domingo, 16 de febrero de 2014


Dicen que la esperanza, quieras o no, es lo último que se pierde. Que, queramos o no, siempre queda un poquito a lo que aferrarse, aunque se crea todo perdido; siempre, en el fondo de cualquier problema, situación de desasosiego, de perpeta confusión total y absoluta, va a haber algo que nos permita seguir con los pies sobre tierra, que nos diga que vamos a tener un techo donde acogernos cuando los cielos se nos caigan encima. Eso dicen. 
Pero hay noche, mañanas o incluso tardes, en las que lo único que puedes ver es nada. La nada más negra, perdida, ciega y neutra de todas. Que miras, busca, esperas, y no aparece esa luz que, se supone, va a estar allí siempre, incondicionalmente. Porque hay momentos en los que, si no te salvas tu, nadie lo va a hacer por ti; y no sabes porque, pero simplemente lo sabes. Los superhéroes, por desgracia o por fortuna, solo existen en las tiras cómicas. O en el cine, últimamente, aunque pierdan mucho. Porque, que quereís que os diga; dudo mucho que Huck Jackman aparezca por mi ventana un domingo de lluvia para decirme que todo va a salir bien; seamos realistas, que ilusiones nos sobran últimamente.

Porque, como amantes de lo ajeno, tenemos que empezar a creernos que los cuentos de hadas hace ya tiempo que se nos quedan pequeños. No sé donde los habremos dejado: quizás con los dientes de leche, la leche caliente con galletas de chocolate para los Reyes Magos, los patines de línea o los tazos de Pokémon. No lo sé. No sé en que momento nos dimos cuenta de que Andersen había dejado nuestras cabezas para abandonarnos a nuestra suerte en el frío, duro y real mundo sin neblina. Porque lo bueno, y lo malo -bendita confusión diaria- de la niebla mañanera, es que no sabes que hay dos pasos más allá. Puede aparecer tanto el amor de tu vida como el coco dispuesto a meterte en el saco; y lo mejor es que nunca lo sabrás hasta que avances esos malditos cuatro metros de promedio, dependiendo de la cantidad de petit-suits que hayas ingerido en tu tierna infancia. 
Quizás desaparecieron esas ideas fantasiosas cuando empezamos a abandonar botellines en la fría noche de un banco roto de parque oscuro; cuando los besos se comenzaron a callarse al día siguiente, cuando empezaron a mentirnos y empezamos a mentirnos. Cuando los buenos días se dan con café, no con Cola-Cao. Cuando las promesas de meñique no valen nada, cuando el chocolate es el más íntimo amigo. Quizás, todo se perdió sin que nos dieramos cuenta, quizás demasiado rápido como para ser capaces de hacer algo para refrenarlo.

Quizás, quien sabe. Quizás sigamos, en secreto, perdidos por los mundos de Hansel y Gretel sin que nos demos cuenta y, esta vez, la moraleja es que tenemos que aprender a mentir mejor. Quien sabe. 

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