domingo, 29 de mayo de 2016



Que no hacen falta grandes cambios para darnos una nueva oportunidad para salir a flote; una más de las cientos que nos hemos prometido en silencios cómplices de madrugada, a duras penas y con el frío en las vértebras. Y con el miedo en las pestañas, para que negarlo a estas alturas del juego. Que si comenzamos a sincerarnos, ya tenemos más de medio camino andado, y unas cuantas discusiones de menos sobre a que altura tomar el desvío. Ya estaremos unos pasito más cerca de a donde quiera que quieras que vayamos; que sí, ya sé que a mi nunca se me ha dado bien eso de escoger a donde ir a descansar los huesos durante un rato, que soy más de caminar descalza que de esperar a que llegue el metro, pero prometo que esta vez seguiré el mapa sin perderme. Que ya he aprendido que no me suelo orientar bien, pero tienes que reconocerme que perderse conmigo merece la pena. Que sale barato y deja un buen sabor de boca; casi como el tequila, pero sin resaca y con la memoria completa. 
Que hay que ir a poquitos, sin esperar alcanzarlo todo el primer día. Que, antes que el talento, va la perseverancia, el saber aprovechar cada granito de tiempo que nos ofrecen y que no todo va a salir siempre bien. Que si sale mal la primera, la segunda, la tercera y la decimoquinta vez, es parte del camino, y que menos mal que es así, porque sino no habríamos aprendido tanto mientras nos equivocábamos sin dejar tiempo a cerrar las heridas. Que hay que arriesgar, pero hay que saber cuando hacerlo; que ya no tenemos edad, paciencia, tiempo ni necesidad de ir dando tumbos por las esquinas, ni de dar sorbos pequeños a vino barato, rebajado con refresco aún más barato, para dárnoslas de sofisticados. Que el vino envejece, y se hace mejor a cada año que pasa; que en la barrica, aunque parezca mentira, se aprenden historias sin fin, que hacen que los aromas tenga una razón, y que las sonrisas sonrojadas que dejan después tenga un fin. Por eso, puede ser que sea de las pocas cosas que hacen que comience a hablar sin preocuparme que ocurrirá mañana, que me abra a pecho y espalda esperando que lo que brote de dentro pase desapercibido, siendo tan solo parte de algo intrascendente que estaba predestinado a suceder, y que solo he acabado adelantado por mi propio bien. Que siempre hay que curarse las espaldas antes de entrar a la sala, no vaya a ser que dejemos las estocadas al aire libre y se infecten. De nuevo. 

No, no hacen falta grandes cambios; bastan con pasitos cortos, pero que estos vayan en la dirección correcta. Pero que esta dirección la fijes tú mismo de ante mano, sin dejar que nadie influya en tus dedos. Que una de las grandes metas de mi vida es que mi madre se acabe sintiendo orgullosa de la hija que ha criado a base de gustos y disgustos; y sin duda, una de las grandes alegrías que he sido capaz de darle en estos últimos años es el haberle mostrado que las decisiones que tomo, muy a su pesar, son pensando en mi bien estar, y en el de aquellos que han estado el tiempo suficiente a mi lado como para saber que no van a desaparecer de él con facilidad. Que los tengo amarrados a mi vida con doble punto de sutura, y que aún queda mucho tiempo antes de que nos den el alta médica. Que soy alguien sin ataduras, pero que por el rabillo del ojo sigo mirando hacia casa, cuidando de quien deja que le cuide, y de quien es capaz de pedir ayuda. Y de soportar la ayuda que puedo dar, por supuesto; ya sé que mis métodos no son los mejores, ni los menos dolorosos, pero sé, por haberlo probado en mis propias carnes, que son efectivos. Y eso es más de lo que mucha gente puede aportar a la mesa mientras de su opinión, ya sea desinterasada o no. Otro punto a mi favor por el cual mi madre sonríe.
No, no hacen falta grandes cambios; y a veces solo es necesario cambiar un poco el punto de vista, salir de tu zona de confort, apostar teniendo algo a tu favor así tan solo sea tu intuición. Pero intentarlo, no quedarse quieto, inquietarse: porque solo revolviéndose, uno nota las cadenas.

Y quien diga que, hoy en día, los prejuicios, los viejos estereotipos, la inseguridad social y la opresión ya es cosa del pasado, es que lleva toda su vida pierna sobre pierna. Que día tras día me saco un poquito más de la venda, y veo lo que hay al otro lado con un poco más de claridad; y decir que "acojona" es quedarse corto, en casa, y con las persianas bajadas. Y debajo de las mantas, tiritando y sollozando contra la almohada. 
Que hay que seguir cambiando, y no solo hacia fuera, moviendo a la sociedad. La vida de cada uno debería de ser un cambio constante, para bien o para mal, pero siempre en movimiento; hacia una dirección determinada, a poder ser, pero sin que sea demasiado importante perderse de cuando en cuando.

sábado, 7 de mayo de 2016



Podemos perder el tiempo, rompernos las espaldas y dormirnos sin esperar nada más que café recién hecho por la mañana. Podemos culpar a la distancia o a las horas de todas nuestras pequeñas desgracias, esperando que eso nos ayude a sobrellevar el día a día sin culparnos a cada paso que damos. Podemos decidir apostar todo al blanco, esperar despiertos a que las estrellas se apaguen, o soplar las velas cuando ni siquiera nos hemos molestado en encenderlas. Podemos echar de menos, anhelar dejar caer los huesos sobre cualquier pedazo de madera que fuera lo suficientemente consistente como para sostenernos a los dos, durante un par de minutos más. Podemos seguir dejándonos llevar cada vez que nos cruzamos, podemos seguir intentando imaginar situaciones imposibles de recrear a no ser que alguno decida abrir la puerta. Podemos seguir observando a hurtadillas como nos denudamos para otros, podemos seguir comprobando que no lo hacemos con la misma gracia, ni con el mismo temblor en las rodillas. Podemos fingir que no nos importa, que está bien, que lo que nunca comenzó ya está terminado. Podemos seguir engañándonos un poquito más, solo para poder seguir existiendo un poquito menos.
Podemos perdernos despacio, encontrarnos entre caladas mojadas y escotes escondidos en coches ajenos. Podemos arrepentirnos y acallar los escalofríos en piernas desconocidas, fantaseando con copas vacías y calor de verano. Podemos idealizarnos, podemos seguir creyéndonos grandes cuando el frío de mayo llega, para pensar que hace no tanto tiempo, realmente estábamos en la cima. Podemos desmontarnos una vez, darnos otra vuelta de tuerca, dejar que corra todo lo que queda por decir, y mirarnos entre bao para no ver nada más que aquello que pudimos ser, sin ser nada. Podemos seguir presionando y reculando, podemos esperar pacientemente, podemos mandar indicios que no lleven a nada. 

Podemos hacer todo esto, y más. Otra cosa es que queramos seguir jugando, seguir apostando, y seguir recogiendo; ya sea para bien, o para mal. Otra cosa es que quiera seguir haciéndolo. Y resulta que no. No quiero apostar, no quiero ganar, no quiero perder. No quiero hacer otra cosa que no suponga moverme demasiado, porque las aguas siguen turbias pese a que se ha acumulado suficiente polvo en los rincones como para dar el capítulo por terminado. Porque puede ser que, para comenzar desde un punto y seguido, haya que terminar con los puntos muertos; y decidir que es lo que se queda, lo que es imprescindible, y lo que ya ha sido tan masticado que no puede recuperarse. Hay que aceptarse, y aprender a vivir con las consecuencias de andar con pies de plomo, sin quedarse demasiado tiempo para que la huella no sea permanente. Y puede ser que para comenzar desde un punto y seguido, sea necesario algo de orden; volver a tener el control, retroceder dos pasos, estudiar la vista desde el conjunto, no centrándose en los pequeños detalles. O pulir esos detalles, esas astillas descuidadas que, en el momento que menos te esperas, surgen de donde las creías enterradas, para recordarte a pequeños mordiscos que es lo que te perturba por las noches. Que es lo que te inquieta cuando crees que has dado portazo a todo, o lo que te derrumba cuando menos te lo esperas.
Por poder, podemos con todo.
Por poder, podríamos seguir como entonces.
Por poder,
podríamos ser felices con lo que teníamos, aunque no todo estuviera a nuestro favor. Porque estaba bien. Porque era respirar aire fresco, sin temor a que la recaída fuera inminente. Porque era recuperar la ilusión, aunque la única que la entendía, aunque no supiera expresarla, era yo.

lunes, 2 de mayo de 2016



Es hora de poner las cartas boca arriba, dejarnos de borradores insípidos, y comenzar a construir por los cimientos. Hora de respirar profundo, disminuir el paso, las pulsaciones e incluso la marcha del coche; porque el motor comienza a resentirse, y ya nos hemos cansado de buscar algún taller de carretera sucio y barato, que prometa café caliente a la mañana siguiente, y no traiga más que paños fríos para tapar grietas insulsas. De esas que corroen las esquinas y se pierden entre las humedades del techo, amenazando sin acabar de ceder. 
Porque amenaza tormenta, está comenzando a chispear, y no tengo donde cobijarme mientras llueve.

Me creo que haya sentimientos que solo se puedan expresar con música, con pinceladas o con gruñidos, suspiros y sollozos; y que, por mucho que lo intentemos, no hay vocablos suficientes, o que tengan la fuerza necesaria como para identificar algo tan puro, tan pequeño y tan devastador como algo que te ruge en las entrañas, que te araña los pulmones y que pide a gritos que lo compartas. Cuando lo único que eres capaz de hacer, durante meses y meses, es tragar saliva cada vez que comienza a trepar por tu cintura, quemando lo que encuentra a su paso, y rogando porque le dejes salir; suplicando por estallar, por llevarse por delante todo lo que pueda antes de que alguien se de cuenta, siquiera, cual es el epicentro de las sacudidas. 
Es lo que hay, se está quedando sin espacio y sin ideas para matar el tiempo mientras esperamos. Aunque no sepamos exactamente que es lo que estamos esperando, porque tampoco sabemos que es lo que nos pasa, que es lo que está mal, y que es lo que quieren significar los vacíos en medio de nuestro ser, que llegan dispuestos a devorarnos en cuanto bajamos la guardia. Y entonces, justo entonces, es cuando amanece. Y toca volver a cargarse en la espalda las horas, recargar las respuestas sarcásticas y tomar aire en dobles dosis por cada vez, para asegurarnos que es real lo que sucede, aunque solo sea porque sigue existiendo presión en los pulmones. Y repetir el procedimiento día tras día, minando la existencia un poco más a cada paso que se da. Hasta que pisas en falso, y no te quedan fuerzas en las piernas para poder amortiguar el golpe; aunque, en realidad, lo que pasa es que no tienes ganas de seguir luchando. Porque pelear en nombre de todos, batallas que no son tuyas, se ha convertido en un motivo de más peso que el de luchar por uno mismo. Y esto no nos lleva a ningún lado, pero todos seguimos escuchando lo mismo de ella.

Ella es fuerte, ella puede con todo, ella siempre fue así de independiente, ella lo tiene todo bajo control. Ella tiene una vida envidiable, ella sabe sacarse las castañas del fuego, ella es de las que cuando se cae, se levanta con más fuerte. Ella no necesita a nadie. Ella está bien. Ella no tiene problemas. Y el problema es que hasta ella misma se cree toda esta mierda de estupideces, y que su cuerpo se esfuerza en hacerle ver que no es especial. Que no es algo más allá que alguien que realmente puede valerse por si mismo, hasta que se le agotan las fuerzas, las ganas, los días y las lágrimas. Y entonces, acostumbrada a valerse por si misma, no tiene ni voz ni voto como para ser capaz de pedir ayuda. Un consuelo. Un minuto en el que alguien la escuche derrumbarse y, en vez de mirar hacia otro lado a la espera de que se levante por si misma una vez más, se acerque con cara consternada. Porque está amenazando con volver a llover, y ya sabemos que es lo que pasa cuando nos pilla desprevenidos. Y no quiero volver a tener que empaquetar mi vida en dos cajas de cartón a doble cinta de embalar. 
El problema es, o al menos eso creo, que no soy capaz de pedir ayuda. Porque así fue como me construí a mi misma, dando sin pedir demasiado, y dándome lo que era incapaz de pedir. Y tal es la historia, que ahora no sé como se hace eso de necesitar. De ser quien va detrás de alguien para poder sentirse bien. Que está bien eso de no tener la necesidad vital de que alguien cargue con tus batallas, pero todos estamos de hechos de carne y hueso. Y que, al final del camino, las cicatrices y los moratones nos pasan factura a todos por igual. Que esto es una racha, unos cuantos meses que se están alargando de más en los que no me dan las pestañas ni para se capaz de intentar buscar un claro entre tanta mierda. Pero amenaza con llover.

Está claro que esto no lo puedo solucionar por mi misma. Que las grietas comienzan a temblar de más, y los cimientos están carcomidos por termitas que no fuimos capaces de exterminar en su día. Que no puedes acumular pensamientos, sentimientos, dobles sentidos y resquemores hasta que tu caja-desastre acabe rebosando; sino que hay que buscar una válvula de escape. Esta es la única lección de peso que puedo adjudicarme en los últimos años: todos necesitamos a alguien para seguir respirando. O, al menos, que te ayude a respirar durante el tiempo que necesites para poder tomar aire por ti misma sin que te ardan los pulmones por dentro, por el simple hecho de forzarlos de más. 

Y no sé que es lo que necesito, ni lo que está mal, ni lo que he de cambiar; pero amenaza tormenta, una vez más.