sábado, 26 de marzo de 2016



¿Qué harán los que no viven fuera, y no pueden darse la hostia al volver a casa? ¿O los que se han marchado y han sido lo suficientemente valientes como para hacer de ese lugar desconocido su nuevo hogar? Había que valorar si es valentía o, como en realidad creo, cobardía; porque de valientes es intentar hacer malabares con dos vidas al mismo tiempo, sin descuidar ninguna y buscando cobijo en momentos rápidos de café de máquina de aeropuerto. Y si tenemos suerte de llevar cambio encima para las monedas. Porque, ¿qué haces cuando pasas de tener una vida en un único punto, a tener dos mitades en cada punta del país? Que llevar uno de esos pedazos a tu lugar de origen hace que te des cuenta de tantas cosas, que no hay tiempo suficiente para procesarlas en casa, y te las llevas en la maleta. Que es siempre la misma pregunta la que retruena cuando las turbinas del avión comienzan a girar. ¿Realmente merece la pena?

Antes no era tan duro marcharse, volver, deshacer la maleta, o dejarla sin hacer porque no vas a estar más de veinticuatro horas. Antes era divertido ser capaz de moverse rápido, de no atarse, de no echar de menos sin remedio; de estar completa aún teniendo la vida hecha pedazos en cada esquina. Porque te hacía feliz: estabas haciendo algo que te gustaba, no había pasado demasiado tiempo desde la primera vez que te fuiste, y todo estaba bien. En calma. Nada había cambiado, y por ello era cómodo, y agradable, llevar una vida totalmente diferente lejos. Porque nadie sabe que sucede una vez coges el tren, o cierras la maleta antes de abrazar a tu madre por última vez en meses. Es como tener una vida secreta, de la que nadie sabe nada más allá de lo que tu quieras contar a tu vuelta, con una caña de por medio y una sonrisa curiosa; y, en el sitio al que vas, eres como una página en blanco, sin pasado y con un presente escaso. Y después de aquellos últimos años en casa, de trozos y destrozos varios, agradeces esa bocanada de aire fresco como si te fuera la vida en ellos. Como si fuera tu única y última oportunidad.
Pero luego las cosas cambian. No sé si a los primeros meses, o al cabo de algo más de tiempo; te das cuenta de que ya no te interesa lo mismo que antes, que te sientes extraña cuando vuelves, y que no acabas de encajar de todo cuando estás en tu nueva "casa". Porque tu casa, tu hogar, tu gente, siempre va a ser la otra; la que te ha visto crecer, desvanecerte y levantar, sufrir, doler, y callar. Pero ellos también cambian, o no lo hacen; y ahí es cuando notas la diferencia: que hay quien sigue en bucle desde hace años, atendiendo a palabras necias y dándole valor a situaciones estúpidas, como tu también hacías. Cuanto tenías diecisiete años, y los chismorreos de instituto eran lo más. Ahora, matas por irte de cañas a tu bar favorito, que ya no lo es porque ha cambiado el dueño, el nombre y hasta las servilletas; con tus amigos de siempre, de los cuales ya solo conoces algunas pinceladas de su vida, las importantes y las que dejan marca. Pero poco más. De las batallitas de antaño sabías hasta los apellidos de los abuelos del susodicho; y ahora te enteras de las cosas tan tarde que hasta duele, y eso si tienes la suerte de enterarte. Porque la distancia puede con todo, y no al revés; porque te cansas de tirar siempre de relaciones imposibles que no se rindan ante nada, pero de ser la única que apuesta por ello. 

La distancia enseña más que la propia universidad; o, por lo menos, yo estoy aprendiendo más de ella que de cualquier otra cosa que me haya pasado en los últimos tres años. Tienes que saber valerte por ti misma, porque no va a haber nadie allí que te levante. Tienes que ser tu propia madre, abuela, hermana y mejor amiga. Tienes que seguir siendo la mejor amiga de alguien, aunque a veces quieras mandar todo a la mierda; porque los problemas que pueda tener alguien que está en su ambiente, en donde tiene a todos a quienes necesita a su lado, no pueden compararse a lo que se te revuelve por dentro cuando piensas, por un solo momento, en todo lo que te estás perdiendo. En todas las conexiones que se están deshaciendo año tras año, y en todos los momentos que no vas a poder revivir, y que no hay ni oportunidad ni dinero que lo compense. No hablo de fiestas, de grandes reuniones ni de cosas épicas; hablo del día a día. Hablo de que poca gente me entiende, o me escucha, cuando vuelvo; porque soy como quien va de veraneo, que no sé que es lo que está pasando allí como para opinar en consecuencia. Que ya no soy de allí, pero tampoco soy de aquí. 
Que ya no es morriña. Que ya es estar lejos y estar a desagusto. Es tener la sensación de que te ahogas en un vaso de agua a la mínima, porque no tienes quien te respalde; que si, que tengo mis amigos, mi vida, mis puntos de apoyo aquí. Pero no es lo mismo; por mucho que haya vivido con ellos, no son mi familia. No son quienes me gustaría que estuvieran para mi a las duras, no solo a las maduras. Porque todo ha cambiado demasiado rápido, y quizás esto sea lo que siempre me pasa: que  me doy cuenta de las cosas demasiado tarde. De lo que siento, o de quien soy. Y cuando lo hago, duele. Porque cuesta ver como todo ha seguido avanzando, y que tu no has sido capaz, porque no has sabido leer entre líneas. 
Supongo que lo habré conseguido. Eso que persigue tanta y tanta gente harta de su vida y de su rutina; puede que haya conseguido no ser de ningún lado. No tener un "hogar" en palabras contundentes, algo que no implique tener que hacerte y deshacerte todo el rato. 


No puedo decir que en mi vida lo haya pasado mal. He sido muy querida, y he querido mucho; y por ello puede ser que ahora, cuando no recibo ni doy todo lo que llevo dentro, me puede esta situación. Por eso es duro volver a casa; por eso cada vez quiero hacerlo menos y cada vez lo necesito más. Por eso me cuesta asimilar que la gente no lo entienda: que vuelva y que no quiera ver a nadie. Que hable duro y sin pelos en la lengua, porque no tengo tiempo para andarme con rodeos; que me enfade y tenga carácter por tonterías, cuando creo lo son. Que discuta todos los días en casa, y que casi no me hable con mi hermano, porque le he dicho todo lo que pensaba de él sin medias tintas. Porque odio necesitar volver para sentirme completa, cuando lo que hace que me hunda es el hecho de estar lejos; porque mataría por poder volver, pero no vuelvo a mi vida anterior ni loca. ¿Después de tanto tiempo, de tanto avanzar? Ni de coña. Podría volver a la ciudad, sin duda. Pero no a la misma vida que llevaba entonces. No porque no me guste, sino porque tanto ellos como yo hemos cambiado; y, en muchos aspectos, tan solo nos une el pasado. Y tampoco quiero perder ese pequeño hilo, pero no voy a ser yo la única que lo tiene que necesitar mantener. Y ahí puede estar el problema: que yo necesito que sigan existiendo estas conexiones, por intermitentes que sean, para poder respirar tranquila. Por sentir que aún tengo un pequeño espacio al que volver cuando aquí se derrumben las paredes (cosa que sucede demasiado últimamente).
¿Realmente merece la pena? No lo sé. Supongo que el tiempo lo dirá, como todo en esta vida. Pero, ¿qué pasa si el tiempo da su veredicto y descubro que no ha merecido para nada tanto sufrimiento, tanto sacrificio? ¿Qué hago si todo sale mal? ¿Qué hago si esta racha de no gustarme lo que hago, donde estoy, o lo que pienso, no se acaba? ¿Qué pasa si sigo siendo incapaz de vivir a medias, de vivir aquí o de vivir allí?

martes, 22 de marzo de 2016



Hoy he ido a hacerme la cera como excusa para marujear con la dueña del salón de estética; que ya está bien esto de estar desinformada sobre mi propio barrio. De verdad, últimamente se entera de más cotilleos hasta mi vecino el del quinto, que es mayor, y vive solo con su perro; y con ese perro es con el único con el que habla en todo el día, así que supongo que será su fuente de información. Mi fuente es la dueña del salón, o la peluquera del local de la calle de al lado. La cosa es que me contó el caso de un individuo que, harto de un matrimonio insulso, había hecho las maletas y se había marchado de casa sin despedirse de nadie, dejando allí a una mujer sin explicación, la cual también es consumidora de cotilleos entre tirón y tirón de cera caliente. 
Como toda buena trabajadora que no solo se dedica a su trabajo, sino también a escuchar y a aconsejar a sus clientes, está llena de sabiduría popular, y dijo la frase a la que llevo dando vueltas durante horas:
El problema de una ruptura abrupta, ya sea porque se van sin dar explicación o porque simplemente desaparecen, es que idealizas a la persona
Ojito con esto, que considero estas palabras poesía y filosofía callejera mucho antes que algunos de estos autorucho con renombre que se dedican a reflexionar sobre amor carnal y sin profundidad. Hablo de esos libros que están de oferta en el supermercado y que no tienen faltas de ortografía porque, hoy en día, a todos nos salva el autocorrector. 

A la conclusión a la que he llegado es que tiene toda la razón del mundo. Basta con perder a algo, o a alguien, para idealizar a esa persona, a ese sentimiento y a esos buenos momentos; y dejar de ver lo malo, la barredura debajo de la alfombra de la memoria, los momentos en los que nos hicieron sentir pequeños cuando somos demasiado grandes como para encasillarnos en tan poco. Porque, cuando no es algo progresivo, a lo que te puedas acostumbrar a poquitos, dejándote perder por los rincones hasta que el final es ineludible, no nos hacemos a la idea de que se ha acabado la magia. Porque siempre queda una pequeña esperanza que hay que apagar con el paso del tiempo, de los días, y de los momentos importantes, por pequeños que sean. No tener un cierre es lo que nos hace idealizar momentos sobrevalorados, por el hecho de mantenerlos vivos durante unos instantes más, para recordar el gusto de la sal en los labios y la presión en el pecho. Porque recordar aquellos días, en los que te llenabas con miradas que parecían a medida, silencios acordados con pies fríos, y cerveza templada, puede ser suficiente para convencerte de que merece la pena seguir tomando aire fuerte. Por volver a conseguir la presión perfecta en el pecho; que no será provocada por lo mismo, pero te hará volar de vuelta a casa durante unos segundos. Y mantener un mínimo de brillo en los ojos, un destello de posibilidad que, en el fondo y siendo racional, sabes que no sucederá. Pero ahí está. Porque no ha habido un cierre. Y las heridas al aire, por mucho que acaben cicatrizando, escuecen. 
Y ahí es donde comienzan los problemas.

Porque, para seguir recreando esa sensación, necesitas volver a vivir, aunque sea en tu mente, o en brazos ajenos, esas sensaciones, una y otra vez. Para volver a sentirte entera, sin grietas en el proceso de reconstrucción al que te has tenido que someter después de un derrumbe sin motivo aparente, y sin explicación a la vista. Y para repetir, hay que rememorar; y llega un momento en el que los recuerdos vividos no son suficientes, y necesitas más y más. Y comienzas a olvidar todo lo malo, a extrapolar situaciones y a evocar el pasado de una manera demasiado perfecta como para haberlo dejado atrás; a idealizar, como ya lo dice la palabra. A transformar a esa persona, a un ser humano completo, con mil virtudes y sus mil y uno defectos porque desaparecer de tu vida es el defecto que colmó el vaso, en un ente que nunca a existido, y nunca existirá.
Que por mucho que nos emperremos en pensar lo contrario, el transfondo de las personas no cambia. Quien nos ha anulado, nos ha hecho sentir pequeños, o nos ha dejado buscar en nuestro interior el origen del problema, cuando eran ellos los que tenían las respuestas; no se merece que los elevemos a ese status. No por nada, pero es que no hay nadie que se merezca ese privilegio; ni nosotros mismos. 

Que si, que yo soy la primera que necesita enfrascarse en los recuerdos en las noches pálidas, solo para tener algo feliz que llevarse a la mente cuando parece que todo se hunde. Y que sí, que también tengo a alguien idealizado, que no se lo merece, porque no me ha aportado tanto, y porque me ha apartado en cuanto ha podido. Pero, por lo menos, sé que es lo que estoy haciendo; que lo estoy idealizando, y que soy consciente de ello. Que no todo es como lo siento en las rodillas cada vez que me lo encuentro, ni como lo cuento el sábado de madrugada. Que no va a haber un café prometido, ni una conversación pendiente, ni un avión de madrugada volviendo a las calles eternas y a las protestas de boca en boca de metro. Porque sería lo peor que podría pasarme; porque sería reventar la burbuja en la que le he metido, y volver atrás, para ver que todo sigue igual. Porque no se cambia de un mes para otro, ni se llega a conclusiones más allá de lo que pide el instinto desde el otro lado de la barra del bar. Que a todos se nos escapan los gemidos por la pestañas. 
Y porque las segundas oportunidades están idealizada. 
Así que hoy a sido un día de bastante reflexión, y de elaboración de otro principio básico: las segundas oportunidades y los reencuentros emotivos, de esos que hacen que te erices entera de solo imaginarlos, no existen. O si existen, no estoy dispuesta a creer en ellos. Porque, donde no hubo tanta magia, no puede crearse por mucho que lo desee. 

Puede que si. Que hubiera tanta magia, en algún momento. No lo descarto del todo, porque de igual manera que detrás de cada leyenda hay un mínimo de verdad histórica, detrás de cada momento idealizado tiene que haber algo. Aunque sean una migajas, aunque solo yo lo viera así. Porque, pese a que puede ser que en su día fuera así, no me arrepiento de haberme ilusionado como lo hice; aunque no fuera de quien debería, o de quien supiera valorarme. Porque eso implica que puede volver a pasar, y que volverá a pasar. Solo que esta vez, sea cuando sea, merecerá la pena construir castillos en el aire, o montañas a partir de granos de arena. O no darse cuenta de las cosas cuando ya es demasiado tarde, cuando las palabras se atascan en la garganta, o cuando te tiembla la voz en los momentos en los que deberías de dar la cara. Que todos somos fuertes, valientes y robustos, hasta que alguien nos deja marchar, y no se dan la vuelta ni cuando nos escuchan caer. Eso ya no es una ruptura abrupta, no dar explicaciones, o desaparecer; eso es una manera, como cualquier otra, de perder la confianza. No en ti, sino en el resto. Porque no puedes estar toda tu vida sin tener un punto de apoyo, cargando con todo lo que implica madurar a tus espaldas, por ti misma; porque el peso hace que las piernas fallen, y que toda la mierda acabe esparcida por el suelo. Y ya sabemos que es lo que sucede en esos momentos; que nos aferramos a un clavo ardiendo por el simple hecho de que parece poder querer rescatarnos. Pero no nos engañemos; nadie está aquí para salvarnos. Y, como no comencemos a hacerlo pronto por nosotros mismos, nos vamos a hundir del todo.
Pudo haber tenido sus motivos, no lo niego. Yo también tengo motivos, y creo que bastante similares, para asegurar que todo lo que recuerdo es producto de una idealización grotesca, que implica una perfección inexistente y una comprensión, afecto, cariño y hasta respeto que jamás existieron. Pero es lo que tiene echar de menos, y haber comenzado a sentir por alguien que, realmente, no se merecía a alguien como yo.

No considero que esté escribiendo esto por despecho. Es porque quiero arrancarme de una vez por todas esta sensación, este doble sentido de mirar y no ver lo que me gustaría que estuviera pasando, este quemazón del "y sí". No hay "y si", y nunca lo va a haber. Y cuanto antes lo asuma, mejor me va a ir. Porque ya no es excusa el miedo, la negativa, o la distancia; es que ya no voy a mover ficha porque, sea cual sea el resultado, no voy a ganar. Porque no hay nada que ganar, y lo que hay en juego que se pueda perder es demasiado. Puedo perderme yo.
Porque el solo hecho de apostar, implica volver a ilusionarme, y no me merezco concederle el gusto de volver a despertar algo así en mí. Tengo que dejarlo marcha de la misma manera que me dejó marchar a mí; sin explicación, sin pedir permiso y empujando lentamente para que no se cierre la puerta hasta que esté lo suficientemente lejos, pero todavía cerca como para sentir el portazo. 

Definitivamente, idealizar nos hará más felices, pero nos acaba arrancando el último suspiro, aquel que teníamos reservado para levantarnos en caso de urgencia. Idealizar implica poner demasiadas expectativas en lo que podría suceder si nos arriesgáramos; pero idealizar también significa que ese riesgo es demasiado elevado como para asumirlo. Porque, si realmente mereciese la pena dejarse el pellejo, no sería necesario idealizar. Porque las cosas se habrían hecho de otra manera; y el pasado no hay manera de rehacerlo. Y, aunque sea capaz de perdonar, hay espinas dentro de mí que no son capaces de olvidar. No porque no quiera, y creeme que ahora mismo sería rica si me hubieran dado una moneda por cada vez que he tenido el impulso de ir y decir que estaba dispuesta a apostar por esto, fuera lo que fuera; es porque mi instinto de superviviencia, que me ha salvado de bastantes y posiblemente sea el responsable de que siga con vida hoy en día, dice que es mejor protegerme las espaldas y curarme el invierno como pueda.
¿Qué posiblemente me arrepienta? Sin duda. Pero para mi supongo que será lo mejor. 
Y ya en otro momento veo que es lo que hago con esa maravillosa sensación de presión en el pecho. Porque estas semanas no soy capaz de sacármela de encima, y puede ser porque te veo más a menudo de lo que me gustaría. Y si no te veo, no te preocupes, ya me encargo yo de pensarte a deshoras. 
Pero la presión en el pecho tiene los días contados.
O eso espero.
Más le vale.

Benditos sean estos próximos tres meses a mil doscientos kilómetros de ti. Porque va a haber que tirar, derrumbar y remodelar mil matices; hay que volver a dejar que entre la luz por la ventana. Que ya es hora de dejar de sostener la puerta y de espiar por la mirilla; pero es hora de hacerlo lejos de aquí. Es hora de dejarme ir, no de que me dejen ir, que también.
Pero esta vez, soy yo la que tiene que dejar de querer vivir al mismo tiempo a cada lado de la meseta. Ya he asumido que es imposible. Así que puede que haya llegado el momento de despedirse, de guardar recuerdos, de llevarme a cuestas a quien siempre ha estado allí, y dejarme comenzar de cero. 
Desaparecer.
Dejarme ir.
Y luego ya veremos que hacemos con el resto con la presión en el pecho.

domingo, 20 de marzo de 2016



La vida está hecha para los valientes, y cuanto antes lo asumamos, antes podremos cambiar el ritmo de las pulsaciones y comenzar a respirar más fuerte. Porque hay que tener valor para tomar decisiones a ciegas, para ser capaces de confiar en alguien con tantas o más dudas que tu, y para seguir dando la cara día tras día. Tu mejor cara en la peor de las situaciones. E irse a dormir, y levantarse para seguir este mismo procedimiento día tras día. Sin dejar que las horas nos inunden, ni que las mareas de recuerdos, remordimientos o segundas oportunidades nos arrastren. Porque la cuestión es buscar un punto de apoyo que no nos deje pisar en falso más de la cuenta, y que sepa construir los andamios para acabar creando escaleras. Que ya decidiré yo hasta donde llegan.
Y, aunque haya que ser valiente, también hay que tener algo de sangre fría. Lo suyo sería encontrar un equilibrio entre lo que quieres y lo que te conviene, decantando la balanza hacia aquello que te hace feliz. Y sé que la teoría suena de una manera maravillosa, pero en la práctica es imposible. Complicado. Doloroso. Sobretodo, requebrantador; porque puede ser algo que haga que se remuevan tus principios, tus acciones, tus noches, y hasta tus tripas.

Está claro que para querer, hay que quererse mucho. Pero no es lo único necesario para ello. Porque por mucho que te quieras, que sepas que es lo que quieres, y a quien quieres, el tiovivo no deja de girar. Y o te adaptas a su velocidad, o sigues girando sin control, sin sentido, y dando tumbos contra las paredes. Porque el tiempo, el lugar, y la vida en general siempre van a apostar en tu contra; y más aún cuando eres de palabra difícil y de confesiones con la sinceridad en el puño aún más escuetas. Porque, aunque no tengas ningún problema en asumir verdades, dar la cara, y saber cuando pedir perdón, puede que no seas capaz de admitir en voz alta que es lo que te hace temblar en tus mejores días, y que es lo que realmente te gustaría que pasara. Porque no puede desordenar vidas ajenas cuando la tuya se derrumba por momentos a la primera de cambio.
No sé en que punto estoy, ni en que punto estarás tu. Solo quiero que no haya ningún punto, y darle capetazo al asunto; porque estoy llegando a la ya temida conclusión de que tengo idealizado un sentimiento hacia ti, que en realidad ni fue ni será suficiente como para generar todo lo que provoca cada vez que cruzo el país. O puede que si que lo sea, y que me quiera escudar en la idea de que todo está en mi cabeza, que esa sensación de bienestar de antaño que continua volviendo a mí cuando menos me lo espero que si por lo menos avisara, podría ponerme a cubierto tiene una razón de ser. No lo sé, porque no lo recuerdo; o no lo quiero recordar, o no le di el valor que merecía en su día, y ni siquiera me molesté en hacer el esfuerzo de capturar los momentos. Y ahora es cuando los necesitaría, para poder distinguir hacia que lado se inclina la balanza.

Sé lo que quiero. Quiero ser feliz, sin medidas y sin frontera más allá de mis clavículas. Quiero confianza sana, horas estúpidas y sábanas blancas colgadas de la lampara. Quiero que la sensación que tengo en el pecho sea real, y no un capricho más de quien no sabe vivir a mil kilómetros de distancia. Quiero que me mire como Leo mira a sus galletas (si alguien no sabe a que me refiero, que lo busque en Google), y sabiendo que detrás de cada mordisquito va a venir uno más, posiblemente acompañado de un suspiro nervioso. Quiero pensar que no soy la única que le da vueltas al tema, y que no sabe porque reacciona como un ser despreciablemente orgulloso en vez de deshacerse en cenizas como lo hace en la intimidad; que así, por lo menos, dejaría ver las señales del tiempo, y no solo una arrogancia fingida y una sonrisa de complicidad que miente sobre lo bien que va todo últimamente. Quiero no tener que enterarme de como sigue girando el tiovivo por terceros, y quiero ser quien hace girar el engranaje. Quiero quitarme el peso de los días, y desnudarme de una vez por todas, para volver a vestirme de algo que no me hunda a cada paso que doy. Quiero suelo firme bajo mis pies, y palabras de aliento que no únicamente provengan de mi madre. Quiero que todo esto me pase contigo.
Sé lo que me conviene. Me conviene alguien que esté cerca, que pueda hacerme saltar cuando las piernas no me den para más. Me conviene algo fresco, sin machacar, que sepa dejarme espacio suficiente como para marcar mi propio ritmo, y no tropezarme por intentar encajar las piezas del puzzle a destiempo. Me conviene buscarme y encontrarte sin dejar que me pierda, y sin preocuparme por si te pierdes sin mí. Me conviene seguir con mi vida, hacer borrón y cuanta nueva, y llevarme únicamente la convicción de que no estoy tan rota como pensaba, y que no destrozo todo lo que toco. Me conviene algo sencillo, simple y cómodo que no haga que me cueste respirar entre borbotones de sangre cuando vuelvo a casa. Me conviene que no me consideren la segunda opción, o la alternativa ideal si las condiciones fueran distintas. Me conviene alguien que luche por mí, pero no en mi nombre. Me conviene que estén ahí no solo cuando todo parece ir bien, y me conviene algo capaz de crearme cosquillas entre los dedos. Me conviene que sepa valorar lo que importa, y no centrarse en detalles absurdos que, en el fondo, nos hacen ser quienes somos. Me conviene alguien que sepa soñar, pero que mantenga los pies en frío. Alguien que sepa apreciar que es lo que tengo, lo que puedo aportar, y lo que puede aprender de mi duende que no es poco.

Así que no, no sé que haré y no he sacado nada en claro, aparte de que sigo en el mismo bucle cerrado, monótono e insulso desde septiembre. Y que como no sea capaz de salir de aquí pronto, de ser capaz de abrirme no solo para comprobar que las piezas siguen en su sitio o de dejar que me conozcan más allá de la cerveza de contacto, no voy a hacer otra cosa que hacerme tropezar día tras día.
Que tienes razón, que soy una persona increíble, de las que deja tocado al persona, y que por miedo o por orgullo las cosas no se hicieron de la manera que creo que ambos queríamos que se hicieran. Pero tampoco estamos haciendo nada por cambiar la situación, y no voy a ser yo la que vaya pidiendo ni vendas ni tiritas. No, porque soy yo la que no ha podido seguir adelante, y la que sigue en stand by sin hacer ruido ni platillos cada vez que vuelvo a casa. Yo no tengo que dar el paso, porque ya he expuesto demasiado mis cartas, y ahora es el momento de que alguien las interprete por mí. Ya seas tu, o sea cualquier otra persona que se pare el tiempo suficiente a observar, y se de cuenta de que algo va mal, de que no está todo en calma ni mucho menos, y que hay parar la roca antes de que siga avanzando colina abajo, no vaya a ser que arrase a su paso algo de valor más allá de meses perdidos, noches vacías y labios inferiores mordidos por palabras sustanciales que no se atreven a salir.

Sí, para vivir hay que ser valiente. Y, últimamente, me estoy dando cuenta de que soy muy cobarde en muchos aspectos, cuando me lanzaría al precipicio con los ojos cerrados en otros sin demasiado problema. Para querer, hay que quererse mucho, pero también hay que tener agallas, y yo solo tengo un duende que tintinea sin luz propia, sin magia, y sin fuerzas para volver a levantarse.

miércoles, 9 de marzo de 2016




Carta abierta a quien sea:

Quiérete. Quiérete mucho. Quiérete tanto, y quiéreme tanto, como me quiero yo a mi misma. No es por egocentrismo, pero es imposible no acabar cogiéndole cariño, respeto, admiración y adulación a alguien que lleva a tu lado desde el primer momento, y te ha sabido levantar en tus peores días. Así que no te extrañe si no pierdo el culo por cualquiera, y no pierdo el tiempo con quien me quiere tratar de menos. 
El día que me conozcas, espero que ya te hayan hecho daño, para que sepas que es pasarlo mal. No por nada, pero para que sepas valorar pequeñas cosas, que es algo que no tengo muy claro el porqué, pero solo aprendemos a apreciar cuando sufrimos por nimiedades. En vez de ser algo que sabemos hacer desde siempre, pero bueno. Espero que no te confunda que te mire con ojos inquisidores, porque estoy desmenuzando las primeras impresiones para intentar adivinar si, debajo de tu apariencia, de tu primera toma de contacto y de tus primeras palabras torpes, hay algo que merezca la pena conocer. Pero si has pasado por ello, enhorabuena; es que te he dejado permanecer a mi lado el tiempo suficiente como para considerar que de aquí, puede salir algo bueno. Las relaciones interpersonales han de ser entendidas, a mi modo de ver, como un intercambio de conocimiento, de maneras de vivir, de consenso equitativo y educado de infinidad de puntos de vista, con el fin de hacernos ser mejores personas y de crecer. De crecer mucho. De crecer tanto que, al volver la vista atrás, veas tantos momentos llenos de sensaciones no siempre agradables, pero enriquecedoras a su  manera. 
Por ello, no tengas en cuenta que sea demasiado selectiva a la hora de decidir quien se queda en mi vida, y quien solo está de paso. Porque una de las pocas cosas que habré aprendido, a fuego lento, es que esto se acaba el día menos pensado, y que no estamos hechos para preocuparnos por chiquilladas. Así que sí, soy una mujer que tiene bastante claro lo que quiere.

Quiero ser libre. Quiero despertarme por las mañanas y sentir que no todo el peso está sobre mis hombros, pero tampoco sobre los de otra persona. Quiero que entiendas que cuando digo que no, es que no; y no es que me esté haciendo la dura, o que a base de insistir vayas a conseguir que cambie mi respuesta. Un "no" siempre será un "no", y si quiere significar algo más, creéme que seré capaz de hacértelo saber, o de buscarlo cuando así lo considere. Quiero que no me des la razón cuando creas que no la tengo, y quiero discutir. De verdad que quiero discutir, pero no sobre historias vacías o sobre temores desconfiantes; rétame en temas potentes, en esos que hacen que escuezan los pulmones y causen malestar en las grandes carteras. Quiero que no antepongas tu bien al mío, y que comprendas que haga yo lo mismo; no porque uno se lo haga al otro primero, sino porque así es como debe ser. Quiero que, cuando me caiga y no sea capaz de levantarme, estés ahí para ayudarme a volver a coger carrerilla; pero que, en el fondo, aunque me apoyes, dejes que lo haga sola. Porque cayendo se aprende y, aunque haya dejado que entres en mi vida, quiero seguir aprendiendo. Hasta el fin de mis días. Quiero que me hagas temblar, y que lo hagas tanto y tan a menudo que los vecinos acaben llamando a nuestra puerta asustados, y les abramos con el pelo alborotado y las sábanas cubriéndonos. Quiero tener miedo a perderte.
Antes de que me saltes a la yugular por decir semejante cosa, deja que te hable del miedo a perder. La vida es muy corta, y estamos llenos de casualidades. Cualquier día, en cualquier momento, a cualquiera de nosotros, nos puede suceder algo: las máquinas fallan, los errores suceden, y nuestro genoma está lleno de mutaciones. No somos perfectos, y tanto como hoy estamos, mañana podemos faltar. Así que el miedo a perder a alguien es normal, y totalmente justificable. Y yo quiero tener miedo a perderte, porque eso implicaría dejar de aprender contigo, dejar de aprender de ti, y dejar de aprender de mí. Pero no significa que me pierda yo. O que por compartir algo contigo, tenga miedo a perderme. Tampoco implica un miedo irracional a perderte, o un miedo estúpido a que otra persona te "arrebate" de mí. Ese es un verbo muy fuerte, que implica la instrumentalización de un ser humano. Y si no quiero que me consideren un objeto, tampoco voy le voy a hacer lo mismo a la otra persona. Y tampoco voy a temer, porque no lo entiendo ni nunca lo he entendido, al hipotético día en el que me "abandones". Que, por las circunstancias que sean, consideres que no vas a permaneces más a mi lado, no es que me abandones; es que no me has sabido valorar por quien soy, como soy, o por todo el duende que llevo dentro. O porque hay cosas que se acaban, o interacciones que no merecen la pena.

Quiero no tener miedo a perderme, a convertirme en una identidad vacía, una mujer florero a la sombra de alguien. Quiero ser mi propia luz, mi propia sombra y mi propia esencia, todos los días, y cada día. Quiero descubrir nuevos matices de mi misma, y dejar que los descubras cuando esté preparada para ello. Quiero seguir empapándome de cosas nuevas. Quiero que se me valore por como soy, por lo que aporto, por lo que pienso, más allá de que por como visto, como decido encaminar mi vida, o por mí físico. La ciencia ha conseguido explicar de que están hechos los músculos y los huesos, todas y cada una de nuestras cavidades y de nuestros órganos, identificando de manera precisa casi todas, sino todas, nuestras conexiones; pero, ¿y aquello que no se ve? Hablo de nuestra manera de ser, nuestra esencia, el duende, la magia, el alma, o como lo llames; que yo sepa, cada uno tiene su granito, y eso debería de ser lo único que nos diferencie, solo por hacernos más ricos en conocimiento y, por lo tanto, más iguales. 
Quiero poder tomar mis decisiones, hacer lo que sea mejor para mí, o lo que considere mejor para mí, en todos y cada uno de los momentos de mi vida. Quiero no ser juzgada por ello. Quiero que mi madre no actúe de manera diferente cuando mi hermano o yo nos vemos en la misma situación. Quiero poder levantar mi puño, o alzar mi voz, sin que se murmuren adjetivos descalificativos a mis espaladas; cosa que posiblemente no sucedería si tuviera un conjunto de carne, nervios y conductos varios colgando entre mis muslos. No, no odio a los hombres; es más, me encantan. Odio que no me traten como a uno. Excepto en cuestiones de anatomía, y patologías derivadas de ella, no entiendo el porqué de esta diferencia. Pensamos, sentimos, sufrimos y, al final del día, nos acostamos siendo iguales; que unos nos pongamos pantalones y otros faldas, o viceversa, no es ninguna manera de segregación válida. Así que sí, quiero que se me valore a expensas de mis pechos. 

Querido tu, quien quiera que seas. Quiérete mucho, antes de quererme a mí; y no solo antes de quererme, sino antes de inmiscuirte en mi vida, en la de ella, o en la de él. Quiérete, conócete, reflexiónate, y date otra vuelta de tuerca. Conoce mundo; y para ello no hace falta viajar, basta con leer. Prueba a ponerte en los zapatos de otro, sobretodo si no lo consideras igual. Aprende que la razón no se lleva a base de golpes, sino de argumentos; y el único golpe que tienes que dar, es sobre la mesa, para decir "basta" a injusticias carentes de sentido. 
Querido tu, es hora de cambiar.
Querido tu, ojalá que, cuando llegues a mi vida, por el motivo que sea, y en el concepto que sea, tengas todo preparado para seguir aprendiendo. Y que me dejes aprender. Y que seamos iguales, aunque mi ciclo menstural o tu próstata diga lo contrario.
Querido tu, la sociedad no puede seguir así. Y tanto tu como yo solo somos pequeñas piezas, lo sé. 

Pero dos y dos son cuatro, y cuatro y dos son seis. 

domingo, 6 de marzo de 2016



No es justo que lo único que sepamos reparar es al resto, cuando nos resquebrajamos a cada paso que damos. Porque esos pasos suelen ser en falso, seguidos de un transpies que nos hace retroceder día tras día. Que hay dudas existenciales que deberían de ser capaces de subsanarse con tiempo, o al menos con el simple hecho de ser capaces de seguir llenando nuestros pulmones con aire día tras día; porque eso, de por si, ya es un verdadero éxito. Que no podemos dar consejos cuando somos los primeros en incumplir los principios básicos. Porque hay días en los que no hay más definiciones posibles que vocablos como "desastre" o "inconsciente" para definirnos. Porque se puede estar perdido, pero no tan desorientado que no sabes ni en que lado del ecuador apoyas los pies cada mañana. 
A veces simplemente quiero volver a empezar. De cero, de absolutamente cero. Porque de las pocas cosas que tengo claras, es que no hay ni un solo aspecto en mi vida en el que no me haya equivocado, que no haya fracasado, o que no me haya acabado arrepintiendo de alguna decisión. Porque hay días en los que te replanteas, uno por uno, todos los momentos críticos que te han llevado a donde estás, y a ser quien eres (o el proyecto de quien quieres llega a ser). Y no sabes si realmente merece la pena.

Porque hay soluciones simples a problemas vitales, que están al alcance de mi mano, y que solo tengo que ser capaz de dar el paso. Mandar todo a la mierda, como dicen en mi barrio, y hacer lo que me salga del pecho. Pero, ¿qué hacer con quienes esperan algo de mí? ¿Qué hacer con esa pequeña parte de mí que simplemente me pide más, más y más, cuando apenas puedo seguir razonando sin arañarme las retinas y la conciencia? No, no tomo buenas decisiones; solo creía ser capaz de hacerlo, y hasta las que me hacen sentir más orgullosa tienen tantos "peros" que ni las considero como acertadas, al final del día, cuando me doy cuenta de que estoy lejos de todo lo que quiero,y de todos los que me quieren. Porque es imposible no sentir un abismo literal en el pecho; y creedme cuando digo y redigo que echar de menos duele más que cualquier herida física. Saber que el mundo sigue girando, y que tu no puedes hacer nada para echar el freno, ni para vivir dos vidas al mismo tiempo. Y es normal que sea así. Lo que no es normal es pretender abarcarlo todo, y no volverse loco en el intento. 
Sentirse solo no es algo malo. Sentirse solo, buscar compañía en uno mismo, y detestar lo que encuentras, empieza a ser un problema. Detestar lo que encuentras, no hacer nada por solucionarlo, y continuar siguiendo la espiral de desesperación y autodestrucción sin pensarlo fríamente, es una catástrofe. ¿Y qué hacemos con nosotros mismos, cuando no hay nadie a quien explicarle esto, porque parece que seas tú la única persona de tu entorno que se encierra en nochesencaas y días más oscuros? Porque no hace falta que nadie te rompa, cuando eres capaz de hacerlo sin problema ningún día tras día. La morriña es real, amigos, no algo inventado por los gallegos para quererse más.

Y supongo que más que echar de menos a un lugar, o a una serie de personas, echo de menos ser pequeña. De no tener preocupaciones, ni decisiones más allá que las del día al día; echo de menos la inocencia y la ausencia de dobles sentidos. Pero sobretodo echo de menos querer sin medida, ya fuera a mi misma o alguien de alrededor. Echo de menos no tener una presión en el pecho día si y día también, no derrumbarme y llorar a escondidas, no tener que ser fuerte por mi sola, ni desmoronarme en mil pedazos a la mínima. Porque la estabilidad, ahora mismo, prende de un hilo; y no sé que es lo que necesito, ni que tengo que cambiar para no cambiarme tanto que no conozca a quien ha cambiado. No sé que hacer, y hay demasiados interrogantes últimamente en mis días como para no querer arrancarme la piel de debajo de las uñas a la mínima. Porque salto con poco, y enseño los dientes por nada. Me pierdo, me consumo, y no hago más que dejarme llevar cuando me sería mejor darle una vuelta de tuerca más antes de actuar. Y callarme en las puntas de las pestañas cuando tengo la pequeña calma al alcance de los dedos. Porque este es mi mundo al revés, y ya es hora de ponerlo del derecho de nuevo, si es que alguna vez lo ha estado así. De no ser de esta manera, no sé donde acabaremos. Porque todos tenemos un límite constituido por una fina línea, y yo me dedico a saltar sobre ella cada dos por tres. Que la cordura no existe, y solo quiero volver a casa. Y por casa no hablo de un lugar físico, sino de un estado anímico en el que simplemente, todo está bien. Porque estos años han sido una locura, y ahora entiendo porque la gente se sorprende de que nada me afecte: porque no encajo nada, porque pospongo los golpes, tantodque no asimilo sentimientos. Simplemente, dejo que pasen a través de mi, y que afloren a destiempo. Porque cuando el sumidero está atascado, no es capaz de tragar nada más, y así es como se atascan los desagües. Y si la vida es el agua que limpia los platos de esta nuestra sociedad, yo soy el sumidero atascado, y la mierda amenaza con impedir que sigan pasando más momentos. Así que, por favor, desde esta pequeña ventana, pido que alguien me traiga vinagre y bicarbonato. Que me explique como soluciono ahora una vida de ideas y venidas, y de trozos y destrozos. Porque sino, me planto de una vez por todas, aunque tampoco sabría que hacer con los años que me quedan.

En definitiva, estoy perdida. Muy perdida. Y estoy sola. Muy sola. Y hasta hace poco pensaba que estaba bien con ello, pero no es así. Y hay tantos aspectos de mi misma que cambiaría sin pensarlo demasiado, que creo que no quedaría de mí más que hueso y carne. Que no sé que es lo que me pasa, pero no me aguanto más. Que por pasar, no pasa nada; pero pasa por mí todo lo que no debería pasar, y estoy harta de verme en situaciones inverosímiles, en las que siempre salgo mal parada. Y hundida. Y sintiéndome peor que en el momento en el que entré en juego. Y eso tampoco es justo. Que debería alejarme de todo, un par de pasos, para tener la vista completa del panorama. Pero, ¿y sí en completo me gusto menos que en cachitos? ¿Por qué no hay quien cambie esto? ¿Por qué soy incapaz de ahorrarme las malas mañanas, y encaminar mi sentido hacía un puerto en el que no me sienta pequeña, infeliz o simplemente más perdida que en alta mar? Puede ser porque, aunque crea que lo estoy intentando con todo mi ser, no sea así. 
Vale, vamos a volver a empezar. No sé como, pero bueno. Hay que ser positivos, y he sobrevivido una semana más. Así que eso tiene que querer indicar algo.
Aunque sea que, simplemente, es demasiado pronto para tirar la toalla, porque ni siquiera nos hemos dado la oportunidad para hacerlo.
Sí, quizás sea eso.