. Lloro por todo, tanto de felicidad como de dolor interior. Y lloro a mares, sin consuelo ni tregua. Me deshago en mil pedazos, de ahogo en sentimientos y por mis ojos se expresa todo ese mundo interior. Y no me gusta, no quiero dar siempre mi cara más vulnerable, cuando en el fondo he sido fuerte, tremenda, enorme en cuanto a reveses del viento. Y ahora me mecen, juegan conmigo y hacen de mi lo que sea. Y no quiero que esto siga siendo así. Quiero volver a llorar cuando sea necesario, no a la mínima que experimento cualquier tipo de sentimiento. Lo dicho, me he vuelto blanda y reversible, transparente, liviana, y pequeña. 
Pero volviendo a lo que venía. Ha habido un comentario, que ni siquiera iba dirigido a mi persona, pero me incumbía. Y se paralizó el mundo, y el metro arrancó dejándome en las vías. Y en mi cabeza, pequeño ente que no descansa incluso cuando el resto de mi ser no puede ni dar un paso más, aquello se magnificó. Se convirtió en un monstruo feroz, un ser que se escondía en los recovecos de mi persona y que aprovechó ese momento en el que me quedé sin respiración para nutrirse y emerger con toda su fuerza. Y destruir los tabiques sobre lo que se sustenta mi seguridad, mi autoestima, y mi amor propio. De un plumazo. Y volví, sin querer, a tener quince años, a mirarme en el espejo y no ver a quien soy, sino a lo que ese monstruo deseaba que fuera para seguir alimentándose del odio. Por un comentario. Por cinco palabras vacías en mitad de una conversación sin sentido. Y estallé en llanto, en miseria, en dolor profundo y arraigado desde las vértebras. Sin razón ni porqué, simplemente porque ya no soy capaz de gestionar quien soy, ni lo que proyecto sobre mis hombros.

Y esto tiene que parar, porque esto es la cara mala de todo el proceso de deconstrucción para construir. Que cambio, que los básicos que radican en mi manera de ser mutan, se adaptan a las circunstancias, se esclavizan ante otras cosas que considero más prioritarias, dejando de lado las raíces. Y, de tanto descuidarlas, se han comenzado a podrir, sin darme cuenta o sin querer percatarme. Que no es culpa únicamente de la sociedad, del mundo, del ser humano, o de las palabras; que la culpa es mía, por haber intentado seguir con este cambio hacia mejor sin preocuparme por reciclar y conservar lo que me hace fuerte, lo que me da esperanzas y lo que me hace seguir siendo quien me gustaría ser. Porque la realidad es esa: he crecido y he mejorado dejando de lado todo lo que había crecido, aprendido y mejorado desde que comencé a tener razón de ser.
Tengo un grave problema de gestión de emociones. Y cada día soy más consciente de ello. Y sé perfectamente que es debido a que hasta ahora, no había nada que gestionar. Las circunstancias sucedían, las dejaba pasar y las archivaba sin ni siquiera mirarlas o prestarles atención. Eran pedazos de mi vida que únicamente servían para evocar las noches tristes en las que me encontraba a mí misma escondida bajo las sábanas sollozando porque la mochila de explosivos por fin había detonado. Y esto ocurría una o dos veces al año, y a la mañana siguiente me lavaba la cara y no se volvía a hablar de lo que había ocurrido la noche anterior. Porque no había nada que aclararme a mí misma; el vendaval ya había terminado, y era un día nuevo.
Pero ahora, me he acostumbrado o mal acostumbrado a analizar lo que siento, a dejar que me invada y me arrastre; a entregarme a mis sentimientos sin importar en que orilla me dejen. Y esto es maravilloso en ciertos escenarios, pero no siempre. 

No sé qué es lo que tengo que hacer para solventar esta situación. Porque respirar y analizarlo tranquilamente una vez que ya haya pasado no sirve, como estoy haciendo ahora. Porque intentar controlarlo en el momento, en mitad de la enajenación, tampoco es una opción, ya que se me antoja del todo imposible. Supongo que lo suyo sería ser capaz de cortar el brote de raíz, arrancarlo en cuanto comienza a florecer, como hacía antes; pero en vez de arrojarlo a mi cajón oscuro particular, debería ser capaz de sacarlo una vez las aguas estén más calmadas, analizar todos sus ángulos y sus vértices, y tomar después la decisión de entregarme al mar, o seguir en la orilla sin mojarme los bajos del pantalón. Pero no me creo capaz, visto lo visto, de poder hacer eso. Porque, ya que no tengo las piernas poderosas que tenía antaño, mi mente es aquello que conduce mis pasos. Y le he dado mucho poder, y me controla por completo hasta el punto de que se ha vuelvo irracional e improductiva. Únicamente siente, cuando no es su función, o al menos no debería serlo para mí. Y echo de menos cuando era fría, útil y calculadora; cuando mi yo del pasado sabía que era lo que iba a pasar, como iba a reaccionar, antes incluso de que sucediera lo que tenía que pasar. 

Así que la lucha puede que siga siendo conmigo misma, en vez de querer que sea contra la sociedad. Porque la sociedad puede conmigo, y me alimento de ella, y eso repercute en cómo me siento, en como respiro, y en como reacciono ante mis días. El enemigo duerme conmigo sobre la misma almohada, y él no duerme. Tengo que ser capaz de volver a controlarme, de volver a levantar un muro preventivo, semi-permeable, pero seguro. Cimientos sólidos para una vida tranquila, y que las riadas no puedan con ellos. O un vaso de agua volcado. O las lágrimas que desbordo, como mínimo, dos veces al día.

martes, 22 de mayo de 2018


No soy perfecta, y reconozco que he intentado serlo. Por soberbia, por orgullo, por no dar que pensar, por no aceptar, por no conformarme. Porque, hasta hace poco, entendía que conformase era rendirse; pero conformarse es, realmente, aceptarse, comprender nuestras limitaciones y saber vivir con ellas. No soy perfecta, y he intentado con todas mis fuerzas conseguirlo. Y he fracasado, y me he frustrado, y me he sentido inútil. Indefensa. Nula. Vacía.

Soy quien soy, quien quiero ser, y quien puedo ser. Y mis consecuencias y, por supuesto, mis circunstancias. Mañana puedo no ser yo, y serlo más que nunca, más que hoy, y más que pasado mañana. Y, por ello, sigo creciendo, sigo mejorando, pero no para ser perfecta. Porque tampoco entiendo que es ser perfecta, ni lo que conlleva. Que igual ser perfecta radica en ser imperfecta, sin saber que lo eres. Pero ya no quiero ser perfecta, porque por todos los caminos por los que lo he intentado han acabado en una pared de ladrillos fría y húmeda. De decepción, lágrimas y gritos. De demasiado esfuerzo en querer pretender ser alguien que no soy, en un mundo que no quiero conocer. Tampoco entiendo porque esta obsesión con la perfección. Con las figuras, los rostros, las metas, el éxito y la felicidad. No somos felices, pero somos temporalmente felices. Y no hay nada malo en ello. Pero, por algún motivo, nos venden no sé quién, ni quiero saberlo que debemos serlo. Ser siluetas sin forma, almas sin entrañas, botellas hermosas y heladas. Que, siendo quienes somos, no somos del todo. Y he intentado no ser quien soy, y no me ha funcionado.

Soy complicada. Mucho. Muchísimo más de lo que soy consciente y de lo que he admitido hasta ahora. Y me encanta ser complicada, no saber lo que siento y sorprenderme sintiéndolo, porque sé que soy así por momentos. Soy simple. Mucho. Muchísimo más que la primera hoja de una libreta nueva, y por ello vuelvo a ser compleja. Soy ambas, y soy más. Mucho. Muchísimo más. Y no me arrepiento, ni debería hacerlo. Porque en ser sin ser y volviendo a ser quien soy, es donde radica la esencia de lo que late en mis piernas, lo que surge de mis cimientos, lo que se derrumba en momentos triviales y lo que se afianza con fuerza en las decisiones difíciles. Pero de todo lo que soy y dejo de ser para volver a ser, tengo claro algo que jamás seré: perfecta. Porque no lo entiendo, no lo comparto, no lo visualizo. No sé qué quiere decir, cual es el fin de este principio, la razón por la cual seguimos escarbando con las uñas en carne viva en la piedra. No es mejorar, no es redescubrirnos, no es darnos una vuelta más de tuerca, presionarnos a dar el salto, o lanzarnos al vacío. Es amargarnos los días y las horas con críticas que se aferran a nuestras cinturas como ponzoña agría. Y lo vemos todos los días, y somos incapaces de deshacernos de ello. Porque susurra suavemente en nuestros días buenos, dándonos la satisfacción divina equivalente a una calada liberadora; y porque nos envenena las raíces en los momentos oscuros, en las horas flacas en las que todo se arremolina a nuestros pies para terminar siendo polvo y arena. Porque, en el fondo, nos gusta sufrir. Nos gusta tener ese veneno en el pecho, dejar que ebulla y comienza a evaporarse, que salga por nuestra boca arrasando con todos, dañando al resto, contagiándolos, haciendo que sus susurros se conviertan en arañazos, arrastrando la desazón a rincones alejados de nosotros. Para volver a estar en calma. Durante unos instantes, volver a respirar profundo y ser conscientes, o semi-conscientes, de que lo estamos haciendo bien. De que el problema es del resto. De que nosotros somos perfectos, y es el resto del mundo el que está en nuestra contra. Cuando somos nuestros propios peores enemigos, y llevamos desde el día en el que nacemos cavando nuestra tumba y frotándonos las manos, sabiendo que el momento está cerca.

Somos humanos. Somos orgullosos. Somos la especie poderosa. Y no podemos permitir, ni admitir, que somos responsables de nuestras propias circunstancias. Porque eso implicaría darnos por vencidos, tirar la toalla, perder la partida. Pero, si lo hiciéramos, igual el peso de nuestros hombros sería más liviano, podríamos nadar, y vivir en calma sin apostarlo todo día tras día. 
Algo tan sano, tan necesario y vital como ser felices, se ha convertido en una trivialidad que dejamos en manos del resto voluntariamente, haciéndoles responsables de lo que sentimos, pensamos, de cómo nos comportamos o dejamos de hacerlo, de quien debe morir y a quien queremos mantener cerca. Así, seguimos delegando el poder de un todo completo en el resto, dividiendo sin sentido, y terminamos sintiendo que nos faltan partes de nuestro propio ser. Entonces, es cuando comenzamos a buscarlos en las miradas ajenas, en forma de aprobación, de ascensos, de metas improbables que solo queremos alcanzar para complacer al resto de pedazos en los que nos hemos entregado. Sin sentido, sin saber si es eso lo que realmente queremos, sin querer asimilar que podríamos ser felices con mucho menos. Porque queremos más, porque somos depredadores natos, porque en este mundo en el que matas o te dejas matar, no tenemos otra opción. ¿O sí?

Yo creo que sí. O eso espero. O eso intento. Tenemos cicatrices y estrías que demuestran que no estoy equivocada, que todos tenemos cumbres y valles, que todos lloramos y reímos por las noches. Que tenemos vicios inconfesables por no querer asumir que es lo que nos mueve por dentro, nos alivia, nos desahoga en este huracán de vida a la que nos enfrentamos día tras día, hasta que no podemos más. Y podemos seguir dando palos de ciego todo el tiempo que queramos, hasta que este se agote del todo, y ya, realmente, no tengamos opción. Todo es efímero, y estamos desgastándonos sin gustar ni gustarnos. Cuando lo importante, realmente, es solo lo segundo.

Puede que sea perfecta, porque simplemente sea yo, y me dejo ser. Porque sonrío y lloro, porque tengo pensamientos irracionabes, porque se me encogen las tripas y se me eriza el pelo, porque me excita el futuro, me enamora el presente y añoro el pasado, sin dejar de ser yo. Yo hoy, quizás yo mañana, pero seguro que no yo pasado. Que cambiamos, que no somos estáticos, que no estamos hechos para permanecer durante mucho tiempo, que tenemos inquietudes. Que no son las mismas que las de todo el mundo, y no hay nada malo en ello. Que alzar la voz no debería de ser delito, que buscarse las cosquillas es lo que deberíamos aprender a hacer desde el colegio, en vez de asentir y callar. Que las vendas caen por si solas, pero es mejor aprender a desatarlas. Que tenemos miedo, ganas, necesidad, hambre y sed aun comiendo y bebiendo. 
 
Que hemos de ser inconformistas natos de nuestros propios conformismos. O perecer en el intento.

miércoles, 9 de mayo de 2018


Hablemos claro y conciso. No tengo tiempo para mí, y tampoco sé si lo quiero tener. Pero es necesario mirarse los adentros de cuando en cuando, ver que es lo que te remueve y lo que te corroe, y aprender de ambas versiones. Puede que lo estemos haciendo mejor de lo que pensamos, o vernos en la mínima cuando nos sentimos en la cima del mundo. No estamos hechos para ser perfectos, pero tampoco para no intentarlo. Llevamos años -yo-, por no decir siglos -la humanidad-, intentando refinarnos, ser mejores de lo que fueron los que pisaron estas tierras antes, alcanzar objetivos marcados por generaciones y destruir muros levantados por la ignorancia. Y todo avanza muy rápido, y deconstruirnos en tantos aspectos no es sencillo. Sobre todo, cuando la sociedad parece estar dos pasos atrás de lo que hemos avanzado. Puede que no la sociedad, sino el concepto que tenemos de ella -"todo por y para el pueblo", creo recordar-. Y estamos en un punto en el que está mal ser, pero está peor visto no ser; en el que todavía tenemos que guardarnos las espaldas y medir las palabras, y en el que pensar contra la corriente sigue siendo delito.

No quiero, porque ni puedo ni debo, dar lecciones morales ni explicar que es lo que se me pasa por la cabeza cada vez que pongo un pie en la calle. Ni lo que grita mi centro de equilibrio a gritos cada vez que me enfrento a un nuevo revés del día a día. Porque tampoco creo que esté preparada para exponer mi mundo entero, mi falsa tranquilidad interior y mi ritual de despojarme de todo cada vez que me siento a respirar. No, no es el mejor momento para enfrentarme a todo eso, darle la vuelta y sacudirlo para ver que cae; porque está tan fisurado, que a día de hoy no sería posible volver a componer todas las piezas. Y necesito mantenerme entera, aunque eso implique cerrar los ojos de cuando en cuando, acallar las voces antes de dormir, e ignorar inquietudes. Pero no implica dejar de luchar. Porque estoy harta, de tantas y tantas cosas para las que no estoy preparada, porque no soy suficientemente valiente.

Cuantas veces he dicho ya que no hoy, ¿verdad? Es porque ese es el mayor de los miedos. Porque todo es circular y todo vuelve a donde radican las raíces, y porque alejarse deja de implicar reencontrarse. Y es hora de volver a poner los pies en el asfalto, pisando fuerte las grietas del suelo, del mundo, de mi mundo. De retomar lazos a medio romper, de volverlos a tejer, aunque nos tiemblen las manos, de respirar profundo y de tomar decisiones por y para mí. No es que crea que hasta ahora lo haya estado haciendo mal, es que no me he dejado el espacio ni el tiempo suficiente como para hacerlo como debería, como a mí me gustaría. Supongo que es cuestión de prioridades, y de dejar de anteponer las del resto a las mías. Sin querer incriminar a nadie, porque últimamente las necesidades a las que atiendo son generales y no personales, lo cual es aún peor y más doliente cuando una se da cuenta de lo que está haciendo. Porque ya puestos a deshacernos de lo tóxico que nos hace responsables de pesos y torturas ajenas, que sean de gente a la que queremos. Que hacerlo de vez en cuando, siempre que tus pilares se mantengan por si solos, es cuidar. 
Y mis pilares están comenzando a sustentarse, poco a poco, día a día. Aunque haya momentos en los que me piden tregua, descansar y recomponerse por ellos mismos; pero ahí están, dispuestos a quedarse y a seguir aguantando lo que venga, que para eso lo hicieron durante tantos años hasta que a cierta servidora le dio por descubrir que, incluso los que no se lo merezcan, pueden tener derecho a sentir, llorar, amar y revivir. 

Con todo esto, lo único que quiero decir es que ya está bien. El mundo no es sencillo, y no porque esa es su condición natural, sino porque nos lo hacemos dificil. No todo es perfecto, ni muchísimo menos, ni va a serlo jamás; y es justo ahí, en las imperfecciones de los quehaceres, donde radica la belleza y la sabiduría. Y cada día que pasa, me siento más sabia, de tanto fallar, de tanto dejarme las rodillas contra la piedra, de tanto lamerme las cicatrices. Porque me sé levantar sola, pero prefiero levantarme acompañada de quienes saben darme lo que necesito para comenzar y terminar por mí misma. Que es la esencia del querer, a fin de cuentas; apreciar lo bonito de la realización en las esquinas peliagudas del otro. Y yo estoy preparada para volver a querer, volver a cuidar, volver a dar sin importar que no reciba nada a cambio, volver a ayudar a quien quiero seguir manteniendo a mi lado. Sin importar, dentro de principios morales básicos y mortales, que es lo que haya sucedido. A ciegas, dando palos a oscuras a lo que sea por tal de apartar la muralla que haya que derribar. Porque dos garrotes hacen más fuerza que uno.

Después, están todos los conflictos a nivel tribu a los que nos estamos enfrentando. A ver cómo nos desuellan la piel, nos arrebatan el habla y las fuerzas para seguir respirando, la identidad y la versión de los hechos que hace daño. La cruda realidad, o el maravilloso futuro que podría ser. Lo bueno es que cada vez somos más los tarados que notamos las cadenas de algo que se nos ha quedado demasiado pequeño para seguir callando y tragando. No puedo hablar por todo el mundo, y tengo la sensación de que estoy hablando de más de una cosa y que cada cual que lea esto lo interpretará de una manera distinta. Lo cual es bueno, porque habrá más motivos para levantarse, y porque hay menos conformismo al que enfrentarse. Lo cual también es malo, porque implica que estamos más jodidos de lo que había pensado.
Pero las cosas van a cambiar. Y no porque esté segura, o porque tenga confianza en que va a ser así; sino porque ya estamos haciendo algo. Por poco que parezca, grano a grano, día a día, grito a grito, piedra a piedra, se va demoliendo la estructura. Los cimientos se van resquebrando, impotentes, ante el avance de las raíces que llevan demasiado tiempo calladas.
 
Y es a eso a lo que me aferro noche tras noche, antes de caer rendida. Por no tener tiempo, por no querer tampoco tenerlo. Porque quieta, no aporto nada; y porque, callada, tampoco.

domingo, 25 de febrero de 2018


Me siento libre.

Calma después de la tempestad, paños mojados y un carnaval triste. Finales felices, palomas blancas, petunias en rama. Espasmos de viento, lenguas de sal y majas desnudas redescubriendo la línea que une su cintura con su espalda. Uñas negras, labios cortados, dientes rotos, y medias quebradas. Fumata blanca. Fin de un ciclo, esperanzas renovadas e ilusiones en botellas de plástico, porque nos hemos dejado los restos en la última carrera. En los últimos metros. Pero hemos conseguido llegar al final. Y aún estamos recuperando el aliento, sin permitirnos pensar en nada más lejos que mañana. Disfrutando las semanas ignorando que, aunque algo haya terminado, hay que empezar con lo nuevo. Que hemos dejado asuntos colgados en el pomo de la puerta, y hemos cerrado con llave. Y pasado el pestillo. Creando la falsa ilusión de que nos merecemos este descanso, este respirar profundo, este dormir hasta tarde y despertar con la luz del sol en las pestañas. Y nos está sentando bien.

Ignorar es sinónimo de libertad, desde siempre. El problema es que es ahora cuando comenzamos a ser conscientes; cuando nos hemos dejado la piel y las ganas en resolver preguntas, en retorcernos las entrañas, en exprimirnos el ingenio. Y hemos obtenido como resultado la cara más oculta de la luna, las respuestas que no queríamos oír y que solo imaginábamos en nuestros peores sueños. Inquietarse, descubrir y resolver nos ha jodido la vida a todos, y por eso, a día de hoy, desearía ser ignorante. Pero no puedo desaprender ni deshacer los pasos dados, así que solamente puedo abstraerme del mundo durante unos días, unas horas o unos segundos, con los ojos cerrados y la mente en blanco. Regalándome instantes de amnesia a mí misma, encerrada en mi habitación y disfrutando como si no hubiera un mañana de sábanas limpias, de café recién hecho, y de un cielo sin nubes. Sin leer, sin música, ni cine, sin nadie; porque estos cuatro elementos, juntos o por separado, volverían a revolver las muescas, levantando el polvo y dejando entrever que este pequeño mundo que he creado para mí no es más que una ilusión. Que, detrás de mi ventana, el panorama sigue siendo tan desolador como siempre. Así que sí, estoy terminando la semana engañándome a mí misma, posponiendo el momento de enfrentarme de nuevo a la realidad, de salir a conocer esta nueva etapa que me depara.
Creo que es la primera vez en mi vida que me tomo un tiempo de transición. Y no es que antes me fuera mal cambiando de estado sin necesidad de descansar; es que, en esta última etapa, las situaciones me abrumaban, me derrumbaban y me aprisionaban, haciéndose dueñas de los días y las emociones. Dejándome a mí misma en un segundo plano, sucumbiendo al pánico, buscando sin éxito algún resquicio de quien era en el momento de embarcarme en esta vida. Y llegué al final casi ahogada, desnutrida, moribunda y sin ambición ni sentido; y aún creo que sigo así, en muchos aspectos. Y queda mucho por andar. Y no me creo ni veo capaz de poder comenzar.

Pero, a medida que no hacemos mayores, tenemos menos derecho a desconectar del mundo. Obligaciones, les llaman. Y las mías llevan ya unos días reclamando mi atención, pero no quiero. No quiero volver a ese círculo vicioso en el que no era que me destruyera, sino que ni tenía la más mínima intención de cuidar. Me he abandonado a mí misma de una manera que hasta me avergüenza. No hay magia, ni hay duende; ambos desaparecieron en el momento que vieron que yo no estaba por la labor de ayudarles a reflotar. Que estaba demasiado ocupada en manejar malabares imposibles y en seguir respirando, como para continuar floreciendo como hacía antaño. Y antes de volver al tiovivo que es mi vida más de la mitad de las veces, me gustaría recuperarme, pero para eso necesito tiempo. Y es lo que estoy intentando darme. Porque ahora mismo, tengo pánico de volver al día a día, a tomar decisiones, a plantearme mi futuro siquiera. Porque hay tantas posibilidades, tantas puertas abiertas y una única oportunidad de decisión, que cualquier error pasará factura. Y ahora mismo no estoy en condiciones de escoger por mi yo del presente, de dentro de diez años y de dentro de cuarenta. No puedo plantearme que van a querer o necesitar esas versiones de mí misma, cuando hace un año era incapaz de imaginarme como me encontraría hoy en día.

Me siento libre, y me siento extraña. Siento que ya no encajo en las plazas en las que solía bailar, que el aire no silva igual y que la Tierra gira en contra-dirección. Que quiero seguir avanzando, pero no me quiero mover, básicamente porque sería el mayor error que podría cometer ahora mismo. Que hay demasiados lastres en mi vida, o desilusiones provenientes de este periodo de sombras, que tengo que solventar antes de seguir. Que la persona que me devuelve la mirada en los espejos es pequeña, débil y frágil; que necesitó ayuda y no la supo encontrar ni pedir. Que los cimientos que en su día tenía tan claros, resultaron ser de sal cuando arraigó el temporal. ¿Y qué hago ahora yo con todos esos pesos? ¿Y cómo explico esa sensación de libertad que tengo cuando estoy yo conmigo? Puede que sea por eso, porque me aíslo. Y hacía tanto que no estaba sola y en silencio, que se ha vuelto una experiencia casi novedosa del todo, algo que necesitaba con ahínco sin saber casi que existía. Que me sobra el mundo, y mi mundo soy yo. Pero no quiero escuchar, no quiero sentir, no quiero siquiera respirar por miedo a terminar pensando, y pinchar esta falsa libertad. No soy libre. Sigo siendo esclava de lo que he sido siempre: de mí misma, de esa idea y esa necesidad de correr que llevo arrastrando ya demasiado años. De ponerme metas cada vez más inalcanzables y llegar a ellas para rozarlas durante unos instantes. Y luego querer más, dar más, perder más, sufrir más. ¿Hasta cuándo? ¿Cuándo no voy a necesitar ese estrés, esa tensión, ese tentar los límites y descubrir que aún puedo saltar más alto? Porque yo creo que ya va siendo hora. Porque creo que este es mi límite, porque esta última embestida ha cambiado las reglas del juego. Porque mi cuerpo y mi mente han comenzado a fallar, y ha sido tal el revés que hasta he parado. Me he dado tiempo. Por primera vez en mi vida, he parado de verdad. He puesto mi vida en pausa durante unas semanas. Sin decir nada, para no tener que dar explicaciones, porque seguimos sin querer pedir ayuda, sin saber el motivo. Y esas desconexión me hace sentir libre. Porque cortar toda relación humana, física y emocional, aunque sea por unas horas, es mi idea de libertad. 

Soy libre conmigo. Y soy libre sin mí.