sábado, 31 de enero de 2015



Volver a donde todo comenzó no es ni fácil, ni agradable. Pero es absolutamente necesario. Es una manera de reconectar con todo aquello que has perdido por el camino, ya sea para bien o para mal; pero, al fin y al cabo, es una pieza más de lo que eres. No podemos prescindir de ello, ni dejarlo de lado aunque parezca la solución más lógica a la necesidad insaciable de huir. Porque estamos hechos para desaparecer en un momento dado, guiándonos por ese instinto innato de supervivencia; pero, como todo, hay un límite. 
No hablo de límite social, ni emocional. Hablo de un límite personal, un halo de energía o de poder supremo o de morriña empedernida, que nos hace volver a casa para darnos la hostia, temporada tras temporada. Y después de reventarnos la cara contra el suelo, y de recuperar, otra vez, el conocimiento, volver a la carga. Porque, por lo menos para mí, es totalmente imprescindible volver a mirar a la cara al miedo, a la tortura que te machaca psicológicamente las noches en las que estás sola en casa, y tienes tiempo, humor y la música en "modo aleatorio". Y te das cuenta de que todo el mal tiene un origen, una primera vez, y una huida dramática, en la que dejas todo por los aires y esperas que alguien lo recoja antes de que vuelvas.

Pero, deja que te diga algo. Nadie va a recoger tu ropa sucia, ni a limpiar tu desorden emocional. Eso tan solo puedes hacerlo tú. Y, para ello, irremediablemente, vas a tener que volver. Y cuando por fin no duela volver, cuando sea fácil, cuando de verdad lo necesites, vas a saber de lo que hablo. Porque, eventualmente, vas a pedir a gritos volver a respirar ese aire tóxico, volver a estar en las últimas, de puntillas en el precipicio. Vas a necesitar hacerte daño una vez más, para volver arriba. Puede sonar a masoquismo, a daño gratuito y fácil sobre uno mismo, a recaída en mitad de la recuperación. Pero no es así. Es complicado de explicar, y más cuando se lo intentas contar a alguien que nunca se ha visto en dicha situación. Porque tu has conseguido sacarte la venda de los ojos. Tu has podido caminar sobre las llamas sin quemarte, mientras el resto siguen avivándolas esperando que no se vuelvan en su contra; y los miras, desde lejos, con pena. Con una pena sincera, profunda, y que te reconcome el alma. Porque no soportas esa situación, porque te vuelves a sentir pequeña cuando pretenden desafiarte con aquello que antaño te hacía daño, y que ahora solo lo consigue cuando te dejas.
Porque has cambiado, y nadie quiere verlo. O no pueden verlo. O simplemente piensan que es algo pasajero. Que, en algún punto, volverás a ser quien eras; que volverás a dejarte pisar, que volverás a hacerte a un lado para que pasen. Pero lo que ellos no saben es que hace tiempo que las cosas no son así.

Y todo comienza en el momento en el que te sacas la ya mencionada venda de los ojos, y miras a la cara a lo que te atormenta. Y te das cuenta, que en realidad, no es más que tu propio reflejo. Tu proyección de todo aquello que pensaste que jamás serías capaz de hacer por no querer destacar; por no querer que te juzguen, que te señalen con el dedo, que te desnuden en silencio mientras te examinan. Por el más puro miedo al qué-dirán. Y, en cuanto haces eso, y te das cuenta de cuanto te has perdido en el camino de ser lo suficientemente buena para salir de aquí, es cuando tienes que huir. Darte tiempo, estar sola, sin que nadie te indique quien eres, o quien debes ser, o hacia donde tienes que caminar. Huir no es malo, la mayoría de las veces. Huir es sano, normal, y natural. 
Pero hay que tener en cuenta que, si huyes, tienes que volver. Para volver a huir. Y repetir este proceso las veces que sea necesario, hasta que todo se vuelva en calma. Hasta que sean ellos los que tienen miedo, y los que se avergüenzan de no ser suficiente. Que sean ellos los que deseen quitarse la venda, porque escuchan como les narras el mundo desde fuera.