martes, 22 de mayo de 2018


No soy perfecta, y reconozco que he intentado serlo. Por soberbia, por orgullo, por no dar que pensar, por no aceptar, por no conformarme. Porque, hasta hace poco, entendía que conformase era rendirse; pero conformarse es, realmente, aceptarse, comprender nuestras limitaciones y saber vivir con ellas. No soy perfecta, y he intentado con todas mis fuerzas conseguirlo. Y he fracasado, y me he frustrado, y me he sentido inútil. Indefensa. Nula. Vacía.

Soy quien soy, quien quiero ser, y quien puedo ser. Y mis consecuencias y, por supuesto, mis circunstancias. Mañana puedo no ser yo, y serlo más que nunca, más que hoy, y más que pasado mañana. Y, por ello, sigo creciendo, sigo mejorando, pero no para ser perfecta. Porque tampoco entiendo que es ser perfecta, ni lo que conlleva. Que igual ser perfecta radica en ser imperfecta, sin saber que lo eres. Pero ya no quiero ser perfecta, porque por todos los caminos por los que lo he intentado han acabado en una pared de ladrillos fría y húmeda. De decepción, lágrimas y gritos. De demasiado esfuerzo en querer pretender ser alguien que no soy, en un mundo que no quiero conocer. Tampoco entiendo porque esta obsesión con la perfección. Con las figuras, los rostros, las metas, el éxito y la felicidad. No somos felices, pero somos temporalmente felices. Y no hay nada malo en ello. Pero, por algún motivo, nos venden no sé quién, ni quiero saberlo que debemos serlo. Ser siluetas sin forma, almas sin entrañas, botellas hermosas y heladas. Que, siendo quienes somos, no somos del todo. Y he intentado no ser quien soy, y no me ha funcionado.

Soy complicada. Mucho. Muchísimo más de lo que soy consciente y de lo que he admitido hasta ahora. Y me encanta ser complicada, no saber lo que siento y sorprenderme sintiéndolo, porque sé que soy así por momentos. Soy simple. Mucho. Muchísimo más que la primera hoja de una libreta nueva, y por ello vuelvo a ser compleja. Soy ambas, y soy más. Mucho. Muchísimo más. Y no me arrepiento, ni debería hacerlo. Porque en ser sin ser y volviendo a ser quien soy, es donde radica la esencia de lo que late en mis piernas, lo que surge de mis cimientos, lo que se derrumba en momentos triviales y lo que se afianza con fuerza en las decisiones difíciles. Pero de todo lo que soy y dejo de ser para volver a ser, tengo claro algo que jamás seré: perfecta. Porque no lo entiendo, no lo comparto, no lo visualizo. No sé qué quiere decir, cual es el fin de este principio, la razón por la cual seguimos escarbando con las uñas en carne viva en la piedra. No es mejorar, no es redescubrirnos, no es darnos una vuelta más de tuerca, presionarnos a dar el salto, o lanzarnos al vacío. Es amargarnos los días y las horas con críticas que se aferran a nuestras cinturas como ponzoña agría. Y lo vemos todos los días, y somos incapaces de deshacernos de ello. Porque susurra suavemente en nuestros días buenos, dándonos la satisfacción divina equivalente a una calada liberadora; y porque nos envenena las raíces en los momentos oscuros, en las horas flacas en las que todo se arremolina a nuestros pies para terminar siendo polvo y arena. Porque, en el fondo, nos gusta sufrir. Nos gusta tener ese veneno en el pecho, dejar que ebulla y comienza a evaporarse, que salga por nuestra boca arrasando con todos, dañando al resto, contagiándolos, haciendo que sus susurros se conviertan en arañazos, arrastrando la desazón a rincones alejados de nosotros. Para volver a estar en calma. Durante unos instantes, volver a respirar profundo y ser conscientes, o semi-conscientes, de que lo estamos haciendo bien. De que el problema es del resto. De que nosotros somos perfectos, y es el resto del mundo el que está en nuestra contra. Cuando somos nuestros propios peores enemigos, y llevamos desde el día en el que nacemos cavando nuestra tumba y frotándonos las manos, sabiendo que el momento está cerca.

Somos humanos. Somos orgullosos. Somos la especie poderosa. Y no podemos permitir, ni admitir, que somos responsables de nuestras propias circunstancias. Porque eso implicaría darnos por vencidos, tirar la toalla, perder la partida. Pero, si lo hiciéramos, igual el peso de nuestros hombros sería más liviano, podríamos nadar, y vivir en calma sin apostarlo todo día tras día. 
Algo tan sano, tan necesario y vital como ser felices, se ha convertido en una trivialidad que dejamos en manos del resto voluntariamente, haciéndoles responsables de lo que sentimos, pensamos, de cómo nos comportamos o dejamos de hacerlo, de quien debe morir y a quien queremos mantener cerca. Así, seguimos delegando el poder de un todo completo en el resto, dividiendo sin sentido, y terminamos sintiendo que nos faltan partes de nuestro propio ser. Entonces, es cuando comenzamos a buscarlos en las miradas ajenas, en forma de aprobación, de ascensos, de metas improbables que solo queremos alcanzar para complacer al resto de pedazos en los que nos hemos entregado. Sin sentido, sin saber si es eso lo que realmente queremos, sin querer asimilar que podríamos ser felices con mucho menos. Porque queremos más, porque somos depredadores natos, porque en este mundo en el que matas o te dejas matar, no tenemos otra opción. ¿O sí?

Yo creo que sí. O eso espero. O eso intento. Tenemos cicatrices y estrías que demuestran que no estoy equivocada, que todos tenemos cumbres y valles, que todos lloramos y reímos por las noches. Que tenemos vicios inconfesables por no querer asumir que es lo que nos mueve por dentro, nos alivia, nos desahoga en este huracán de vida a la que nos enfrentamos día tras día, hasta que no podemos más. Y podemos seguir dando palos de ciego todo el tiempo que queramos, hasta que este se agote del todo, y ya, realmente, no tengamos opción. Todo es efímero, y estamos desgastándonos sin gustar ni gustarnos. Cuando lo importante, realmente, es solo lo segundo.

Puede que sea perfecta, porque simplemente sea yo, y me dejo ser. Porque sonrío y lloro, porque tengo pensamientos irracionabes, porque se me encogen las tripas y se me eriza el pelo, porque me excita el futuro, me enamora el presente y añoro el pasado, sin dejar de ser yo. Yo hoy, quizás yo mañana, pero seguro que no yo pasado. Que cambiamos, que no somos estáticos, que no estamos hechos para permanecer durante mucho tiempo, que tenemos inquietudes. Que no son las mismas que las de todo el mundo, y no hay nada malo en ello. Que alzar la voz no debería de ser delito, que buscarse las cosquillas es lo que deberíamos aprender a hacer desde el colegio, en vez de asentir y callar. Que las vendas caen por si solas, pero es mejor aprender a desatarlas. Que tenemos miedo, ganas, necesidad, hambre y sed aun comiendo y bebiendo. 
 
Que hemos de ser inconformistas natos de nuestros propios conformismos. O perecer en el intento.

miércoles, 9 de mayo de 2018


Hablemos claro y conciso. No tengo tiempo para mí, y tampoco sé si lo quiero tener. Pero es necesario mirarse los adentros de cuando en cuando, ver que es lo que te remueve y lo que te corroe, y aprender de ambas versiones. Puede que lo estemos haciendo mejor de lo que pensamos, o vernos en la mínima cuando nos sentimos en la cima del mundo. No estamos hechos para ser perfectos, pero tampoco para no intentarlo. Llevamos años -yo-, por no decir siglos -la humanidad-, intentando refinarnos, ser mejores de lo que fueron los que pisaron estas tierras antes, alcanzar objetivos marcados por generaciones y destruir muros levantados por la ignorancia. Y todo avanza muy rápido, y deconstruirnos en tantos aspectos no es sencillo. Sobre todo, cuando la sociedad parece estar dos pasos atrás de lo que hemos avanzado. Puede que no la sociedad, sino el concepto que tenemos de ella -"todo por y para el pueblo", creo recordar-. Y estamos en un punto en el que está mal ser, pero está peor visto no ser; en el que todavía tenemos que guardarnos las espaldas y medir las palabras, y en el que pensar contra la corriente sigue siendo delito.

No quiero, porque ni puedo ni debo, dar lecciones morales ni explicar que es lo que se me pasa por la cabeza cada vez que pongo un pie en la calle. Ni lo que grita mi centro de equilibrio a gritos cada vez que me enfrento a un nuevo revés del día a día. Porque tampoco creo que esté preparada para exponer mi mundo entero, mi falsa tranquilidad interior y mi ritual de despojarme de todo cada vez que me siento a respirar. No, no es el mejor momento para enfrentarme a todo eso, darle la vuelta y sacudirlo para ver que cae; porque está tan fisurado, que a día de hoy no sería posible volver a componer todas las piezas. Y necesito mantenerme entera, aunque eso implique cerrar los ojos de cuando en cuando, acallar las voces antes de dormir, e ignorar inquietudes. Pero no implica dejar de luchar. Porque estoy harta, de tantas y tantas cosas para las que no estoy preparada, porque no soy suficientemente valiente.

Cuantas veces he dicho ya que no hoy, ¿verdad? Es porque ese es el mayor de los miedos. Porque todo es circular y todo vuelve a donde radican las raíces, y porque alejarse deja de implicar reencontrarse. Y es hora de volver a poner los pies en el asfalto, pisando fuerte las grietas del suelo, del mundo, de mi mundo. De retomar lazos a medio romper, de volverlos a tejer, aunque nos tiemblen las manos, de respirar profundo y de tomar decisiones por y para mí. No es que crea que hasta ahora lo haya estado haciendo mal, es que no me he dejado el espacio ni el tiempo suficiente como para hacerlo como debería, como a mí me gustaría. Supongo que es cuestión de prioridades, y de dejar de anteponer las del resto a las mías. Sin querer incriminar a nadie, porque últimamente las necesidades a las que atiendo son generales y no personales, lo cual es aún peor y más doliente cuando una se da cuenta de lo que está haciendo. Porque ya puestos a deshacernos de lo tóxico que nos hace responsables de pesos y torturas ajenas, que sean de gente a la que queremos. Que hacerlo de vez en cuando, siempre que tus pilares se mantengan por si solos, es cuidar. 
Y mis pilares están comenzando a sustentarse, poco a poco, día a día. Aunque haya momentos en los que me piden tregua, descansar y recomponerse por ellos mismos; pero ahí están, dispuestos a quedarse y a seguir aguantando lo que venga, que para eso lo hicieron durante tantos años hasta que a cierta servidora le dio por descubrir que, incluso los que no se lo merezcan, pueden tener derecho a sentir, llorar, amar y revivir. 

Con todo esto, lo único que quiero decir es que ya está bien. El mundo no es sencillo, y no porque esa es su condición natural, sino porque nos lo hacemos dificil. No todo es perfecto, ni muchísimo menos, ni va a serlo jamás; y es justo ahí, en las imperfecciones de los quehaceres, donde radica la belleza y la sabiduría. Y cada día que pasa, me siento más sabia, de tanto fallar, de tanto dejarme las rodillas contra la piedra, de tanto lamerme las cicatrices. Porque me sé levantar sola, pero prefiero levantarme acompañada de quienes saben darme lo que necesito para comenzar y terminar por mí misma. Que es la esencia del querer, a fin de cuentas; apreciar lo bonito de la realización en las esquinas peliagudas del otro. Y yo estoy preparada para volver a querer, volver a cuidar, volver a dar sin importar que no reciba nada a cambio, volver a ayudar a quien quiero seguir manteniendo a mi lado. Sin importar, dentro de principios morales básicos y mortales, que es lo que haya sucedido. A ciegas, dando palos a oscuras a lo que sea por tal de apartar la muralla que haya que derribar. Porque dos garrotes hacen más fuerza que uno.

Después, están todos los conflictos a nivel tribu a los que nos estamos enfrentando. A ver cómo nos desuellan la piel, nos arrebatan el habla y las fuerzas para seguir respirando, la identidad y la versión de los hechos que hace daño. La cruda realidad, o el maravilloso futuro que podría ser. Lo bueno es que cada vez somos más los tarados que notamos las cadenas de algo que se nos ha quedado demasiado pequeño para seguir callando y tragando. No puedo hablar por todo el mundo, y tengo la sensación de que estoy hablando de más de una cosa y que cada cual que lea esto lo interpretará de una manera distinta. Lo cual es bueno, porque habrá más motivos para levantarse, y porque hay menos conformismo al que enfrentarse. Lo cual también es malo, porque implica que estamos más jodidos de lo que había pensado.
Pero las cosas van a cambiar. Y no porque esté segura, o porque tenga confianza en que va a ser así; sino porque ya estamos haciendo algo. Por poco que parezca, grano a grano, día a día, grito a grito, piedra a piedra, se va demoliendo la estructura. Los cimientos se van resquebrando, impotentes, ante el avance de las raíces que llevan demasiado tiempo calladas.
 
Y es a eso a lo que me aferro noche tras noche, antes de caer rendida. Por no tener tiempo, por no querer tampoco tenerlo. Porque quieta, no aporto nada; y porque, callada, tampoco.