lunes, 30 de diciembre de 2013



Lo mejor que tenemos, no suele ser lo mejor que damos. Por algún extraño motivo, que no entiendo y dudo que pueda llegar a entender jamás, intentamos ocultar lo mejor de nosotros mismos al resto, como si fuera irreal e, incluso, inmoral. Como si fuera la mayor vergüenza que tenemos, peor que cualquier pecado capital. Y, para contrarrestar esto, y seguir dándole al mundo la imagen de que tenemos algo que nos hace especiales y únicos, fanfarroneamos de lo que no tenemos, haciéndonos presas de nuestra propia trampa. Porque, sin duda, lo peor que tenemos, es creernos nuestras propias mentiras, y vivir en ese mundo de fantasía que amueblamos en nuestras cabezas.
Proyectamos en nuestra imaginación fantasías secretas, delirios de una noche febril, ilusiones que no existen, y parecen sacadas de una mala película romántica de los noventa. De esas que casi siempre comienzan con una chica en una cafetería, ya sea la camarera a tiempo parcial que vive en un pisito decorado con un gusto impecable encima de la cafetería, o una escritora frustrada que se refugia en los asientos de cuero a rellenar hojas y hojas de una vieja libreta con sádicas historias en las, casualmente, siempre aparece un personaje muy parecido a su exmarido asesinado brutalmente. Sea como sea, esa chica encuentra al amor de su vida, se enamoran, discuten por algún malentendido o por cualquier tontería, se distancian, ella tiene previsto huir en avión, y él corre por toda la terminal atestada de gente para detenerle, decirle que la ama con locura, pedirle matrimonio y vivir felices para siempre. Pues si, esto, así de previsible, es lo que creamos para evadirnos de nuestra verdadera realidad. Porque, pese a que por algún capricho del universo, del destino, del karma o de lo que sea en que creáis, si se dieran las condiciones exactas a las mencionadas, para nada sería así la historia: una camarera de una cafetería no se puede permitir la decoración de interiores que tienen esos pisos, y dudo que pueda permitirse uno para ella sola. En realidad, aunque viviera encima de la cafetería, sería un piso de mala muerte, en el que compartiría cocina, baño e incluso cama con alguien. Si fuera la escritora, jamás sería capaz de amar a alguien, porque seguiría cegada por la obsesión de ese amor marchito, continuando rellenando páginas y páginas de libretas, que se amontonarían en la oscuridad de su apartamento, junto con las fotos de su exmarido y su nueva mujer. No descarto el final abierto de asesinatos en serie.

Pero seguimos igual, huyendo y refugiándonos en mentiras. Porque, ya que no podemos vivir en la ignorancia, por lo menos vivamos en la dulce mentira. Y es que, cuando nos mentimos a nosotros mismos, no duele tanto como cuando nos miente el resto; porque es imposible que nos demos cuenta de que estamos viviendo en nuestra propia invención, respirando cuando esta nos lo permite, y viviendo del mundo exterior cuando nos damos un descanso, hasta que ya es demasiado tarde. Hasta que nos encontramos con una maleta llena de cachivaches innecesarios, sonrisa de perturbación masiva, en medio de un aeropuerto, mirando con ojos de esperanza a todas las esquinas, creyendo saber que, en cualquier momento, ese chico al que preguntaste la hora en el metro mientras jugabas con tu pelo y te respondió sin siquiera mirarte, va a aparecer en cualquier momento para pedirte que le dejes vivir el resto de su vida contigo. 
Porque si, porque vivimos con la esperanza y el anhelo de un final feliz para todos, un cuento Disney que siempre sale bien, en el que todo se puede arreglar con tan solo buena voluntad y una canción estúpida que han forzado hasta arrancarle dos rimas fáciles. Pero esto, es culpa de nuestros padres, y de los padres de nuestros padres. Por haber permitido que, desde niños, nos llenaran la cabeza con historias de ensueño, la falsa idea de que todo, siempre, va a salir bien. Que las casualidades y los buenos golpes de destino están al alcance de todo el mundo, que no hay favoritismos, que todo está en orden porque así es como debe de estar.

Y claro, ¿dónde se supone que está la historia en la que nos explican que hacer con nosotros mismos una vez que nos hemos dado el batacazo con los morros contra el suelo?

jueves, 26 de diciembre de 2013


Me pregunto a donde nos estamos llevando, hacia donde vamos, y que esperamos. Simplemente, que alguien me de el porqué de todos los pasas que tendemos a dar a tientas demasiadas veces. Porque no les veo razón de ser, la verdad. Solo seguimos hacia delante, a tumbos, con las manos negras, sin sentido, fumándonos las aceras de las calles que paseamos. Esperando quien sabe que; casi siempre, que nos traten bien, y que, simplemente, no nos hagan demasiado daño, porque ya sabemos que la salvación total es imposible. Nadie sale impune, ni con la conciencia tranquila, de este tropezón. Porque tendemos a hacer lo que haga falta, con solo ganar cinco minutos de gloria en la meta, con una palmadita en la espalda y un "no ha estado mal, campeón". Dándonos por satisfechos con eso, con tan solo poder mirar hacia atrás, ver los cuerpos caídos y poder sonreír, con falso orgullo, por haber conseguido dejarlo todo a las espaldas.
Nos obcecamos en llegar a la meta, al final, sea como sea, sin pensar en que nos deparará allí, solo pudiendo especular sobre razones que, a día de hoy, no entendemos, y que quizás, muchos de nosotros, jamás entenderemos. Por el simple motivo de sentirnos vivos, de autoconvencernos de que valemos algo, que alguien espera algo de nosotros, y que todas y cada una de nuestras cobardes acciones, repercuten en el transcurso del mundo. Cuando, en el fondo, aunque haya teorías conspiratorias entre las altas esferas, o eso nos cuentan, sabemos que no es así; que la transición y translocación recae en manos de cuatro gatos, que comen en lata de atún aparte y reciben al veterinario en casa, con frac y copa de champán añejo en la pata. Sin que podamos usurparles el trono, sin que den la cara, sin que paguen por sus malas decisiones, porque somos sus subordinados. Y siguen dándonos esperanzas, motivos para creer que, en el fondo, todo el peso cae sobre nuestros hombros, sobre nuestras tristes decisiones, sobre nuestro ahorros que, más que otra cosa, dan risa. 

Pero lo que nadie nos cuenta, lo que jamás nos han enseñado, es que, lo que realmente importa, no es a donde queremos ir, o donde acabemos. Lo mejor, sin duda, o eso dicen, es el camino que queda por delante. O el que tenemos por detrás; pero mejor, el de delante. Porque nadie lo conoce. Podemos intentar desdibujarlo entre la neblina mañanera, pero es imposible tenerlo sujeto al completo. Porque es capricho, más que esos aristócratas gatunos; es caprichoso, como un niño pequeño que sabe que puede comportarse como quiera; como dos que no entienden ni pretenden hacerlo, escondiéndose entre sábanas tibias y pies fríos. Sin más, bastante simple, para todos los públicos y todos los bolsillos. Pero cada uno, a su nivel, porque cada uno tiene su ideal de futuro, de felicidad carnal y mortal, sin nada más entre medias. Aunque no queramos verlo, y esperemos algo mejor.
Por eso, exactamente por eso, creo que la gente, cuando está a punto de morir, dicen que ven pasar su entera vida por delante de sus moribundos ojos. Porque tienen tanto miedo a que el premio final por una vida de penurias no sea como se lo han pintado, y que se termine todo en esa cama ruinosa, viejo, arrugado, sin vida ni fuerza. Y vuelven, cual oasis divino en medio de un desierto infernal y terrenal, a su glorioso camino, colmado de fortunas y desgracias, pero lleno hasta los topes. Porque no seremos ricos, pero somos riquiños, al fin y al cabo. 

miércoles, 25 de diciembre de 2013



Hay mañanas de sueños recurrentes. Hablo de esas mañanas en las que te despiertas despejada, sin prisa, sin presión, con calma, como si el mundo estuviera viéndote dormir esperando a que abras los ojos, a teatro de cortinas rojas de terciopelo. Esas mañanas en las que solo falta que entren pajarillos cantando por la ventana para ayudarte a vestirte, para que todo sea como un buen principio de una película ñoña de sábado noche; de esas que sueles ver en pijama, moño, gafas, un bote de helado y un paquete de pañuelos, sola en tu piso. 
El caso, hoy a sido una de esas mañanas, quitando el dolor de cabeza infernal, y a mi padre aporreando la puerta para hacerme salir de la cama. Abrir los ojos con dolor, porque estabas soñando algo bueno, y replantearte tu vida con el pantalón de pijama remangado hasta las rodillas, y sin saber el porque. "¿Qué estás haciendo con tu vida?" Y así de simple, quizás lo único que necesitaba para ese cambio tan necesario. Fácil. Puede que demasiado. Y tomas la decisión, la decisión de dejar de perderte. Porque has crecido, la verdad. Y en demasiado poco tiempo. No necesitas la aprobación del mundo, tan solo la tuya. Pero tienes que esforzarte, por mucho que no quieras, o por mucha pereza que te de. Nadie regala nada, ni mucho menos. Cada cual mira para su propio ombligo, y tienes que hacer lo mismo. Y un poco de suerte, como todo. Pero no es suficiente con chasquear los dedos, apretar los parpados y desear con todas tus fuerzas que suceda; ya no creemos en la Navidad, ni en la sinceridad absoluta. No existe, son los padres.

Así que hoy, en vez de agobiarte, enfurruñarte, fruncir el ceño, refunfuñar, toca intentar sonreír. No, no tengo la vida perfecta, ni mucho menos. He llegado hasta donde estoy sudando tinta y sangre, pero no me puedo relajar por estar en una situación medianamente cómoda; aunque de cómoda, sinceramente, no tiene nada. Nadie me va a garantizar nada, porque no tengo nada bajo seguro. Y lo que me ha quedado medianamente claro, últimamente,es que, si quieres algo, ve a por ello. Nadie va a recordar una mala elección de aquí en un tiempo, por mucho que lo parezca. Eso sí, con cabeza, que es lo que normalmente me falta. A menudo. Demasiado a menudo. Casi siempre. Siempre, la verdad.
Las cosas, como son.

martes, 24 de diciembre de 2013



Cada cual recibe lo que se merece, ¿verdad? Es así como nos enseñaron de pequeños, en el colegio, cuando estábamos seguros de que nos lo darían todo con tal de portarnos bien; cuando eramos pequeños mafiosos en pañales. Hasta que llegamos a la conclusión de que podíamos conseguir lo que quisiéramos y hacer lo que nos apeteciese al mismo tiempo. Se nos abrieron las puertas del paraíso, nos echaron, descubrimos la pólvora. Aprendimos a mentir, a engañar, a esconder pruebas evidentes de que fuimos nosotros quienes rompieron el jarrón, los que no hicimos los deberes, los que hacen que el pobre perro, sin voz ni voto, cargue con las culpas. Y eso es cuando se dan cuenta de que algo va mal, que si no, es suficiente con esconder las pruebas, callar a los testigos, y negarlo. 
Y lo peor no es eso, lo peor es que crecemos y somos incapaces de pararlo. Eso si, queremos que el resto no lo haga, "predicando" con el ejemplo. Y al final, las cosas se desmoronan. Caen por su propio peso, como se suele decir. Sin que nos demos cuenta, vamos a dar con el canto de la moneda mientras gira, y alguien que realmente ha aprendido, aunque sea a base de golpes contra el suelo, a ser sincero de verdad, te hace darte cuenta de que eres una mentirosa profesional. Un monstruo incapaz de contenerse, de decir la verdad; una devoradora de cuentos de hadas, de relaciones sin dolor ni anestesia, de momentos felices. Alguien que disfruta trabajando para algo, creando algo de donde no había nada; para destruirlo en cuanto pueda. No es la primera vez que sucede, y no tengo claro que sea la última. Me escudo diciendo que es algo que llevo dentro, pero no hay excusa posible. Soy una guarra. Alguien tenía que decirlo. Soy una mentirosa de campeonato, una masoquista del tres al cuarto que aparenta ser más de lo que es. Que lleva demasiado tiempo viviendo en una nube en su propia cabeza, creyendose que es alguien que solo ella imagina; porque, en realidad, no lo es. No soy especial, ni buena persona. No me merezco nada de lo que tenía, pero si todo lo que tengo ahora: nada. No puedo culpar a nadie, si no es a mi misma. Apesto. Básicamente, porque llevo tres meses estancada en el mismo punto de mi vida, cuando ya he estado aquí. Quizás, porque todavía no he sido capaz de asimilar lo mal que lo hice todo; porque, basando en pasado, asumí que las cosas no están hechas para durar, y que, hiciera lo que hiciera, no importaría, porque todos y todo tenemos fecha de caducidad. Pero, ¿qué pasa cuando adelantas la fecha a propósito? 
Pasa lo que está pasando ahora, que no puedes más, te desmoronas, y todo es un lío. Porque no te conoces, ni te reconocen. Estás sin rumbo, perdida, sin hacer nada, decir nada, esperar nada. Simplemente, estás, sonríes, finjes, y, a fin de cuentas, sigues mintiendo. Porque es un vicio, peor incluso que una droga. Es un problema demasiado grande como para soportarlo sola, pero es lo que queda, porque es lo que te has buscado, lo que has elegido para ti.

No sé a quien he odio que, después de que te hagan daño, te toca hacer daño a ti, y así seguirá siendo hasta que llegues a un punto en el que seas capaz de perdonar; pero, sobre todo, de perdonarte a ti mismo. No creo que esté en ese punto, y no creo que sea capaz de llegar hasta él en mucho, mucho tiempo. No soy insensible, por mucho que quiera hacer ver que lo soy, por mucho que la gente se lo crea. Solo que sufro en silencio, como lo he hecho toda mi vida. Por no llamar la atención, por no necesitar nada de nadie, por orgullo. Y, al fin y al cabo, todo se resume a eso. Mi vida entera se puede resumir con esa palabra. Por ser demasiado orgullosa como para hacer las cosas del derecho, por tener la suficiente cabeza como para detenerme un momento, tomar aire, y tomar una decisión antes de que la compulsión la tome por mi. Se supone que eso lo aprendes con la edad, pero se ve que yo, después de todos los palos que he recibido, sigo sin aprender nada. 
Por lo visto, lo único que he sido capaz de memorizar a fuego en mi cabeza ha sido la primera lección: hazlo sin que nadie te vea, borra las pruebas y niégalo, niégalo y vuelve a negarlo. 

martes, 10 de diciembre de 2013

Niégalo.


Es horrible sentir que te han substituido. Saber que todo lo que has llegado a ser para alguien ha cambiado tan rápido, sin que nadie haya podido impedirlo. Simplemente, ha sucedido lo inevitable, algo que se veía venir, y que posiblemente tu hayas sido la única persona que no se lo esperaba. En el fondo, sabías que iba a suceder tarde o temprano, pero conservabas esperanzas de que sucediera cuando ya estuvieran todas la heridas purgadas, curadas y cicatrizadas, cuando ya no importase. Cuando todo fuera un recuerdo lo suficientemente lejano como para hablar sobre él con una sonrisa en la boca, no con lágrimas que brotan sin darte cuenta. Es muy diferente.
Y ahora, ¿qué puedes hacer? Nada. Absolutamente nada. No nos engañemos; esa bazofia que nos contaron cuando eramos niños sobre que ''todo tiene solución'' no sirve para nada. Hay cosas que, cuando se rompen, no hay ningún tipo de producto en el mercado, ni de fuerza de voluntad, que sea capaz de repararlas. Están rotas, destrozadas, hechas añicos, y con alguna parte perdida en noches demasiado largas con hielos de más. Así que es de esperar que, cuando realmente todo desaparece, haya alguien que lo vuelva a encontrar, que haga que todo tenga un nuevo sentido para aquello que tu diste por perdido. Para algo que tu creaste para tu propio beneficio, que jamás pensaste que podrías necesitarlo, y que te aseguraste de que saliera de tu vida cuando esperabas que llegase algo mejor. Y cuando te das cuenta de que no va ha llegar nada mejor, porque realmente no existe, eres tú quien está rota, destrozada, hecha añicos, y que has encontrado las partes que te faltaban. Te has hecho a la idea de que, realmente, lo que tenías era la historia con la que sueñan todas las niñas después de una película Disney, la clase de relación que solo aparece en los libros y en las cabezas de los soñadores empedernidos. Y sigues sin saber por qué, por qué decidiste acabar con todo aquello.

En el fondo, lo sabes. Hay una época del año en la que sale lo peor de ti, que todo lo que el mundo ha podido conocer sobre ti cambia radicalmente, dejando un rastro de deshechos de los que nadie va a preocuparse jamás. Como dice ese dicho, pórtate mal, pásalo bien, borra las pruebas y, sobre todo, niégalo. Es un estilo de vida, o eso dicen. Te hace sentirte bien, sentirte viva, sentir que tienes el control, el freno y el acelerador al mismo tiempo. Pero dura unos instantes, unas horas de locura que al día siguiente están borrosas en la mitad de su totalidad. Y, en esos momentos, surge la peor duda que se puede tener; ¿es mejor sentirse dueña de tu misma durante unas horas, o una extraña durante la eternidad? Creo que, de momento, la decisión está tomada. Pero las noches de soledad, las noches en las que querríamos ser capaces de no ser tan independientes, no te las quita nadie. 

viernes, 6 de diciembre de 2013


Eres un monstruo. Un día te levantas, y te das cuenta de que tu eres tu propio enemigo. Que te auntoconsumes, te saboteas, te pones frenos, haces que falles en todo lo que te propones, devoras tu propia fuerza de voluntad, haces que tropieces con tus propios pies de barro. Sin razón aparente. Simplemente, te escudas en la pereza, en que estás mejor en el estado en el que estás. Que no te importan lo que piensen, ni lo que digan; pero no te das cuenta de que, en el fondo, lo que no te importa es lo que piensas de ti mismo. Te has abandonado, porque nadie espera por ti. Dices que estás esperando el cambio; que, de repente, algo salte en tu cabeza, algo que haga que se encienda de nuevo el interruptor, y que todo vuelva a girar como si el mecanismo nunca se hubiera parado. Pero, mientras esperas a que eso suceda, no te das cuenta de que lo único que haces es apagar el interruptor, una y otra vez, sin motivo, solo porque así puedes estar más tiempo donde estás.
No es que tengas miedo a cambiar; en realidad, lo estás deseando. Es todo lo que quieres, tu meta en la vida, tu razón de seguir respirando. El problemas es que no te esfuerzas lo suficiente. Estás cansada, y no hay horas de sueño que lleguen para cambiar eso. No sabes que necesitas, que quieres, que te hace falta para volver a la carga. Ni hay nadie que lo sepa, que te pueda ayudar. Simplemente, estás cansado, y no tienes fuerzas. Sin ningún motivo. Has perdido la esperanza, puede que porque nadie confié en ti, en tus posibilidades; porque nadie apuesta por ti. No sé. Pero estar estancada en ese punto muerto, en ese foco sin salida, no es una solución, ni un punto de descanso factible. Solo sirve para que te sigas consumiendo en tus propias cenizas, ya usadas, reusadas, y recicladas a más no poder.
Se están acabando las excusas, las salidas, los remedios, las autopromesas. Sabes que, o cambias la situación, o la situación te cambia a ti. Tampoco sabes que es mejor, ni que te conviene. Solo quieres que esto acabe, volver a donde estabas al principio, a esa fuerza, ese coraje, esa arrogancia
. ¿Qué ha pasado con eso? ¿Quién se lo ha llevado? ¿Qué necesitas para que vuelva? Demasiadas preguntas, cero respuestas. Nadie lo sabe, y nadie parece interesarse en responderlas; ni tú, de quien es el problema.

Tienes que cambiar, lo sabes. Tienes once días para ponerte las pilas, para volver a la carga. Para ser todo lo que siempre quisiste ser. Coge aire, vuelve a ganar.