Llámalo que es viernes, que ha sido una semana demasiado larga, o que estoy enferma. Porque manda cojones una bioquímica con gripe después de una semana entre virus. Supongo que, como dicen algunos, son "gafes del oficio", o que simplemente las cosas nunca están destinadas a salir del derecho. Sin más, como conclusión y reflexión barata y rápida, con hilo fino y sin molestarme en revisar los puntos de sutura. Pero no he venido a hablar de esto.
Creo que he perdido la magia. O que la he llevado a otro nivel -me la han alzado a otro nivel-, y todavía no puedo hacer que el resto la entienda.
Antes, podía parar mareas a miradas. A quien quisiera, como quisiera, en el momento que quisiera, y hasta donde yo decidiera. Era así de fácil, y lo hacía todas las semanas; a veces, más de las que jamás llegaré a reconocer, más de una vez en semana, y más de una vez en aquellas veces. Era sencillo, tan cómodo como respirar. Era entrar, analizar, controlar, preparar, y rematar con una sonrisa. Eran pasos sencillo, a prueba de bomba, con las vueltas de rosca necesarias que trae consigo la experiencia en esta arte, Si se puede llamar arte a aquello que se aprende en demasiados años de presas colgadas al cuello, coleccionadas con prepotencia, sin valorar del todo nada más allá que unos rasgos simples. No era de controlar la temperatura antes de tirarme de cabeza ante cualquier piscina, sin importar siquiera que estuviera llena. Entonces, llegó el momento del cambio.
No tengo claro cuando fue, ni como. Tengo más o menos claro en que momento me dí cuenta, y quien me hizo darme cuenta de que en realidad, no necesito nada de esto. Benditas, malditas y jodidas casualidades, que siempre llegan cuando más las necesitas y menos te das cuenta. Y ahora es cuando me doy cuenta, de nuevo, por pura casualidad, de que realmente echo de menos esas noches sin sentido, esas mañanas terribles, y un +34 en mi bandeja de entrada; uno que a veces llega, a veces no, y a veces me hubiera gustado no responder. Pero he de decir que mis mejores casualidades, mi mejores errores, mi mejores batallas y mis épicas guerras han salido de ahí.
Y llegó el momento en el que me plantee que estaba harta de ese mundo. Que si nos habían vendido desde siempre que las historias de cariño -porque me he negado a volver a hablar de amor, teniendo en cuenta que es algo que no acabo de entender ni de compartir, pero de eso ya hablaré otro día-, y que yo creo que ya he cumplido mi penitencia durante mucho tiempo. He jugado, he ganado, he perdido y he aprendido a valorar aquello a lo que antes no le veía ni el sentido, ni el porqué. Sé quien soy, sé quien quiero llegar a ser, sé que quiero dar y a quien. Lo que no sé es que hacer para comenzar a recibir, cuando ya estoy preparada y dispuesta a dar.
No quiero ser un número apuntado en una agenda telefónica, recordado a la mañana siguiente por una cabeza que me pareció interesante la noche anterior, y que todavía está confusa. No quiero que se me valore ni se me interprete como antaño. No quiero tener que salir de cacería noche sí, y noche también, para conseguir un poco de cariño barato. Quiero el puto premio grande. Quiero sentirme querida día sí, y día también, y no solo deseada por las noches. Quiero sentirme deseada. Quiero volver a sentirme así. Quiero volver a dos años atrás, pero con la mentalidad de ahora. Porque sé que habría hecho muchas cosas diferentes, pero sin duda el final habría sido el mismo, con un par de capítulos más. Y quiero hace dos años, pero aquí. Quiero hace tiempo, pero con otra persona. Y no quiero tener que comenzar de nuevo con chupitos y dolor de cabeza de más. Pero no sé hacerlo de otra manera. Y estoy harta.
Harta, cansada, necesitada, perdida, asexuada. Estoy muchas cosas, y no sé si tomarme una noche libre de esta tortura para darme un poco más de tiempo. Para no conformarme con el primero que pase solo porque se acerca a la idea de lo que estoy buscando; y esto será lo que suceda como no vuelva, por lo menos, una noche más al ruedo.
Pero me da miedo. Madre mía, parezco Ted Mosby. Y se supone que yo soy Wendy. Y no sé en que momento se han cambiado los papeles. Me da miedo. Tengo miedo. A volver a calzarme las botas, y que todo se vuelva como entonces: un pez que se muerde la cola de vicio, y que no puede parar hasta que se la acaba arrancando de vez. O peor.