No soy perfecta, y reconozco que he intentado serlo. Por soberbia, por orgullo, por no dar que pensar, por no aceptar, por no conformarme. Porque, hasta hace poco, entendía que conformase era rendirse; pero conformarse es, realmente, aceptarse, comprender nuestras limitaciones y saber vivir con ellas. No soy perfecta, y he intentado con todas mis fuerzas conseguirlo. Y he fracasado, y me he frustrado, y me he sentido inútil. Indefensa. Nula. Vacía.
Soy quien soy, quien quiero ser, y quien puedo ser. Y mis consecuencias y, por supuesto, mis circunstancias. Mañana puedo no ser yo, y serlo más que nunca, más que hoy, y más que pasado mañana. Y, por ello, sigo creciendo, sigo mejorando, pero no para ser perfecta. Porque tampoco entiendo que es ser perfecta, ni lo que conlleva. Que igual ser perfecta radica en ser imperfecta, sin saber que lo eres. Pero ya no quiero ser perfecta, porque por todos los caminos por los que lo he intentado han acabado en una pared de ladrillos fría y húmeda. De decepción, lágrimas y gritos. De demasiado esfuerzo en querer pretender ser alguien que no soy, en un mundo que no quiero conocer. Tampoco entiendo porque esta obsesión con la perfección. Con las figuras, los rostros, las metas, el éxito y la felicidad. No somos felices, pero somos temporalmente felices. Y no hay nada malo en ello. Pero, por algún motivo, nos venden no sé quién, ni quiero saberlo que debemos serlo. Ser siluetas sin forma, almas sin entrañas, botellas hermosas y heladas. Que, siendo quienes somos, no somos del todo. Y he intentado no ser quien soy, y no me ha funcionado.
Soy complicada. Mucho. Muchísimo más de lo que soy consciente y de lo que he admitido hasta ahora. Y me encanta ser complicada, no saber lo que siento y sorprenderme sintiéndolo, porque sé que soy así por momentos. Soy simple. Mucho. Muchísimo más que la primera hoja de una libreta nueva, y por ello vuelvo a ser compleja. Soy ambas, y soy más. Mucho. Muchísimo más. Y no me arrepiento, ni debería hacerlo. Porque en ser sin ser y volviendo a ser quien soy, es donde radica la esencia de lo que late en mis piernas, lo que surge de mis cimientos, lo que se derrumba en momentos triviales y lo que se afianza con fuerza en las decisiones difíciles. Pero de todo lo que soy y dejo de ser para volver a ser, tengo claro algo que jamás seré: perfecta. Porque no lo entiendo, no lo comparto, no lo visualizo. No sé qué quiere decir, cual es el fin de este principio, la razón por la cual seguimos escarbando con las uñas en carne viva en la piedra. No es mejorar, no es redescubrirnos, no es darnos una vuelta más de tuerca, presionarnos a dar el salto, o lanzarnos al vacío. Es amargarnos los días y las horas con críticas que se aferran a nuestras cinturas como ponzoña agría. Y lo vemos todos los días, y somos incapaces de deshacernos de ello. Porque susurra suavemente en nuestros días buenos, dándonos la satisfacción divina equivalente a una calada liberadora; y porque nos envenena las raíces en los momentos oscuros, en las horas flacas en las que todo se arremolina a nuestros pies para terminar siendo polvo y arena. Porque, en el fondo, nos gusta sufrir. Nos gusta tener ese veneno en el pecho, dejar que ebulla y comienza a evaporarse, que salga por nuestra boca arrasando con todos, dañando al resto, contagiándolos, haciendo que sus susurros se conviertan en arañazos, arrastrando la desazón a rincones alejados de nosotros. Para volver a estar en calma. Durante unos instantes, volver a respirar profundo y ser conscientes, o semi-conscientes, de que lo estamos haciendo bien. De que el problema es del resto. De que nosotros somos perfectos, y es el resto del mundo el que está en nuestra contra. Cuando somos nuestros propios peores enemigos, y llevamos desde el día en el que nacemos cavando nuestra tumba y frotándonos las manos, sabiendo que el momento está cerca.
Somos humanos. Somos orgullosos. Somos la especie poderosa. Y no podemos permitir, ni admitir, que somos responsables de nuestras propias circunstancias. Porque eso implicaría darnos por vencidos, tirar la toalla, perder la partida. Pero, si lo hiciéramos, igual el peso de nuestros hombros sería más liviano, podríamos nadar, y vivir en calma sin apostarlo todo día tras día.
Algo tan sano, tan necesario y vital como ser felices, se ha convertido en una trivialidad que dejamos en manos del resto voluntariamente, haciéndoles responsables de lo que sentimos, pensamos, de cómo nos comportamos o dejamos de hacerlo, de quien debe morir y a quien queremos mantener cerca. Así, seguimos delegando el poder de un todo completo en el resto, dividiendo sin sentido, y terminamos sintiendo que nos faltan partes de nuestro propio ser. Entonces, es cuando comenzamos a buscarlos en las miradas ajenas, en forma de aprobación, de ascensos, de metas improbables que solo queremos alcanzar para complacer al resto de pedazos en los que nos hemos entregado. Sin sentido, sin saber si es eso lo que realmente queremos, sin querer asimilar que podríamos ser felices con mucho menos. Porque queremos más, porque somos depredadores natos, porque en este mundo en el que matas o te dejas matar, no tenemos otra opción. ¿O sí?
Yo creo que sí. O eso espero. O eso intento. Tenemos cicatrices y estrías que demuestran que no estoy equivocada, que todos tenemos cumbres y valles, que todos lloramos y reímos por las noches. Que tenemos vicios inconfesables por no querer asumir que es lo que nos mueve por dentro, nos alivia, nos desahoga en este huracán de vida a la que nos enfrentamos día tras día, hasta que no podemos más. Y podemos seguir dando palos de ciego todo el tiempo que queramos, hasta que este se agote del todo, y ya, realmente, no tengamos opción. Todo es efímero, y estamos desgastándonos sin gustar ni gustarnos. Cuando lo importante, realmente, es solo lo segundo.
Puede que sea perfecta, porque simplemente sea yo, y me dejo ser. Porque sonrío y lloro, porque tengo pensamientos irracionabes, porque se me encogen las tripas y se me eriza el pelo, porque me excita el futuro, me enamora el presente y añoro el pasado, sin dejar de ser yo. Yo hoy, quizás yo mañana, pero seguro que no yo pasado. Que cambiamos, que no somos estáticos, que no estamos hechos para permanecer durante mucho tiempo, que tenemos inquietudes. Que no son las mismas que las de todo el mundo, y no hay nada malo en ello. Que alzar la voz no debería de ser delito, que buscarse las cosquillas es lo que deberíamos aprender a hacer desde el colegio, en vez de asentir y callar. Que las vendas caen por si solas, pero es mejor aprender a desatarlas. Que tenemos miedo, ganas, necesidad, hambre y sed aun comiendo y bebiendo.
Que hemos de ser inconformistas natos de nuestros propios conformismos. O perecer en el intento.