¿Qué harán los que no viven fuera, y no pueden darse la hostia al volver a casa? ¿O los que se han marchado y han sido lo suficientemente valientes como para hacer de ese lugar desconocido su nuevo hogar? Había que valorar si es valentía o, como en realidad creo, cobardía; porque de valientes es intentar hacer malabares con dos vidas al mismo tiempo, sin descuidar ninguna y buscando cobijo en momentos rápidos de café de máquina de aeropuerto. Y si tenemos suerte de llevar cambio encima para las monedas. Porque, ¿qué haces cuando pasas de tener una vida en un único punto, a tener dos mitades en cada punta del país? Que llevar uno de esos pedazos a tu lugar de origen hace que te des cuenta de tantas cosas, que no hay tiempo suficiente para procesarlas en casa, y te las llevas en la maleta. Que es siempre la misma pregunta la que retruena cuando las turbinas del avión comienzan a girar. ¿Realmente merece la pena?
Antes no era tan duro marcharse, volver, deshacer la maleta, o dejarla sin hacer porque no vas a estar más de veinticuatro horas. Antes era divertido ser capaz de moverse rápido, de no atarse, de no echar de menos sin remedio; de estar completa aún teniendo la vida hecha pedazos en cada esquina. Porque te hacía feliz: estabas haciendo algo que te gustaba, no había pasado demasiado tiempo desde la primera vez que te fuiste, y todo estaba bien. En calma. Nada había cambiado, y por ello era cómodo, y agradable, llevar una vida totalmente diferente lejos. Porque nadie sabe que sucede una vez coges el tren, o cierras la maleta antes de abrazar a tu madre por última vez en meses. Es como tener una vida secreta, de la que nadie sabe nada más allá de lo que tu quieras contar a tu vuelta, con una caña de por medio y una sonrisa curiosa; y, en el sitio al que vas, eres como una página en blanco, sin pasado y con un presente escaso. Y después de aquellos últimos años en casa, de trozos y destrozos varios, agradeces esa bocanada de aire fresco como si te fuera la vida en ellos. Como si fuera tu única y última oportunidad.
Pero luego las cosas cambian. No sé si a los primeros meses, o al cabo de algo más de tiempo; te das cuenta de que ya no te interesa lo mismo que antes, que te sientes extraña cuando vuelves, y que no acabas de encajar de todo cuando estás en tu nueva "casa". Porque tu casa, tu hogar, tu gente, siempre va a ser la otra; la que te ha visto crecer, desvanecerte y levantar, sufrir, doler, y callar. Pero ellos también cambian, o no lo hacen; y ahí es cuando notas la diferencia: que hay quien sigue en bucle desde hace años, atendiendo a palabras necias y dándole valor a situaciones estúpidas, como tu también hacías. Cuanto tenías diecisiete años, y los chismorreos de instituto eran lo más. Ahora, matas por irte de cañas a tu bar favorito, que ya no lo es porque ha cambiado el dueño, el nombre y hasta las servilletas; con tus amigos de siempre, de los cuales ya solo conoces algunas pinceladas de su vida, las importantes y las que dejan marca. Pero poco más. De las batallitas de antaño sabías hasta los apellidos de los abuelos del susodicho; y ahora te enteras de las cosas tan tarde que hasta duele, y eso si tienes la suerte de enterarte. Porque la distancia puede con todo, y no al revés; porque te cansas de tirar siempre de relaciones imposibles que no se rindan ante nada, pero de ser la única que apuesta por ello.
La distancia enseña más que la propia universidad; o, por lo menos, yo estoy aprendiendo más de ella que de cualquier otra cosa que me haya pasado en los últimos tres años. Tienes que saber valerte por ti misma, porque no va a haber nadie allí que te levante. Tienes que ser tu propia madre, abuela, hermana y mejor amiga. Tienes que seguir siendo la mejor amiga de alguien, aunque a veces quieras mandar todo a la mierda; porque los problemas que pueda tener alguien que está en su ambiente, en donde tiene a todos a quienes necesita a su lado, no pueden compararse a lo que se te revuelve por dentro cuando piensas, por un solo momento, en todo lo que te estás perdiendo. En todas las conexiones que se están deshaciendo año tras año, y en todos los momentos que no vas a poder revivir, y que no hay ni oportunidad ni dinero que lo compense. No hablo de fiestas, de grandes reuniones ni de cosas épicas; hablo del día a día. Hablo de que poca gente me entiende, o me escucha, cuando vuelvo; porque soy como quien va de veraneo, que no sé que es lo que está pasando allí como para opinar en consecuencia. Que ya no soy de allí, pero tampoco soy de aquí.
Que ya no es morriña. Que ya es estar lejos y estar a desagusto. Es tener la sensación de que te ahogas en un vaso de agua a la mínima, porque no tienes quien te respalde; que si, que tengo mis amigos, mi vida, mis puntos de apoyo aquí. Pero no es lo mismo; por mucho que haya vivido con ellos, no son mi familia. No son quienes me gustaría que estuvieran para mi a las duras, no solo a las maduras. Porque todo ha cambiado demasiado rápido, y quizás esto sea lo que siempre me pasa: que me doy cuenta de las cosas demasiado tarde. De lo que siento, o de quien soy. Y cuando lo hago, duele. Porque cuesta ver como todo ha seguido avanzando, y que tu no has sido capaz, porque no has sabido leer entre líneas.
Supongo que lo habré conseguido. Eso que persigue tanta y tanta gente harta de su vida y de su rutina; puede que haya conseguido no ser de ningún lado. No tener un "hogar" en palabras contundentes, algo que no implique tener que hacerte y deshacerte todo el rato.
No puedo decir que en mi vida lo haya pasado mal. He sido muy querida, y he querido mucho; y por ello puede ser que ahora, cuando no recibo ni doy todo lo que llevo dentro, me puede esta situación. Por eso es duro volver a casa; por eso cada vez quiero hacerlo menos y cada vez lo necesito más. Por eso me cuesta asimilar que la gente no lo entienda: que vuelva y que no quiera ver a nadie. Que hable duro y sin pelos en la lengua, porque no tengo tiempo para andarme con rodeos; que me enfade y tenga carácter por tonterías, cuando creo lo son. Que discuta todos los días en casa, y que casi no me hable con mi hermano, porque le he dicho todo lo que pensaba de él sin medias tintas. Porque odio necesitar volver para sentirme completa, cuando lo que hace que me hunda es el hecho de estar lejos; porque mataría por poder volver, pero no vuelvo a mi vida anterior ni loca. ¿Después de tanto tiempo, de tanto avanzar? Ni de coña. Podría volver a la ciudad, sin duda. Pero no a la misma vida que llevaba entonces. No porque no me guste, sino porque tanto ellos como yo hemos cambiado; y, en muchos aspectos, tan solo nos une el pasado. Y tampoco quiero perder ese pequeño hilo, pero no voy a ser yo la única que lo tiene que necesitar mantener. Y ahí puede estar el problema: que yo necesito que sigan existiendo estas conexiones, por intermitentes que sean, para poder respirar tranquila. Por sentir que aún tengo un pequeño espacio al que volver cuando aquí se derrumben las paredes (cosa que sucede demasiado últimamente).
¿Realmente merece la pena? No lo sé. Supongo que el tiempo lo dirá, como todo en esta vida. Pero, ¿qué pasa si el tiempo da su veredicto y descubro que no ha merecido para nada tanto sufrimiento, tanto sacrificio? ¿Qué hago si todo sale mal? ¿Qué hago si esta racha de no gustarme lo que hago, donde estoy, o lo que pienso, no se acaba? ¿Qué pasa si sigo siendo incapaz de vivir a medias, de vivir aquí o de vivir allí?