martes, 26 de agosto de 2014


Bendito sea el silencio. El silencio etéreo, puro, que no se interrumpe. Benditos y bonitos, los silencios que no son incómodos. Soy fan de ellos, y los colecciono. Los encuentro por casualidad -porque, como todo lo bueno en esta vida, solo aparecen cuando no los buscas-, los absorbo, y los suelto al aire, para que se deshagan como el canuto en tu sonrisa torcida. Y como voy a echar de menos esa sonrisa.
Porque hay momentos que son redondos, y que cualquier otro sonido que no sea estrictamente necesario para que el tiempo siga corriendo, rompe la armonía. Y así, no pido otra cosa que más tardes de rocas, suspiros, gemidos, y el romper de las olas de fondo. Porque, con solo eso, estoy completa. Porque Irlanda está más cerca de lo que pensamos, y porque he encontrado un nuevo motivo para enamorarme de Vetusta. Porque puedo perderme entre jarras frías y en tus manos desnudas, sin dejar de encontrarme. 

Porque mi verano, por fin, se resume en un único nombre. Y no se me ocurre uno mejor, que el que nunca volveré a pronunciar. Porque dejaré que se pierda, que se escape, que desaparezca, sin prisas. Que todo siga su propio cauce y que, si el destino vuelve a quererme, ya nos volveremos a encontrar. Porque no hay dos sin tres. Y porque he visto precipicios que quiero explorar, y que te los has llevado. Porque no podemos salvar al otro, pero nos lamemos las heridas. Y porque las casualidades existen. 
Porque dos extraños, dos personas que están fuera de lugar, que escuchan música sucia, y que mencionan a Kant en una primera conversación, merecen una segunda parte. O eso creo yo. Porque no sé que tienes, no sé que me das, ni sé que pasa conmigo cuando me muerdes en la espalda. Cuando me consigues desnudarme, capa a capa, y entrever lo que escondo. Cuando no te da miedo lo que ves, cuando no sientes pena, cuando no intentas taparme, cuando solo te quedas mirando, y susurras "todo está bien". Cuando me miras con hambre, cuando no podemos más, cuando nos despedimos con una sonrisa que esconde palabras mudas, que no es necesario pronunciar.
No te echaré de menos, porque no tenemos una historia que recordar. Y, para mi, eso es echar de menos. Pero algo si que haré contigo, con tu recuerdo, tu presencia, tu olor por las mañanas. No sé lo que, pero algo haré. Supongo que te dejaré en el mar, donde te conocí, donde te despedí. Supongo que seguiré en silencio. Lo que tengo claro, es que tengo que agradecerte -aunque tampoco sé lo que-. 

Tengo claro que en seis días -y, sobre todo, seis noches- repartidas en un mes, en distintas ciudades, en distintos lienzos, en distintas cervezas; has conseguido que me entregara en todos los aspectos. Has conseguido desnudarme, y eso no es fácil. Y me has proporcionado mucho más que una historia de verano. Le has dado un vuelco a mi vida, y joder, me has puesto las pilas.

Y joder, ojalá mi culo en tu piscina. Y joder, ojalá una última ronda en el puerto. Y joder, ojalá volver a discutir a miradas. 

viernes, 1 de agosto de 2014



El quit de la cuestión es ser capaz de repetirme hasta la saciedad que no puedo enamorarme. Y si esto sale bien, el resto vendrá tan solo con buenas noticias. El problema es que, cuando le das unos pocos miligramos de cocaína cortada a un ex-drogadicto, la cosa se pone fea.

Y aquí estoy yo. Obsesionada por las brumas, perdida entre recuerdos fogosos de noches demasiado cortas, al igual que mis faldas, al contrario que tus palabras. Sin saber hacia donde torcer en la próxima intersección, porque vuelvo a ser un pasajero más, sin tener las riendas, ni la voz, ni el voto. Vuelvo a jugar en segunda, en tercera, y me siento en el banquillo en cuarta. Porque puede ser que haya vuelto a cara, porque puede ser que no lo descarte. Que no te descarte. 
Porque, por fin, las cosas bonitas tienen un buen comienzo. Pero, de nuevo, las ironías juegan un papel fundamental: cuando hay un buen comienzo, el final se lee fácilmente, y es nefasto; pero cuando el principio no merece la pena, ni promete, es cuando el final se convierte en el hecho más apasionante que hayamos oído escuchar. Llámalo maldición. Llámalo mal karma. Llámalo demasiados años de cacería y pocas libres que merezcan la pena.

Porque, sin saber porqué, ni por dónde, esto ha dado un giro repentino. Y los deseos formulados en las noches de flexo, café, apuntes y estrés, se han cumplido. Por extraño que parezcan. Y han llegado en forma de ojos azules, cerveza fría, y los susurros de Calamaro en mi espalda. Y los de rap madrileño en la tuya. 
Cuando no podemos hablar de años, hablamos de meses; y cuando no podemos hablar de meses, hablamos de semanas. Y partiendo de que ha sido una semana lo que hemos tenido, dividamos los días en meses, y las horas, en infinitos. En profundidades, en suspiros. En agonías placenteras derrochadas en la arena, perdidas en los puertos y entregadas a la mar. Y eso que no llegamos ni a meter los pies en la piscina, y no precisamente por miedo a coger frío. Pero nos entregamos a la mar, de igual manera que lo hacen los marineros: a ciegas, a tientas, por instinto.
Jugábamos a perder la consciencia, y ganaba quien hiciera que el otro perdiera la cabeza. Y muchas veces gané yo, y muchas veces ganaste tu. Pero me han ganado la mano, la partida y el temblor de piernas. Y me han dejado endeudada. En deuda contigo, por ser doce minutos; en deuda con el tiempo, por el dividendo de horas que le debo, y las que me ha quitado sin recelo. En deuda con la noche, por seguir siendo igual de oscura como recordaba; y en deuda con los susurros, que dejan pasar lo justo y nada más. 

Así que, hoy, esta noche, en la que no puedo dejar de esperar que me digas algo, para volver a respirar, me he dado cuenta de que voy por el buen camino. Que he conseguido superar mis miedo, aunque no de la mejor manera. Porque aferrarse a un hasta de hielo a punto de derretirse, no es la mejor manera de salir del agujero, pero es una más; no digo que sea la más eficiente, porque no la es. Porque el problema del hielo, al igual que el de los ojos azules, es que puede resbalar, y hacer que el pozo se haga un poco más profundo. Y lo bueno que tiene es que, quieras o no, refresca las heridas, haciendo que alivien un instante y que te recuerden que no todo está perdido, que no estás hundida.

Yo, ahora mismo, solo pido que me dejes ser marinero, o soldado, o lo que quieras. Pero que me dejes volver a serlo una vez más. Porque, como tu me has enseñado, lo importante no es el color o el tamaño, si no la forma que tenemos de mirar, y de transmitir mediante eso. Y por eso, mi última calada de esta noche, te la dedico a ti, y al canuto ladeado  de tu sonrisa torcida.