domingo, 2 de febrero de 2014



La sinceridad es una mal menor inconfesable, de esos que juramos llevarnos a la tumba y de los que se peca sin querer cuando menos te lo esperas, cuando las copas se aguean en el taburete alto de cualquier bar de esquina con la boca del metro. Nunca, salvo cuando nos vemos en situaciones límites, irreales o demasiado borrosas, contaremos ninguna verdad más allá que la que somos capaces de arañar con nuestras pestañas, cuando, confundidos y demasiado mareados como para ser capaces de llevar la cuenta de las veces que respiramos entrecortadamente entre el frío invernal, volviendo a casa demasiado rotos como para admitirlo, y demasiado orgullosos como para pararnos a descansar; a tomar el aire necesario para coger carrerilla y seguir adelante. Para madurar, pasar página, cambiar de aires, de perspectiva.
No somos sinceros por naturaleza, quizás. Pero lo peor es que no somos ni capaces de ser sinceros con nosotros mismos. Nos autoengañamos, creyendo que esto es tan solo un bache y que todo va a ir mejor. O que somos especiales, porque tenemos una historia épica e impensable a nuestras espaldas; cuando somos tan normales, tan comunes, como ese medio limón neverino, que te mira con ojitos de pena y de necesidad de amor y cariño, cada vez que abres la nevera en busca de algo a lo que atacar, cubriendo necesidades físicas con comidas calóricas. 
(Si fueras sincero contigo mismo, admitirías que lo has hecho, porque todos lo hemos hecho).

Y cada uno, en su limbo personal, llega a un punto en el que decide que está cansado de no ir con la verdad por delante, de no encontrar quien realmente quiere ser, de hacer las cosas porque los demás esperan de ti eso, de respirar cuando te dejen y no cuando lo necesitas. Estas harto, muy harto, de asentir y de seguir guardado cola en la fila, esperando a que alguien se fije en todas tus magníficas y únicas cualidades, que casualmente son iguales que las de el resto. Somos libres, de momento; dentro de unos meses, alguien en el Congreso, mientras ojea el periódico con los pantalones por los tobillos, tendrá la genial idea de prohibirnos elegir; es cuestión de tiempo, ya que ya deciden sobre lo que puede o no salirme del mismísimo. Ya puestos a prohibirme decidir sobre eso, podrían prohibirme el ciclo menstrual; me ahorraría bastante en celulosa a lo largo de mi vida. Pero este no es el tema de hoy, y ya me estoy yendo por las ramas.
Hablo de despertar de la neblina que nos cubre desde hace demasiado tiempo, quizás, desde siempre. De tomar decisiones arriesgadas, de hacer algo que realmente te produzca orgasmos mentales mientras lo haces, tal sensación de satisfacción que puedas en loquecer. Gozar, gozar todo lo que hagas, como si fuera la última vez.Hablo de vivir como queramos, no como quieran que hagamos.

Sé que sueno a delírios juveniles, a etapa de la vida de cualquier persona en la que todos estamos a favor de la independencia, ya sea de nuestra comunidad autónoma, de nuestra calle, o de nuestra misma habitación, para poder negarte a salir de la cama cuando tienes que ir a trabajar. Pero, creedme, sé cuando tengo gilipolleces propias del primer año universitario; pero esto viene de más allá, de un poco más adentro. Hablo de cosas que merecen la pena probar, dejarte enredar, perderte sin querer, y encontrarte, misteriosamente, un poquito más cerca de como te querías ver cuando eras un niña pequeña, con tus gafas siempre llenas de marcas de dedos y pintura de dedos, coletas, mandilón de cuadros, y muy pocos dientes.
Mañana. Mañana me pongo con ello: con empezar a hacer lo que me gusta, más que lo que se supone que tendría que hacer.

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