lunes, 2 de febrero de 2015



Nunca digas nunca. Nunca desprecies algo o a alguien porque no es tu prototipo, tu línea de ataque, o tu manera de reaccionar. Nunca te eches atrás por algo nuevo. Porque no sabes como te puede acabar sorprendiendo. Con esto, me refiero a que no todo está escrito, ni mucho menos. Que hay que dejarse llevar por los instinto más a menudo, porque no se equivocan tantas veces como creemos. 
Y aquí estoy, con una sonrisa tonta porque estoy volviendo a jugar. Porque me han vuelvo a convocar después de la peor lesión de la temporada, y me siento bien con ello. Aunque, de momento, siga en el banquillo; pero, oye, por lo menos he calentado, y eso que me vi en el pozo, sin poder volver a hacer nunca más. Hay que ver lo bien que se me dan las metáforas deportivas. Esto es digno de estudio.

Sin irme por las ramas. Esto es algo nuevo, algo que desde este momento puedo asegurar que no tiene futuro. Algo que se va a acabar perdiendo sin remedio, y de lo que no estoy para nada convencida. Pero hay momentos en los que aquello a lo que le has cerrado la puerta día tras día, durante meses, da una vuelta de tuerca a la situación, haciendo que lo veas todo desde otra perspectiva. Y esto ha sucedido en cuestión de unos pocos minutos, en un coche serpenteante por las calles vacías, escondiéndonos de la ley como buenos ciudadanos que somos, con bachata de fondo y chupitos de más. Y sin que pasara nada. Una simple conversación sin sugerencias ni segundas intenciones. Algo limpio y sencillo. Algo que debería de ser normal, pero tal y como están las cosas estos días -y hablo de la sociedad en general, y de mí en particular- no me extraña que esté sorprendida. Ni tensión, ni fuegos artificiales; eso sí, con la confianza y confidencialidad que da el alcohol en vena, y las ganas de llegar a casa. De llegar a casa para dormir. Sin más.
Y se agradece. Porque estoy harta de este juego de luces y sombras, en el que hay que convencer y pactar a miradas, para ejecutar rápido y sucio en cualquier baño, y que dos semanas después ninguno se acuerde del nombre del otro. Estoy harta, y me río de cuando pensar que quizás este fin de semana pudiera pasar hacía que temblara de la emoción. Pero se puede entender: aquello implicaba grandes dotes de seducción, de creértelo, de ser más mayor; implicaba riesgo asumible, que no lo parece tanto ahora. Porque riesgo, queridos míos, sin duda, es dejar que te conozcan. Es ir soltando pequeños pedacitos de ti, y regalárselos a un total desconocido, esperando que no huya al descubrir algo nuevo, y que se quede para seguir coleccionando(te). 

Riesgo es deshacerte en polvo a miradas, que no impliquen un final feliz; es despertar por las mañanas y  no tener que recoger tu ropa interior del suelo en silencio para irte sin dejar una nota. Riesgo de verdad, es dejar que compartan la resaca contigo, que haya momentos de reflexión profunda entre caladas o vapor del café o cubatas aguados. Riesgo es dejar que te desnuden aún estando vestido. Riesgo es mirar a la cara del miedo, y escupir con fuerza, mientras huyes para que no te pille el rebufo. Riesgo es hablar, y es no cumplir las expectativas de lo que se supone que es un "te llevo a casa". Riesgo es lo que se hacía antaño, no la idea que tenemos ahora de amor. Riesgo es no hacer un castillo de un grano de arena, o de unas pocas palabras; sino que es guardar cada grano, y recordarlo con sonrisa de "puede ser. 
Y yo quiero riesgo. Pero riesgo del bueno, del que merece la pena, o del que te acaba destrozando hasta las ruinas si sale mal. Porque ahora, después de más de un año y medio, me doy cuenta de que me arriesgué en su momento; me doy cuento de que salió bien, que me asusté, y me arriesgué para derribarlo todo y no dejar huellas en mi huida precipitada. Que me devastó durante demasiado tiempo, que no estoy recuperada, que sigo teniendo pánico a volver a correr el riesgo. Pero que lo echo de menos, y que volvería a caer.

Porque ahora, si lo miras desde lejos, y haces balance; joder, si que merece la pena correr el riesgo. 

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