domingo, 24 de marzo de 2019


No escribir por miedo a lo que vas a exponer también es una forma de expresarse. Es una forma de informar en silencio de que algo no va bien, quizás tan válida como contarlo. Es una manera de dejar saber que el mundo se cae a pedazos por el simple hecho de que no está funcionando como estamos acostumbrados. Que las agujas del reloj no están coordinadas y se mueven a destiempo, que las mareas ni los ríos siguen sus ciclos, que los corazones bombean en sentido contrario. 

El silencio son gritos a escondidas, mentiras ocultas en las costillas y magulladuras acalladas por palomas. El silencio es miedo, es pánico, es terror por enfrentarse a lo que nos machaca oculto en pensamientos volátiles, guiños fugaces que queremos pensar que son mentira, que esos fantasmas no están correteando por nuestro interior. Que no retumban en nuestras ventanas ni se ríen de nosotros desde el fondo del pasillo. Pero ahí están, y te está sucediendo a ti. Están, han vuelto, se sienten por cada vértice de tu ser, consiguen paralizarte, callarte, enterrarte, encerrarte en tus propios dominios y no dejarte ni respirar. Te condenan a estar en silencio. Porque no quieres admitir que has vuelto a donde juraste no volver, al punto en el que tuviste que huir para no desfallecer entre las ruinas. Porque, si no lo pronuncias, no existe. Porque ignorarlo y negarlo no es lo mismo, y lo tienes claro. Entonces bajas las orejas, dejas que las olas te mezan, te entregas al pánico, no pones oposición a que te controle, y te dejas arrastrar. Ni si quiera puedes abrir los ojos para ver que es a lo que te enfrentas, para intentar encontrar la caja que se ha abierto y a dejado salir a todos los demonios; porque ya has estado ahí, sabes lo que duele, sabes el esfuerzo que supone, y sabes todo lo que pierdes. Pero también, de cierta manera, aunque no seas capaz de asumirlo, sabes que estás en ese punto. Sabes que has perdido el control, que estás en el borde del precipicio, que estás empapada de gasolina y corres por un pasillo de antorchas. Lo sabes, aunque no quieras ponerle nombre, aunque aprietes los puños y las pestañas ignorando que está girando a tu alrededor. En tu interior. 

Porque no sabes a quien acudir, o si quieres acudir a alguien. Porque no sabes si enfrentarte sola, o simplemente si vas a ser capaz de enfrentarte a ello. Porque es más cómodo dejarse llevar, deseando que termine todo, de la manera que sea. Y si, puede parecer que no hay ningún detonante para esta oleada de terror y pánico, y seguramente sea verdad. Simplemente, puede ser que se hayan acumulado demasiadas circunstancias y situaciones, y que esto se esté escapando por donde puede. Que seamos un ciclón de presiones, y que desde abajo sepan lo que se anticipa. Porque está sucediendo, y esa es la realidad. Y creo que ha llegado el momento de enfrentarse a todo eso de alguna manera. De comenzar a hablar, o a escribir. De dejarlo ir, de ponerle nombre y apellidos, sentimientos y sensaciones. Sacarlo fuera y ver qué pasa, esperando a que desaparezca por si mismo.

Han vuelto las inseguridades, el sentirse pequeña y sin voz. El dudar de mí misma y el tener que depender de la aprobación de los demás. El sentir la necesidad de pedir permiso y de mirar la reacción de todo el mundo cuando articulo una simple palabra. El mirarme con resquemor en el espejo. El querer desaparecer y encerrarme en mi habitación durante días. El aguantar la respiración hasta que la calle comienza a dar vueltas. El sentirme incompleta, que no soy suficiente, el compararme con el resto. El creer que no merezco lo que tengo, ni a quien tengo. El sentir que estoy ocupando un lugar que no me corresponde, que tengo que suplantar a alguien que ha sido importante y que no estoy a la altura. El esperar que las cosas salgan de la manera que yo espero, de cómo me gustaría que fuera, de cómo imagino en mis días buenos, y el darme siempre la misma hostia contra el suelo. Y tengo todo esto dentro, todo esto girando a mi alrededor, gritando mi nombre, susurrándome al odio mientras debería estar atenta a otras cosas, con el fin de no dejarme descansar. Ya no duermo, no disfruto, no sonrío tranquila. Tengo las veinticuatro horas del día esta insaciable corriente de pensamientos que no tienen fin, que solo hacen más que erosionarme las entrañas y desgastarme, marcar las ojeras, destrozarme en llanto. Y no he encontrado todavía la manera de poder expresarlo con palabras, y no creo que ahora lo esté haciendo del todo bien. Pero es un principio.

¿Cómo hace uno para gestionar lo ingestionable? ¿Cómo puedo volver a respirar tranquila, volver a sentirme dueña de mí misma, volver a moverse sin sentir que me voy a deshacer en mil pedazos a cada dos pasos que avanzo?

¿Cómo puedo volver a ser la mujer de la que estaba orgullosa? ¿Cómo puedo dejar de ser la niña que juré no volver a ser?