domingo, 5 de octubre de 2014


Después de cinco años y un par de semanas, parece increíble que esté casi en el mismo punto. En el punto de tener la respiración entrecortada permanentemente, y de creer que esto no tiene una salida; porque, en realidad, no la tiene. Y no estoy preparada para volver a enfrentarme a todo esto, y menos desde tan lejos de casa. Ni estoy preparada, ni creo que pueda soportarlo una vez más. Pero esta vez, por lo menos, soy más consciente de todo lo que implica, y de que por mucho que suplique al aire, hay cosas que no tienen solución.
Ahora la pregunta es, ¿qué hago? La opción más sencilla sería esperar. Esperar a que suene el teléfono, a que hablen con voz rota las palabras que llevo todo el día repitiendo en mi cabeza hasta la saciedad. Esperar a que todo haya pasado, y empezar a correr para que alguien te consuele, y para consolar a alguien; a quien sea. Esperar que alguien coja mi mano y me susurre que todo va a ir bien, que está mejor como está que como estaba. Porque alguien que ha dejado de luchar, es alguien que, sin duda, estará mejor lejos de aquí. Sea como sea, creamos en lo que creamos. 
Puedo negarlo. Puedo fingir que no está pasando nada hasta el momento en el que todo estalle, y lamerme las heridas que estaré conteniendo hasta entonces. Para mí, esta sería la opción más difícil de llevar a cabo. Porque nadie que tenga un mínimo de corazón se atrevería a negar la verdad sobre un futuro inmediato de alguien que ha estado ahí sin importar lo qué, que ha sido capaz de levantarnos día tras día,  y que ha llegado hasta el punto de no poder más. 
Y la última, la que creo que es la más noble por mi parte, y la que voy a acabar llevando a cabo, es volver a casa. Volver con los ojos rojos de las noches que me quedan en vela desde esta hasta el viernes, rezando porque aguante unos días más, para poder despedirme. Porque ya he dejado que uno se fuera sin poder decirle las cosas sinceramente, sin poder darle un último beso que realmente sienta, sin poder darle las gracias por absolutamente todo. Y no puedo volver a dejar que pase eso. 

Y no me creo que vuelva a estar en este punto, cuando aún no han sanado las heridas de la primera vez. No me creo que realmente haya dejado de luchar, aunque en parte lo entienda. No me creo que me haya marchado tan lejos que no pueda llegar. No me creo que todo cambie tan rápido de un momento para el otro.
Así que, hoy, más que nunca, los abuelos deberían de ser eternos. O, por lo menos, que no nos faltarán hasta que pudiéramos seguir adelante sin ellos; aunque no estoy segura de que eso realmente llegue a pasar en algún momento.