lunes, 24 de febrero de 2014



Ojalá aparezcas mañana con una sonrisas en la cara, una enorme sonrisa que inunde toda la habitación, que la inunde tanto que no salga ninguno con vida, que tangamos una muerte agridulce bajo el agua que no deje indiferente a nadie. Ojalá sonrías para mi, para que pueda inmortalizar lo que han creado mortal; para que, durante un segundo, vuelva a creer que tengo control sobre los elementos naturales. Ojalá que no llueva mañana, para que esté de mal humor y me lo saques sin que cueste demasiado. Ojalá que ni siquiera esté nublado.
Ojalá que algún día preguntes, para que las mariposas, las orugas y los gusanos de cementerio tengan motivo e explicación. Ojalá que tenga fuerzas para responder, para no enmudecer sin querer. Ojalá que no me confunda(s), y no diga cosas que ni pienso ni creo, pero que suelen escapárseme cuando menos me lo espero. Ojalá no preguntes, porque no sería capaz de imaginar que sucedería después. Porque después del precipicio, no hay nada; o eso nos han contado, porque la tierra no es redonda y porque todos estamos hechos a prueba de balas. Ojalá que salte, ojalá que saltes conmigo. Ojalá que la tierra sea plana, ojalá que saltemos. Ojalá que no caigamos nunca. Ojalá que no haga frío, porque tu chaqueta no llega para los dos, y no me gusta el calor. Déjalo caer, cáete, caigamos, caigo. 
Ojalá que haga calor, ojalá que me gustase. Ojala la playa, ojalá el mar, ojalá las olas rozando mi espalda, ojalá el sal en los ojos. Ojalá dolor de mentira, ojalá mentiras que duelen más de lo que deberían, y sal sobre ellas. Ojalá que escueza. Ojalá que no tuviéramos que marcharnos nunca. Ojalá que no se pegase todo lo malo, ojalá que no fueras arena. Ojalá que yo nunca me hubiera ido, ojalá que nunca me he ido, ojalá que todavía. Ojalá que los recuerdos no se mezclaran con el futuro hipotético, ojalá que aprendiera a diferenciar. Ojalá fuera más ordenada, para separar las cosas según los verbos, no según el tiempo, para no llevarme sorpresas, ni esperar nada de más; para no desilusionarme, para no romperme, porque las espectativas solo traen desgracias. Porque solo sabemos soñar, o es lo que mejor se nos da.
Ojalá domingos de sábanas y café. Ojalá que tuviéramos tiempo, espacio y paciencia. Ojalá que no hubiera espacio, pero ojalá que un poco más. Ojalá me dejes dibujar, ojalá me dejes morder los lápices. Ojalá no te rías cuando pasee por el salón; ojalá tuviera salón. 

Ojalá vinieras, ojalá existieras. Ojalá no te imaginara tanto, ojalá te viese mejor. Ojalá tuya, pero sin etiquetas; ojalá nunca tuya, ojalá solo mía. Ojalá lo suficientemente orgullosa para no arder cada vez que me mencionas. Ojalá el valor necesario para huir, ojalá el coraje para quedarme. Ojalá no pudiera, ojalá desaparecieras. Ojalá no existieras. Ojalá tuvieras sentido, ojalá que no me tenga que contentar con dártelo. Ojalá me dieras tú sentido a mi por las noches, con los ojos cerrados, absolutamente solo, sin nadie más en tu cabeza. Ojalá supiera que puede ser, ojalá fuera. Ojalá no. Ojalá no compartiéramos demasiado, ojalá no te conociera. Ojalá no supieras quien soy, ojalá que nunca hubieras odio hablar de mi. Ojalá pudiera destrozarte, ojalá no me destroces. Ojalá que tropezara contigo, ojalá que nunca hubieras tropezado conmigo. 
Ojalá un aeropuerto. Ojalá miércoles. Ojalá repetir la escena de la estación de autobuses, ojalá que hubieras sido tu el que te quedabas y yo la que llorase. Ojalá que nunca estés ahí. Ojalá no me despidas. Ojalá no me despida. Ojalá no te des cuenta de que no estoy. Ojalá que no me diera cuenta de que estabas. Ojalá no te hubieras quedado a dormir en mi casa. Ojalá no me hubieras hecho el desayuno. Ojalá no hubieras usado mi ducha. Ojalá mis sábanas no olieran a ti. Ojalá hubiera pasado algo. Ojalá que no haya pasado. Ojalá pudiera no pensar en ello. Ojalá no durmieras a cinco metros de mi. Ojalá hubieras sido valiente, ojalá que tuvieramos más confianza de aquellas. 

Ojalá que todo eso sucediera ahora. Ojalá que no hubiera ojalás. Ojalá que pudiera decir todo esto en voz alta sin dudar, sin tener miedo, sin ser cobarde. Ojalá jamás lo haga. Ojalá, porque volvería a suceder lo mismo de siempre. Ojalá la mala semilla desapareciera. Ojalá nunca me hubieran hecho daño. Ojalá no hubiera aprendido a ser una total, sincera y completa hija de puta. 


Dicen que todos pasamos un momento de crisis existencial en el que no solo nos preguntamos que estamos haciendo con nuestra vida, si no que también hacia donde queremos llevarla. Porque llegas a un punto en el que tienes que echar mano del freno, parar en seco aunque sea en medio de una carretera helada, y aguantar los giros en redondo, sin oposición ni esfuerzo, que vienen después. No puedes hacer otra cosa, pero la verdad es que ya habías perdido el control del vehículo totalmente, así que, ¿qué más da asumir un poco más de riesgo? El caso, llega un momento en el que sabes que lo estas haciendo todo mal. Que cometes los mismos errores que has cometido en el pasado y que, para tu desgracia, no puedes hacer nada para remediarlo. O eso crees, porque la verdad es que tienes las manos tan manchadas de sangre que no puedes más. Porque has roto todas las promesas habidas y por haber, porque no has mejorado nada. Porque sigues siendo el mismo desastre inhumano e inaguantable de siempre, y eso te consume. O desearías que te consumiera; desearías estar tan centrada y tan perdida al mismo tiempo, como estuviste en ocasiones anteriores, que todo te consumiera. Como cuentan que hace la droga, que consigue llevarte a un mundo paralelo, donde lo físico se une con lo mental en perfecta armonía, todo parece tener sentido y nada tiene más valor que aquel que le quieras dar. Eso es lo que ves tu, porque hacia fuera proyectas una imagen totalmente distinta: demacración y consumición total. Y no tantas sonrisas como crees que tienes. Porque estás vacía y llena, demasiado llena al mismo tiempo. Porque tienes demasiado que dar, aunque no sabes como hacerlo; tienes las ideas, pero te falta el empujón que te haga saltar al agua congelada.

Pereza, el peor de los males, y el mejor de los remedios, dependiendo del día. Tenemos obligaciones, algunas sociales y otras morales, pero tenemos obligaciones que cumplir; tenemos gente que espera que demos la talla por ellos, tenemos la convicción de que necesitamos ser aceptados por el resto para querernos como jamas nos querremos si pensamos así. Pero nos han educado en una sociedad donde el listón lo marcan las películas extranjeras, y donde para ser alguien, tienes que bajarte las bragas delante de una cámara. Lo normal, lo que está al alcance del humano medio, no es considerado hermoso ni valioso. Así que, al final del día, ¿qué nos queda? Mirarnos en el espejo y sufrir; torturarnos psicológicamente hasta la saciedad, hasta extremos que a la niña de ocho años que dijo "jamás" aterrarían. Porque nos devoramos mentalmente a nosotros mismos, con un opio legal e infinito, que parece ser que nunca se acaba, porque es eterno como el vacío interior de todos nosotros. Ojalá, ojalá todo fuera tan sencillo como las fantasías que nos venden a todas horas del día; tan sencillo como respirar, como sentir que eres; como imaginar quien no eres. Ojalá no existieran las decisiones, la distancia. Ojalá no existiera la gente, y solo hubiera personas. Ojalá no existiera, ojalá fuera eterna. Ojalá pudiera cambiarlo todo, ojalá tener el poder suficiente para no hacerlo. Ojalá, ojalá, nunca hubiera nacido, y ojalá pudiera morir para volver a nacer, para volver a empezar. Ojalá me arrepintiría de algo de lo que he hecho, ojalá pensara más antes de hablar, ojalá lo hiciera menos. Ojalá que fuera valiente. Ojalá que fuera cobarde. Ojalá que fuera tuya, pero sin posesión ni etiqueta. 

domingo, 23 de febrero de 2014



Es increíble las vueltas que puede dar la vida en tan solo un instante. Como, sin querer, todo puede dar un giro más de tuerca, y como las cosas se pueden desmoronar por su propio peso, sin que nadie tenga que intervenir para que ello suceda. Y en esos momento, en esos instantes en o que eres -o crees que eres- mínimamente consciente de lo que está sucediendo, es cuando te preguntas si, realmente, no estará todo escrito y preparado de ante mano para producirnos quebraderos de cabeza que, en el fondo, realmente son innecesarios. 

No todo puede estar basado en decisiones que, como tristes humanos con derecho -de momento- a equivocarse, tomamos día tras día. El llamado "efecto mariposa", y no hablo de la película de Ashton Kutcher -bendito Ashton-, no creo que exista: es imposible que todo tenga una repercusión en el mundo en general, más allá de nuestros límites, de hasta donde podemos llegar. No sé cuantas personas hay en el mundo, pero está claro que no dependen de una estúpida elección que haga en una noche de frío polar, congelando mis manos con más hielo del debido, con mechones sobre los ojos y sonrisa ebria en los labios tibios. Ellos no tienen la culpa de que en mi vida dirija la entropía sobre el resto de los elementos naturales. Hasta donde puedo entender, que tampoco es mucho, mis decisiones me afectan a mi y a unos pocos más. Y ya está. Y eso "pocos" ni siquiera son tantos como suenan, así que imaginaros. No, no estamos interconectados por seis personas con todo el mundo. Porque si eso fuera así, no seríamos unos animales sin escrúpulos. Y si es así, y lo sabemos, es peor; porque realmente somos esos seres de inframundo que negamos a creer. Es peor el remedio que la solución, así que refúgiate donde puedas. Porque como sea verdad, como esa metafísica de barra de bar en la hora feliz sea realmente cierta, estamos jodidos.
Pero bien jodidos.
Porque toda pequeña putada que hayamos hecho alguna vez en nuestra vida, ha repercutido en la vida de alguien más; y eso que hemos ocasionado en otros ha multiplicado exponencialmente su efecto hacía un número indefinido, pero más grande que mi salario y el tuyo -multiplicado exponencialmente-. No estoy llamando a un batallón de buenas acciones de semana, que no durarían más que eso; tampoco estoy invitando a la reflexión. Tan solo rezo, pido, deseo y espero que, de verdad, no estemos tan interconectados como dicen y que, por favor, sigamos siendo puro egoísmo intravenoso que consume, desgarra y hace que sigamos vivos. Más o menos. Pero por lo menos, nos da la oportunidad de seguir matándonos poco a poco, sin primas, disfrutando de cada pequeño movimiento final, como si fuera algo ajeno a nosotros, algo impreciso y melodioso que se consume, deshaciéndose en virutas de papel de fumar olvidado a la intemperie, una noche fría de sonrisas tibias en labio ebrios. 

domingo, 16 de febrero de 2014


Dicen que la esperanza, quieras o no, es lo último que se pierde. Que, queramos o no, siempre queda un poquito a lo que aferrarse, aunque se crea todo perdido; siempre, en el fondo de cualquier problema, situación de desasosiego, de perpeta confusión total y absoluta, va a haber algo que nos permita seguir con los pies sobre tierra, que nos diga que vamos a tener un techo donde acogernos cuando los cielos se nos caigan encima. Eso dicen. 
Pero hay noche, mañanas o incluso tardes, en las que lo único que puedes ver es nada. La nada más negra, perdida, ciega y neutra de todas. Que miras, busca, esperas, y no aparece esa luz que, se supone, va a estar allí siempre, incondicionalmente. Porque hay momentos en los que, si no te salvas tu, nadie lo va a hacer por ti; y no sabes porque, pero simplemente lo sabes. Los superhéroes, por desgracia o por fortuna, solo existen en las tiras cómicas. O en el cine, últimamente, aunque pierdan mucho. Porque, que quereís que os diga; dudo mucho que Huck Jackman aparezca por mi ventana un domingo de lluvia para decirme que todo va a salir bien; seamos realistas, que ilusiones nos sobran últimamente.

Porque, como amantes de lo ajeno, tenemos que empezar a creernos que los cuentos de hadas hace ya tiempo que se nos quedan pequeños. No sé donde los habremos dejado: quizás con los dientes de leche, la leche caliente con galletas de chocolate para los Reyes Magos, los patines de línea o los tazos de Pokémon. No lo sé. No sé en que momento nos dimos cuenta de que Andersen había dejado nuestras cabezas para abandonarnos a nuestra suerte en el frío, duro y real mundo sin neblina. Porque lo bueno, y lo malo -bendita confusión diaria- de la niebla mañanera, es que no sabes que hay dos pasos más allá. Puede aparecer tanto el amor de tu vida como el coco dispuesto a meterte en el saco; y lo mejor es que nunca lo sabrás hasta que avances esos malditos cuatro metros de promedio, dependiendo de la cantidad de petit-suits que hayas ingerido en tu tierna infancia. 
Quizás desaparecieron esas ideas fantasiosas cuando empezamos a abandonar botellines en la fría noche de un banco roto de parque oscuro; cuando los besos se comenzaron a callarse al día siguiente, cuando empezaron a mentirnos y empezamos a mentirnos. Cuando los buenos días se dan con café, no con Cola-Cao. Cuando las promesas de meñique no valen nada, cuando el chocolate es el más íntimo amigo. Quizás, todo se perdió sin que nos dieramos cuenta, quizás demasiado rápido como para ser capaces de hacer algo para refrenarlo.

Quizás, quien sabe. Quizás sigamos, en secreto, perdidos por los mundos de Hansel y Gretel sin que nos demos cuenta y, esta vez, la moraleja es que tenemos que aprender a mentir mejor. Quien sabe. 

miércoles, 5 de febrero de 2014


Llevo tres días, catorce horas y veintisiete minutos tirada en el sofá de mi casa, con el mismo pijama y la misma sudadera, demasiados paquetes de galletas a mis espaldas y una botella de agua a medio vaciar a mi lado. Delante, solo tengo una ventana. Y está atardeciendo. Es gracioso que no son ni las seis, y la noche ya está apunto de hacer su aparición.Y es precioso como puedes ir viendo como van variando las tonalidades, tan despacio que parece que no hay cambio aparente, porque cada vez que miras, es distinto. Poco a poco, más abajo, deslumbrando entre las ramas de los árboles, como si no quisiera molestar, pidiendo permiso incluso. ¿Quiénes somos para decirle que no?

Pero la verdad, es que se está acabando el día, y no podemos hacer nada para impedirlo. Todo tiene un principio y, la mayoría de las veces, un final. La mayoría de las veces, el final está más cerca de lo que nos gustaría, para nuestra desgracia. Y te das cuenta de que no has aprovechado nada el día, que lo has pasado tirada de mala manera, como un trapo, engullendo galletas, sola, sin nadie a tu al rededor. Que tenías mil y una oportunidades para hacer de este día algo especial; pero lo has desperdiciado, quizás por vagancia, puede que porque no tienes ni ánimo ni humor para hacer otra cosa. Pero, de todas formas, te consuela el pensar que mañana será otro día; uno mejor, con un poco de suerte.
Porque después de un día perdido, después de que se deje de ver el amarillento calor entre las hojas de los pinos, llega la noche. Noche fría, vacía, solitaria, pequeña, estrecha, incontenible. Noche monótona, noche silenciosa, noche extraña. Noche para echar de menos, noche para pensar de más. Noche en la que querrías desaparecer, o no despertar al día siguiente. O puedes cambiar por completo esa noche, por otra mejor. Pero, a quien vamos a engañar, no hay mucho más que hacer. No queda nadie por aquí, y estás sola No hay nadie con quien compartir el sofá, la cama, o el papel del baño. Se han marchado.

Y, para tristeza, consuelo, o memoria del perdido, lo mejor que puedes hacer contigo misma es seguir en ese sofá, mirando por la ventana, en silencio, siendo el sonido de las teclas el único que te hace compañía. Y esperar. Esperar, si; el caso es ver a que esperas. A que llegue alguien, a que sea un nuevo día, a que llegue la noche. Todo depende, todo es relativo, y nada, absolutamente nada, dura para siempre; y es triste tener que seguir escudándose en esa frase. Pero no es nada más que una de esas verdades incómodas, que nos cuesta confesar, incluso, aunque sea el final del día.

domingo, 2 de febrero de 2014



La sinceridad es una mal menor inconfesable, de esos que juramos llevarnos a la tumba y de los que se peca sin querer cuando menos te lo esperas, cuando las copas se aguean en el taburete alto de cualquier bar de esquina con la boca del metro. Nunca, salvo cuando nos vemos en situaciones límites, irreales o demasiado borrosas, contaremos ninguna verdad más allá que la que somos capaces de arañar con nuestras pestañas, cuando, confundidos y demasiado mareados como para ser capaces de llevar la cuenta de las veces que respiramos entrecortadamente entre el frío invernal, volviendo a casa demasiado rotos como para admitirlo, y demasiado orgullosos como para pararnos a descansar; a tomar el aire necesario para coger carrerilla y seguir adelante. Para madurar, pasar página, cambiar de aires, de perspectiva.
No somos sinceros por naturaleza, quizás. Pero lo peor es que no somos ni capaces de ser sinceros con nosotros mismos. Nos autoengañamos, creyendo que esto es tan solo un bache y que todo va a ir mejor. O que somos especiales, porque tenemos una historia épica e impensable a nuestras espaldas; cuando somos tan normales, tan comunes, como ese medio limón neverino, que te mira con ojitos de pena y de necesidad de amor y cariño, cada vez que abres la nevera en busca de algo a lo que atacar, cubriendo necesidades físicas con comidas calóricas. 
(Si fueras sincero contigo mismo, admitirías que lo has hecho, porque todos lo hemos hecho).

Y cada uno, en su limbo personal, llega a un punto en el que decide que está cansado de no ir con la verdad por delante, de no encontrar quien realmente quiere ser, de hacer las cosas porque los demás esperan de ti eso, de respirar cuando te dejen y no cuando lo necesitas. Estas harto, muy harto, de asentir y de seguir guardado cola en la fila, esperando a que alguien se fije en todas tus magníficas y únicas cualidades, que casualmente son iguales que las de el resto. Somos libres, de momento; dentro de unos meses, alguien en el Congreso, mientras ojea el periódico con los pantalones por los tobillos, tendrá la genial idea de prohibirnos elegir; es cuestión de tiempo, ya que ya deciden sobre lo que puede o no salirme del mismísimo. Ya puestos a prohibirme decidir sobre eso, podrían prohibirme el ciclo menstrual; me ahorraría bastante en celulosa a lo largo de mi vida. Pero este no es el tema de hoy, y ya me estoy yendo por las ramas.
Hablo de despertar de la neblina que nos cubre desde hace demasiado tiempo, quizás, desde siempre. De tomar decisiones arriesgadas, de hacer algo que realmente te produzca orgasmos mentales mientras lo haces, tal sensación de satisfacción que puedas en loquecer. Gozar, gozar todo lo que hagas, como si fuera la última vez.Hablo de vivir como queramos, no como quieran que hagamos.

Sé que sueno a delírios juveniles, a etapa de la vida de cualquier persona en la que todos estamos a favor de la independencia, ya sea de nuestra comunidad autónoma, de nuestra calle, o de nuestra misma habitación, para poder negarte a salir de la cama cuando tienes que ir a trabajar. Pero, creedme, sé cuando tengo gilipolleces propias del primer año universitario; pero esto viene de más allá, de un poco más adentro. Hablo de cosas que merecen la pena probar, dejarte enredar, perderte sin querer, y encontrarte, misteriosamente, un poquito más cerca de como te querías ver cuando eras un niña pequeña, con tus gafas siempre llenas de marcas de dedos y pintura de dedos, coletas, mandilón de cuadros, y muy pocos dientes.
Mañana. Mañana me pongo con ello: con empezar a hacer lo que me gusta, más que lo que se supone que tendría que hacer.