miércoles, 17 de agosto de 2016



Brindemos, y hagámoslo gritando, con las comisuras de los labios en carne viva de tanto sonreír, de tanto compartir, y de tanto morder. Brindemos con cerveza caliente de horas quemadas a quemarropa contra la arena, y brindemos con vino barato, del que entra bien hasta el momento de abrir los ojos a la mañana siguiente, cuando no sabes si lo que dicen ser arriba se ha vuelto abajo, o eres tú el que no se ubica en el ambiente.

Siempre he hablado de lo malo de volver, de lo nefasto que es mirar hacia atrás y rememorar sensaciones ya enterradas, de los problemas de vivir con cada pie en una punta del país. No he cambiado de opinión, y sigo pensando que trae más cosas malas que buenas: pero también tiene sus ventajas, sus momentos de placer inexorables que dejan un sabor de boca imposible de conseguir en cualquier otro lugar, y que sirven para respirar profundo desde montañas ajenas, cuando los días parecen terminarse y acabarse en la misma puerta. Porque volver a casa es de los mayores placeres y de las mayores torturas que me he encontrado hasta el día de hoy, y por ello no puede dejar de anhelarlo y de odiarlo al mismo momento, haciendo que cada vuelta a casa sea un frenesí de quiero-y-no-puedo o de quiero-y-no-me-entiendo
Aquí no pasa el tiempo, no cambian los meses de un día para otro, no se escapan las horas sin querer y el clima es siempre el mismo. No hay prisa; no hay necesidad de forzar los momentos porque hemos nacido y crecido con la convicción de que si algo tiene que pasar, pasará, y no por intentarlo va a suceder antes. No hay mejor cosa que hacer que arrancarte la coraza y echarla a lavar, que para algo volvemos con las maletas llenas de ropa sucia, historias inacabadas y necesidades embotelladas, para que no nos digan nada al pasar por el arco del aeropuerto. Así que, ya desnudos y limpios, lo mejor es dejarnos llevar a donde los instintos no lleven, o hasta donde nos dejen llegar los intestinos. Que ser fuerte, levantarte por ti mismo y morderse los nudillos está muy bien; pero dejar que te mezan, que te lleven sin remedio, que te arrastren a donde todo es más sencillo y ya creías olvidado, es una sensación mucho más placentera, siempre y cuando la sepas saborear. Que, con pimentón, todo tiene otro sentimiento.

Realmente, aquí nos hacen de otra pasta. Aquí podemos huir a la otra punta del mundo dejando la casa abierta, que no va a entrar nadie a remover los trapos sucios ni a terminar el capítulo por ti; acumulará polvo, eso sí, y puede que en casa ajena haya un nuevo patrón y un par de mudanzas. Pero no tocarán ni preguntarán por lo que se fue, ni por los motivos, ni por cuándo va a regresar. Porque siempre se regresa, aunque sea con el rabo entre las piernas, la vista revirada, y arrastrando los pies; suplicando por perdón sin decirlo, porque también nos han hecho orgullosos a rabiar. Y ya, una vez te han visto con esta estampa, llega el momento en el que se decide que hacer contigo; aunque, en el fondo de tu ser, sabes que volverán a acogerte, como siempre, aunque la tónica haya cambiado un par de tantos de la última vez. Pero ya te acostumbrarás, ya se calmarán las aguas, ya os encontrareis en cualquier portal abriendo puertas o calzando bien desde dentro, no vaya a ser que se nos ocurra entrar sin preguntar. Aquí no suele hacer falta preguntar para dar un paso adelante, pero tampoco esperes una invitación a ello; porque cada escalón hay que ganárselo a pulso, y una vez que lo escalas es complicado que puedas volver hacia atrás. Que siempre vas a tener más que nombre y apellidos, a modo de prefacio de lo que has sido, de lo que eres ahora, y de lo que quieres llegar a ser. Que depende de cómo te hayas marchado, habrá quien no se olvide tan fácilmente de lo que te llevaste en tu huida, y que esté allí para meter el dedo en el llaga. Pero como tantos y tantos y tantos dolores de carne, este también es de los que, al final del día, reconforta. Que estamos hechos todos de la misma pasta, cortados siguiendo el mismo molde, y podemos contarnos las costillas aún sin tocarnos, sabiendo hasta qué punto podemos tentarnos e hinchar los pulmones antes de tener que tomar decisiones. Que las emociones siguen viviéndose a flor de piel en buena compañía, y que hay miradas que te devuelven a cuando solo querías salir de aquí a cualquier precio. Y que a gusto se estaba. 
Que el día que no me emocione al volver, a donde sea que vuelva, dejaré alguien encargado para que me envenene. Que un gramo más, un gramo menos, tampoco hace daño a nadie y puede acabar de sellar la línea. 

Porque sentirse pequeño debería ser obligatorio, al menos una vez al año. Dejar que te cuiden, que se preocupen, que te lleven, que te organicen los días, las noches y la vida. Que te permitan volver a años atrás, cuando no tenías ni voz ni voto en tus decisiones, y cuando ni siquiera tenías que tomarlas porque no había motivos para ello. Y respirar profundo, sin necesidad de mucho más que una sombra o un paraguas, dependiendo del día o de la hora, unas cañas pero de las de aquí, no nos equivoquemos e historias como moraleja de antaño. Dejar que las cosas se ordenen por el flujo natural que nos rige a todos, sin esperar nada a cambio ni resultados próximos; y buscar a quien pensabas escondido de todo lo que fue, y dejarle volver a entrar. O, por lo menos, sujetarle la puerta una última vez, para ver si en esta ocasión no retrocede al ver el duende que duerme en tu espalda. Y contar los daños que ya han cicatrizado, para sopesar los pros y contras de volver a sacarlos a bailar una última noche más, a ver si ya no nos tropezamos entre colillas a medio consumir y vasos estallados de tanto aplaudir. Y dormir abrazado a quien sabe qué, o quien sabe quién, por el simple hecho de escuchar la respiración de alguien querido al día siguiente, aunque haya sofás que no hayan nacido para acurrucarse. Y despertar mil veces, y dormir mil y una más antes de volver a desaparecer despacio, dejando que la sombra de aquello que pudimos ser se sigua desdibujando durante meses, ya sea aquí o allá, por cabezones sin remedio ni sentido que se acaban encontrando sin querer a la mínima de cambio. Porque aquí, el tempo no es el mismo para todo el mundo, y lo más complicado es estar en la misma página; que si lo has conseguido una vez, no pidas por una segunda oportunidad. No, no nos han hecho para dar segundas oportunidades, ni perdones absolutos, ni costuras de cirujano.

Que aquí, las historias se gravan a fuego en la memoria, en las piernas, y en las familias; y no hay manera de borrarlas, porque han supuesto un punto de reflexión tal que sería imposible volver a crear, de la nada, algo semejante. Y que me prohíban el paso de una vez, os digo, antes de volver a caer en vicios ajenos, en ceniceros de terraza sin sombrilla, y en miradores en mitad de la nada donde todo era lo mínimo que nos podíamos pedir. Que mataría por escalar una última vez, pero por hacerlo sin guía ni sherpa; que despojarse de la piel de lobo que nos ponemos para caminar con la cabeza alta de sol a sol está bien, pero hay costumbres que se acaban suplantando de tal manera que dejas de saber dónde termina el personaje y comienza la persona. Así que, ya que no has querido o no has podido o no te has dejado salir de esa zona de confort tan tuya, espero que no vuelvas a tirar piedras contra mi ventana una noche más. Que me dejes hacer, que pueda descubrir y que pueda dejar secar los frentes durante unos días más, justo los necesarios, como para que nada de esto importe más allá de lo que supone los días impares, y las noches pares. 

Porque, hoy por hoy, pedirte que te quedes es algo tan inútil sobretodo para mí, como el pedirme que me quede.