martes, 4 de abril de 2017



Desgana y desengaño. Por mucho que haya una fuerza, llamémosle amor propio, que tira de nosotros día sí y día también para hacernos cumplir nuestras obligaciones elaboradas con el fin de perseguir un objetivo final, llega un punto en el que tu cuerpo dice basta. Comienza a traquetear, como los coches cuando se quedan sin gasolina en mitad de una carretera desierta a las tres de la mañana, anticipo de cualquiera película de terror que se preste. Te está avisando, a pequeños indicios o pistas, para que seas capaz de bajar el ritmo progresivamente sin estragos ni en él, ni en tu plan ideal. El problema comienza cuando nos obcecamos en lo que queremos alcanzar, sin escuchar lo que nos dicen las señales. Y comienzas a consumirte, a desgastarte poco a poco a medida que pasan los días, porque eres incapaz de parar, de darte un descanso, de decir que no a la siguiente puerta que se abra en tu camino. ¿Por qué? Porque el miedo reside en la posibilidad de que no haya una segunda oportunidad, de que el tren que pase sea el único y el último que va a pasar por tu puerta. Y porque sabes que, por mucho que te intentes autoconvencer, no eres de esas personas que se conforman y se acomodan. Pero estás traqueteando. 

Y he venido a formular la pregunta que se hace todo el mundo, ¿qué hacer cuando ya no puedes ignorarte durante más tiempo? Cuando las consecuencias parecen ser inminentes, cuando ya no eres capaz de mantener el equilibrio de malabares con el que te manejabas con tanta soltura antaño. ¿En qué momento puedes permitirte parar cuando ya es demasiado tarde? Porque es necesario, es vital, es lo que tienes que hacer antes de que los malabares estallen en mil pedazos contra el suelo, o antes de que pierdas la cabeza por completo. 
Porque sigues amparándote es que esto es solo una etapa, en el ya consabido "dos meses más" que llevas acuñando desde hace años, en el "yo sé cuándo parar, y esto merece la pena". No mientas, no tienes ni idea; querer conseguir alcanzar esa idea idealizada de felicidad es lo que te está matando por dentro, lo que no te deja descansar, y lo que te tiene viciado hasta el extremo que no puedes pensar en otra cosa, ni en nadie más. Y te está destruyendo, te está anulando como persona; lo que crees que te está dando alas, es precisamente lo que te las está cortando. Pero, una vez metida en la carrera, ¿cómo abandonar? ¿Cómo dejar pasar la adrenalina, los ojos cansados, la sensación impresionante cuando algo sale siguiendo el plan trazado? Esas situaciones también implican vivir, dando el chute necesario para seguir en este camino. Entonces, ¿cuál es la solución?

No tengo ni idea.

Pero alguna solución ha de haber, porque si no nos vamos a acabar enfrentando a un descarrilamiento sin solución ni posible recuperación; ya no digo que perdamos la oportunidad de lo que sea que nos traigamos entre manos por culpa de centrarnos únicamente en esto sin saber cuándo darnos un respiro, sino que también nos perdemos a nosotros mismos, y a todos aquellos que nos rodean e importan. Porque pasan las semanas, los meses y los años sin darnos cuenta, y lo único que vamos a poder contar de ellos es que intentamos, peleando contra viento y marea, llegar a un punto del que a día de hoy no podemos asegurar que sea el lugar que nos vaya a hacer felices. Pero, ¿podremos vivir con la pregunta de qué pasaría si hubiéramos apretado un poco más? ¿Si nos hubiéramos forzado unos meses más, si hubiéramos ignorado un rato más lo que nos pide el sentido común? No lo creo; aunque puede ser que sí. Porque hay que aprender que una vez se cierra una puerta, no hay que volver a cuestionarse nunca jamás que es lo que podría haber dentro; porque la imaginación humana es un artificio con vida propia, que atrapa, envuelve y nunca suelta. 

En conclusión, sin irme tampoco mucho por las ramas, no tengo ni puta idea de lo que estoy haciendo con mi vida, de si lo estoy haciendo bien o de si se me está comenzando a ir la cabeza por querer abarcar más de lo que puedo soportar. Porque estoy comenzando a decir basta queriendo seguir, pero ya no me guían mis piernas, que solo quieren correr en dirección contraria. Me guía la testarudez de demostrarme a mí misma que puedo; la misma que me ha sacado de tantas y tantas situaciones en las que solo quería tirar la toalla. Todas las que me han llevado hasta el punto en el que estoy hoy, pero ¿y si ya es suficiente? 
¿Y si es mejor recoger trastos y volver a casa, asumiendo que la derrota es real, que no puedo seguir luchando contra lo que está escrito que no va a suceder? Nadie me culparía; nadie que no fuera yo, y es conmigo con quien voy a tener que convivir hasta el final. 

Así que no, ni puta idea.