martes, 25 de noviembre de 2014



Parece impensable y, sobre todo, imperdonable, que no sea capaz de disfrutar. Porque estoy en la cima, en lo más alto que he podido incluso llegar a soñar. Porque me lo merezco, porque he luchado por ellos con uñas y dientes, y porque he tenido más suerte que el resto. Porque nunca hay que dejar de darle las gracias a la suerte, no vaya a ser que se lo tome a pecho y deje de sonreírnos de cuando en cuando. Pero me parece increíble que sea incapaz de dejarme llevar, o de aprovechar el momento. Me parece inconcebible que siga parada en la misma esquina, abrazada a un paraguas, esperando a que vuelva a pasar el tren en el que acabo de dejar la bomba de relojería hace más de un año. Que siga siendo la chica rara del abrigo raído, que llora en silencio mientras las gotas se cuelan por los agujeros de un paraguas demasiado viejo, o demasiado poco importante. Que sigue varada en el rincón, después de que ya se hayan recogido los pedazos del desastre. Que sigue pensando que la van a esperar, que la van a recoger, que la van a aceptar con los brazos abiertos. Como si nunca se hubiera marchado. Como si no fuera una burda y barata versión del "hijo pródigo".

Porque, después de haber visto todo lo que estoy viendo; después de haber aprendido todo lo que me están enseñado; de darme cuenta de cosas que me parecían imposibles, y de darles una vuelta más de tuerca; después de todo esto, aún sigo pensando en el porqué de marcharme. Y, ciertamente, ni por asomo puede llevarse todo el crédito el haber entrado en la carrera que siempre había soñado, ni mucho menos. Me marche porque necesitaba huir. Porque estaba consumida, harta, en el pozo más profundo jamás imaginado. Porque estaba encerrada en mí misma, y no había posibilidad de poder salir de allí. Sí, sin duda, el marcharme ha sido la mejor decisión que he tomado, ¿pero a qué precio?
Muchas, muchísimas veces, me he imaginado como sería mi vida si no me hubiera subido en aquel bus que lo cambió todo, si no hubiera recibido aquel mensaje, si no hubiera llamado a mi madre para decirle que me iba, si no pudieran haber entregado mi matrícula a tiempo. Muchas, muchísimas veces, he acabado llorando al pensar lo que podría haber sido. Y muchas, muchísimas veces, doy gracias a mi yo del pasado por haber tomado esa decisión sin pensarlo demasiado; porque sé que, si no hubiera necesitado pensar en mí en aquel momento, o si hubiera seguido planteando lo que es mejor para el resto, me hubiera quedado. 
Me hubiera quedado por mis padres, y les habría ahorrado dinero, lágrimas, esfuerzos y la pérdida súbita sin anestesia de una hija; me hubiera quedado por mis abuelos, por todo el sacrificio que están haciendo; me hubiera quedado por mi abuela, y por haber llegado un poco más a tiempo de lo que llegué, por haber estado allí no solo los últimos minutos; me habría quedado por mi hermano, para poder estar en todos los momentos que me estoy perdiendo y que habrían hecho que él me necesitara tal y como lo necesito yo a él; y me habría quedado por él. No sé si la cosa hubiera podido superar mi verano de trozos y destrozos, y supongo que no; pero no me habría quedado con el sabor amargo de haber hecho mal las cosas, ni con el tener que bajar la cabeza, las orejas y el rabo cada vez que compartimos el aire de la misma habitación. Por lo menos, él no tendría que montarse sus historias en busca del porqué que nunca le he dado -y, al paso que voy, nunca le daré-.

Pero luego, lo piensas en frío. Cuando es de día. Cuando vas de blanco, y después de doce horas de pipetas, libros y ordenadores, vuelves a casa. Con ojeras, demasiada cafeína como para pensar con claridad, y pies de plomo. En ese momento, cuando estás sola, tienes frío, es de noche, y no encuentras la llave de casa; ese preciso momento en el que tomas aire antes de timbrar para poder entrar en el piso de locas que ahora es tu familia; es cuando sonríes. Porque te das cuenta de que, pensándolo de forma egoísta, sí que merece la pena. Porque hay gente que confía en ti a ciegas, y no les puedes defraudar. Porque tus padres están orgullosos de ti, al igual que tus abuelos. Porque no podías haber hecho nada más por tu abuela, que lo que ya has hecho. Porque tu hermano está aprendiendo a crecer solo, y a derribar las mismas barreras que tú has tenido que morder, porque nadie las va a tirar por él. 
Y, por supuesto, porque le has dado a él una nueva oportunidad: la de conocer a alguien que no esté roto, que no sea tan tóxico como tú. Y sabrá que lo ha encontrado porque ya ha probado de la mala hierba, y sabe cuales son los síntomas. Así que, en vez de auto-echarte en cara todo lo malo que le has hecho cada vez que le ves, es hora de empezar a lamerte las heridas y de elogiarte. Porque no solo te has enseñado una lección a ti, sino que, si él ha sido capaz de pasar página y olvidar, también habrá aprendido algo: nunca, nunca, nunca, bajo ningún concepto, te fíes de una chica que sonríe hasta que duele, que siempre dice estar bien, que desaparece para curarse por sí misma, y que jamás te contará lo que esconde.

Nunca, nunca, nunca, bajo ningún concepto, te fíes de alguien como yo. En el tema de sentimientos. Porque hemos crecido a base de golpes, y porque hemos aprendido que el sentir no lleva a ninguna parte. Porque estamos rotos, y hemos aprendido a vivir con los pedazos. Porque lo tenemos asumido, y no queremos que nadie venga a salvarnos. Porque ya nos salvamos nosotros mismos día a día, superándonos poco a poco. Porque nos hacemos a nosotros mismos todas las mañanas, porque nos destrozamos cada noche. Porque nunca nos verás llorar, a no ser que haya demasiada confianza, un par (de decenas) de copas de más, y un detonante. Porque nunca pediremos ayuda, a no ser que ya nos hayamos ahogado. 
Porque la gente como yo, estamos diseñados para vivir solos, para permanecer solos, y para ser recordados al morir. Para desvivirnos por el resto, y asumir que nadie va a dar nada a cambio. Por no levantar la voz, ni ser el rostro del movimiento, pero ser los que controlan los engranajes. Por matarlas callando, y por sonreír a boca torcida mientras se tachan nombres de la lista. Ya sea porque son tachados a polvos, a mordiscos, a lágrimas o a cadáveres. Porque ya nos hemos cobrado unos cuantos, y sabemos que quedan unos cuantos encerrados en mi armario. Porque el que nos desnuden, no implica que nos desnudemos para ellos; porque somos algo más debajo de la piel, aunque no lo admitamos, aunque no nos guste sacarlo a flote. Aunque solo dejemos que se entrevea cuando estamos perdidos entre los brazos de alguien, y tomamos aire por un instante; cuando nos relajamos, cuando nos volvemos débiles.
Así que no puedo culparme de destrozar todo lo que toco, cuando estoy evitando que me destrocen a mí. No puedo culparme, y es hora de dejar de hacerlo. Es hora de empezar a ser todo lo egoísta que pueda, a pensar por y para mí. Y por nadie más. Y punto.

Porque llega el momento en el que comes, o te comen. Y no estamos hablando de orgasmos.