domingo, 25 de febrero de 2018


Me siento libre.

Calma después de la tempestad, paños mojados y un carnaval triste. Finales felices, palomas blancas, petunias en rama. Espasmos de viento, lenguas de sal y majas desnudas redescubriendo la línea que une su cintura con su espalda. Uñas negras, labios cortados, dientes rotos, y medias quebradas. Fumata blanca. Fin de un ciclo, esperanzas renovadas e ilusiones en botellas de plástico, porque nos hemos dejado los restos en la última carrera. En los últimos metros. Pero hemos conseguido llegar al final. Y aún estamos recuperando el aliento, sin permitirnos pensar en nada más lejos que mañana. Disfrutando las semanas ignorando que, aunque algo haya terminado, hay que empezar con lo nuevo. Que hemos dejado asuntos colgados en el pomo de la puerta, y hemos cerrado con llave. Y pasado el pestillo. Creando la falsa ilusión de que nos merecemos este descanso, este respirar profundo, este dormir hasta tarde y despertar con la luz del sol en las pestañas. Y nos está sentando bien.

Ignorar es sinónimo de libertad, desde siempre. El problema es que es ahora cuando comenzamos a ser conscientes; cuando nos hemos dejado la piel y las ganas en resolver preguntas, en retorcernos las entrañas, en exprimirnos el ingenio. Y hemos obtenido como resultado la cara más oculta de la luna, las respuestas que no queríamos oír y que solo imaginábamos en nuestros peores sueños. Inquietarse, descubrir y resolver nos ha jodido la vida a todos, y por eso, a día de hoy, desearía ser ignorante. Pero no puedo desaprender ni deshacer los pasos dados, así que solamente puedo abstraerme del mundo durante unos días, unas horas o unos segundos, con los ojos cerrados y la mente en blanco. Regalándome instantes de amnesia a mí misma, encerrada en mi habitación y disfrutando como si no hubiera un mañana de sábanas limpias, de café recién hecho, y de un cielo sin nubes. Sin leer, sin música, ni cine, sin nadie; porque estos cuatro elementos, juntos o por separado, volverían a revolver las muescas, levantando el polvo y dejando entrever que este pequeño mundo que he creado para mí no es más que una ilusión. Que, detrás de mi ventana, el panorama sigue siendo tan desolador como siempre. Así que sí, estoy terminando la semana engañándome a mí misma, posponiendo el momento de enfrentarme de nuevo a la realidad, de salir a conocer esta nueva etapa que me depara.
Creo que es la primera vez en mi vida que me tomo un tiempo de transición. Y no es que antes me fuera mal cambiando de estado sin necesidad de descansar; es que, en esta última etapa, las situaciones me abrumaban, me derrumbaban y me aprisionaban, haciéndose dueñas de los días y las emociones. Dejándome a mí misma en un segundo plano, sucumbiendo al pánico, buscando sin éxito algún resquicio de quien era en el momento de embarcarme en esta vida. Y llegué al final casi ahogada, desnutrida, moribunda y sin ambición ni sentido; y aún creo que sigo así, en muchos aspectos. Y queda mucho por andar. Y no me creo ni veo capaz de poder comenzar.

Pero, a medida que no hacemos mayores, tenemos menos derecho a desconectar del mundo. Obligaciones, les llaman. Y las mías llevan ya unos días reclamando mi atención, pero no quiero. No quiero volver a ese círculo vicioso en el que no era que me destruyera, sino que ni tenía la más mínima intención de cuidar. Me he abandonado a mí misma de una manera que hasta me avergüenza. No hay magia, ni hay duende; ambos desaparecieron en el momento que vieron que yo no estaba por la labor de ayudarles a reflotar. Que estaba demasiado ocupada en manejar malabares imposibles y en seguir respirando, como para continuar floreciendo como hacía antaño. Y antes de volver al tiovivo que es mi vida más de la mitad de las veces, me gustaría recuperarme, pero para eso necesito tiempo. Y es lo que estoy intentando darme. Porque ahora mismo, tengo pánico de volver al día a día, a tomar decisiones, a plantearme mi futuro siquiera. Porque hay tantas posibilidades, tantas puertas abiertas y una única oportunidad de decisión, que cualquier error pasará factura. Y ahora mismo no estoy en condiciones de escoger por mi yo del presente, de dentro de diez años y de dentro de cuarenta. No puedo plantearme que van a querer o necesitar esas versiones de mí misma, cuando hace un año era incapaz de imaginarme como me encontraría hoy en día.

Me siento libre, y me siento extraña. Siento que ya no encajo en las plazas en las que solía bailar, que el aire no silva igual y que la Tierra gira en contra-dirección. Que quiero seguir avanzando, pero no me quiero mover, básicamente porque sería el mayor error que podría cometer ahora mismo. Que hay demasiados lastres en mi vida, o desilusiones provenientes de este periodo de sombras, que tengo que solventar antes de seguir. Que la persona que me devuelve la mirada en los espejos es pequeña, débil y frágil; que necesitó ayuda y no la supo encontrar ni pedir. Que los cimientos que en su día tenía tan claros, resultaron ser de sal cuando arraigó el temporal. ¿Y qué hago ahora yo con todos esos pesos? ¿Y cómo explico esa sensación de libertad que tengo cuando estoy yo conmigo? Puede que sea por eso, porque me aíslo. Y hacía tanto que no estaba sola y en silencio, que se ha vuelto una experiencia casi novedosa del todo, algo que necesitaba con ahínco sin saber casi que existía. Que me sobra el mundo, y mi mundo soy yo. Pero no quiero escuchar, no quiero sentir, no quiero siquiera respirar por miedo a terminar pensando, y pinchar esta falsa libertad. No soy libre. Sigo siendo esclava de lo que he sido siempre: de mí misma, de esa idea y esa necesidad de correr que llevo arrastrando ya demasiado años. De ponerme metas cada vez más inalcanzables y llegar a ellas para rozarlas durante unos instantes. Y luego querer más, dar más, perder más, sufrir más. ¿Hasta cuándo? ¿Cuándo no voy a necesitar ese estrés, esa tensión, ese tentar los límites y descubrir que aún puedo saltar más alto? Porque yo creo que ya va siendo hora. Porque creo que este es mi límite, porque esta última embestida ha cambiado las reglas del juego. Porque mi cuerpo y mi mente han comenzado a fallar, y ha sido tal el revés que hasta he parado. Me he dado tiempo. Por primera vez en mi vida, he parado de verdad. He puesto mi vida en pausa durante unas semanas. Sin decir nada, para no tener que dar explicaciones, porque seguimos sin querer pedir ayuda, sin saber el motivo. Y esas desconexión me hace sentir libre. Porque cortar toda relación humana, física y emocional, aunque sea por unas horas, es mi idea de libertad. 

Soy libre conmigo. Y soy libre sin mí.