Echar de menos algo que no quieres que vuelva, puede llegar a ser normal. Ese malestar mental, que llevas dentro, callándolo bajo piedras de verdades, golpes de realidad, y que de vez en cuando resurge de la nada, en medio de una canción, de una sonrisa, de una frase que te hace volver a un sitio donde creíste encontrar tu sitio, tu lugar zen, tu rincón secreto. Serpientes que sabes que ya están muertas, que no te dan pena ni lástima, como la suela de unos zapatos de tacón roto que te hacen daño, llenos de barro, suciedad y escombros. Usados, desgastados, que casi te dan asco. Que sabes que no te los vas a volver a poner en la vida, que solo quieres tirarlos y deshacerte de ellos para siempre, y quizás comprar unos nuevos, brillantes, que crujan al tocar el suelo por primera vez. Pero, sin saber porque, los sigues guardando en el armario, porque te recuerdan a la primera noche con ellos, eso años de por medio, con sus idas y venidas, sus paseos, la emoción, el nerviosismo, el escándalo, la tentación, las terribles noches. Y aunque todo eso te haga sonreír, también te recuerdan a la última caída, esa que te desolló las rodillas, te dejó los codos en carne viva, e hizo que llorases en público, que tuvieses que volver descalza a casa. Descalza, llorosa, sola, y maltrecha.
Pero los sigues guardado, por puro masoquismo. Sigues sonriendo al verlos, olvidando por un momento la última noche de vergüenza, sin perdonar, por supuesto. Se puede olvidar espontáneamente pero perdonar cuesta algo más. Quizás un par de meses, de años, de vidas. Pero los recuerdos siguen ahí, y llega un punto en el que ya no los puedes evitar más, pero tampoco duelen. Tan solo existen, y si siguen estando ahí, es porque igual no está todo acabado, aunque sea lo que quieres. Y tal vez te los vuelvas a poner, mirándote en el espejo intentado recrear aquellos momentos perfectos, hasta que te das cuenta de que ya no son para ti, ni para nadie, que no tienen perdón y excusa, que están rotos. En ese momento, cuando estés a punto de tirarlos, para no volverlos a ver, sabrás lo que tienes que hacer. Pero nunca, nunca, nunca, jamás, los vuelvas a sacar a la calle, por más que supliquen, con cara de pena, labio inferior por fuera, y ojos de cordero, como hacían antes. Eso haría que ellos ganaran, otra vez.