miércoles, 24 de septiembre de 2014

288


Feliz cumpleaños. Felices trescientos sesenta y cinco días desde la última vez que estuve en tu espalda. Felices trescientos sesenta y cinco días desde nuestro último momento casi feliz, porque ya hacía demasiado tiempo desde que no nos sentíamos nuestros. Felices trescientos cincuenta y cinco días desde la última vez que nos vimos, y felices trescientos treinta y cinco días desde el momento en el que me dí cuenta de que no podía seguir así.
Posiblemente, y de verdad lo digo y lo espero, esta sea la última vez que hablo de ti, que pienso en ti, o que espero que leas esto. Posiblemente, esta sea otra de las muchas veces en las que me miento a mi misma por autocompasión, o porque engañarse es el remedio sencillo para todo los males del mundo; o por lo menos, para los míos. Porque ya he hablado demasiadas veces de lo que he hecho mal, y sobre los tantos que me he marcado en vano. Así que, espero, por fin, que este sea el verdadero día de "pasar página". De olvidarnos el uno del otro, de seguir cada uno por su camino; vamos, hacer lo que llevo intentando hacer trescientos treinta y cuatro días, sin demasiado éxito. Y resto un día, por los minutos que me permitía mirarte a escondidas y desear no haber tomado la decisión que ha marcado mis noches. Aunque, pese a que realmente lo queramos -al menos yo-, va a ser imposible ignorar una historia que duró demasiado poco como para que merezca la pena añorarla durante tanto tiempo; pero que, sin duda, ha significado un punto de inflexión en mi vida.

Así que mi silenciado regalo de este año no va a ser ni una llamada, ni una tarta absurda quemada en un ascensor mientras tu hermana soplaba las velas, ni un pez naranja demasiado obeso y demasiado tonto. Mi regalo va a ser darte el gusto de saber -ya que lo he publicado en Internet, aunque tu no lo sepas- que tu has sido la persona que me ha marcado. Me he tomado casi un año para darme cuenta de ello; y quizás tengas ese título por haber sido el primero en todo. Pero, sobre todo, has sido el primero en ser capaz de demostrarme que los que llevamos demasiado tiempo perdidos, nos merecemos a alguien. El primero en hacerme sentir despacio, y conseguir que suspirara con tan solo rozarme el cuello. El primero en desnudarme, y el único en hacerlo con el cuidado suficiente como para que aquello pareciera arte.
Porque fuiste capaz de hacer que se callasen los demonios y se derribaran las paredes; y creo que tampoco te llevo tanto tiempo. Y eso fue porque no acabo de ser del todo real. Porque, simplemente, me dejé llevar sin merecérmelo, por el hecho de que por fin parecía que tenía un final, aunque no fuera feliz. Una doble sutura con hilo fino. No fue real, y cuando quise darme cuenta, ya era demasiado tarde; cuando desperté, el daño ya estaba hecho. Cuando todo se cayó sobre mis pies, fue en el momento en el que me dí cuenta de que todo estaba yendo bien, y que yo era lo único que fallaba del mecanismo perfecto. Pero no puedo pedirte perdón una vez más: ya no tengo fuerzas en la garganta, de tanto suplicarme compasión; ni en los pulmones, porque sigo haciendo aquello que tanto odiabas. Y tampoco puedo pedirte que vuelvas, porque no soy la misma, y dudo que tu sigas siendo aquel chico de ojos marrones que se escondía conmigo de la lluvia.

Así que, de aquí en un año, solo pido que no volvamos a encontrarnos. Que no me vuelvas a mirar; en especial, porque cada vez que lo haces, tengo que volver a empezar. Pido por hacer un inciso, tomar aire, y esperar a que pasemos descalzos y de puntillas, sin que nadie nos oiga, con la corona -de flores, siempre de flores- todavía puesta. Porque Septiembre hace daño, y aún no he conseguido solucionarlo.
Así que, de nuevo, feliz cumpleaños, y que ya te hayas olvidado de mí.

Tengo diecinueve años. Es decir, hace más de un año que soy legalmente adulta, para todo. Para absolutamente todo. Y la verdad, es que no lo soy. Para absolutamente nada. No sé cuidar de mi misma, no sé aceptarme tal como soy, no sé llegar a donde quiero. No me valoro. No me respeto. No me quiero, y quiero creer que no me necesito. No hago nada por mi misma ni, mucho menos, para mí.

Lo único que he aprendido durante el tiempo que llevo respirando, es a autoconsumirme. A callar. A mentirme a mi misma, a vivir de ilusiones. A huir. A no afrontar los hechos, a perderme en la oscuridad. A poner excusas que suenan demasiado bien como para dudar de ellas. A mentir. A defenderme a duras penas, a guardarme las espaldas. A sonreír entre dientes. A maldecir entre dientes. A sonreír y maldecir entre dientes, todo a la vez. A meter la pata. A avergonzarme de mi misma. A mandarme callar. A necesitar ayuda, y no poder pedirla. 
Porque, lo que realmente me autoconsume, es ser tan orgullosa. Porque esa fue la barrera que ideé para evadirme de todo y de todos, porque en su momento fue lo único capaz de mantenerme a flote. Y aprendí a vivir así. ¿A vivir? A sobrevivir. Porque es lo que hago, a duras penas, a golpe tras golpe, rezando que el siguiente no se note demasiado, porque ya no me queda suficiente maquillaje. Porque no aprendo. Porque tengo oportunidades, miles de ellas, y sigo sin aprovecharlas. Porque no quiero cambiar, y no sé porqué, ya que es lo que más necesitaría. Bueno, en realidad, creo saber el porqué: no me quiero, ni me valoro, ni me respeto, lo suficiente.

Si lo hiciera, no iría noche tras noche rebotando de brazos en brazos, en busca de aventuras que sé demasiado bien como acaban, y que nunca busco frenar. No querría ir hasta el final con el primero que aparezca, y me pensaría las cosas antes de hacerlas -ya no hablo de pensarlas dos veces, que eso ya es imposible; por lo menos, hasta que hayan pasado, como mínimo, unas cuantas horas-. No dejaría todo lo importante para el último día, no alejaría a todos aquellos que me importan lo más mínimo. No viviría en la agonía permanente que solo conocemos las que disfrutamos de la noche, más que del día. No estaría sola en los días importantes, ni tendría tanto miedo de volver a casa. No sería incapaz de reconocerme cada vez que me miro al espejo. No me avergonzaría cada vez que tengo que desnudarme, o que me desnudan. No estaría escribiendo esto. No llevaría todo el día sin salir de mi habitación.

Así que la verdadera pregunta aquí es: ¿qué hice mal? Porque tengo claro que no he sido educada para acabar en este pozo sin salida, y sin nadie dispuesto a tirarme una mísera cuerda. ¿En qué momento empecé a perderme de tal manera? Y, sobre todo, ¿qué puedo hacer ahora para solucionarlo? Porque, quizás, es demasiado tarde, y no quiera ni pueda hacer las paces conmigo misma. 
Pero está claro que, sino lo hago yo, nadie va a hacerlo por mí.