lunes, 23 de septiembre de 2019






No tengo edad para seguir tropezando, avergonzándome, rompiéndome las medias y las mierdas. Ya debería haber aprendido de mis errores, de mis malas rachas, de las caídas, a estas alturas. Porque ya está bien de tener que ir con libreta y lápiz a todos los lados, que parece que se me da mejor borrar lecciones que memorizarlas. Y no son cosas banales o que puedan estar interiorizadas de alguna manera en mi forma de ser; para nada. Son conductas, situaciones, motivos que me rompen los nervios, que hacen que al día siguiente no pueda salir de la cama. No solo porque no soy capaz de mantenerme de pie, sino porque no soy capaz de enfrentarme a lo que he hecho y no recuerdo. Que la oscuridad y el silencio es lo mejor que me puede pasar. Que fingir que aquí no ha sucedido nada debería de ser obligatorio, y así sería como me gustaría enfrentarme a esto. Pero no. Porque vivimos en el mundo real, y todo acto tiene su consecuencia. Y tengo que dar la cara.

No sé si tengo la solución para esto. Porque ya casi van diez años tropezando con lo mismo, recayendo en terminar las noches así, en empezar las mañanas de la misma manera. Y no tengo edad, ni ganas, ni tiempo, ni dignidad suficiente para poder seguir con esto. Ya no solo por lo que dejo entrever, sino porque lo odio. Me miro desde fuera y no le encuentro sentido, ni razón de ser, a comportarme así, a dejar que me pierda por las esquinas de esta manera, a no ser consecuente con lo que hago. Porque eso es lo que más me duele de todo. Que las decisiones que tomo, lo que digo y hago, en esos momentos, no son las cosas que realmente quiero decir y hacer; tampoco sé quién es la parte de mí que lo hace, pero tengo claro que no es quien soy. Quien quiero ser. Quien me merezco ser. 
El problema es que no sé parar. Que llega un momento de no retorno y hay días que tengo demasiada facilidad para alcanzarlo. Que quiero dar una imagen de desinhibición que no controlo, que no me pertenece, que no me compensa. El problema es ese, que realmente no me compensa. No soy así, por mucho que me haya empeñado en hacer creer que sí. Es que ni siquiera sé si alguien se sigue creyendo que soy así. Esto nunca ha sido para mí, y se ve venir a leguas. Y ahora menos, que no tengo la vida que tenía hace cinco años, por mucho que me guste regodearme en ello. Por mucho que mire a mis amigas con ojos melosos cada vez que hablamos sobre ello. Realmente, nunca ha sido para mí. Y no va a serlo ahora, que tengo mucho más que perder que cuando alardeaba de ello. 
El problema es que hay veces que no quiero parar. Que me encanta sentirme así, volar, dejarme caer, sentirme valiente. Porque estando así es la única ocasión que tengo últimamente para sentirme poderosa. Pero eso tampoco es excusa ninguna, porque si realmente es ese empoderamiento el que quiero sentir, tengo que encontrarlo de otra manera. 
El problema es que tengo una carencia de personalidad brutal, una amnesia de identidad total, y que llevo demasiado tiempo sintiéndome así. Que no sé quién soy y solo sé lo que fui, y estoy intentando repetir patrones que en su día funcionaban, cuando ya no soy la misma. Que tengo que dejar de hacerme daño, de sufrir sin motivo, de arrepentirme al día siguiente, de no recordar. 

El problema es que los lunes no soy capaz de dar la cara después de lo que ha pasado. Que siento que tengo que estar pidiendo perdón y permiso, y que es algo que podría haberme ahorrado. Que me avergüenzo, y juré no volver a hacerlo. Porque no me lo merezco. No me merezco. No me necesito. Pero estoy ahí, y estoy como estoy y, muy a mi pesar, soy como soy. Y no quiero ser quien soy.