martes, 18 de septiembre de 2018


Decidir que no quieres decidir, también es decidir.

Hay días para no pensar, y pensamientos que no son para todos los días. Igual que hay mañanas que solo quieres seguir en cama, cómoda y segura; y otras que anhelas desde el momento en el que cierras los ojos, para avandonarlo todo allí y no tener que seguir enfrentándote a los demonios que te deboran hasta el atardecer siguiente. Sin más, la vida es un ciclo de subidas y bajadas, de emociones certeras y daños imperfectos, de grises oscuros con matices amarillos. De colores y decolor. Y hay días que no son para tomar decisiones, o simplemente para no tomarse nada, sin más. Ni a pecho, ni en serio, ni en broma. Simplemente, para dejarlos pasar, deslizarse en el calendario sin prisa, para olvidarlos y ni siquiera tacharlos del mapa. Para dejarlos estar, y dejarlos morir.

Decidir siempre es dificil. Sea lo que sea. Porque una decisión implica dejar algo de lado, y nos enfrentamos a esto día tras día. Aunque no podamos más, aunque no estemos preparados, aunque sintamos que jamás lo estaremos. Y, en el momento que decides, ya no hay vuelta atrás. Se anulan de golpe y porrazo el resto de realidades alternativas, y tienes que apechugar con lo que te a tocado en esta ruleta rusa, que tiene más balas que oportunidades sin munición. Y lo peor, es que no puedes pasar turno, porque eso implicaría que decidan por ti. Aunque cierto es que normalmente es así; deciden por nosotros sin que nos demos cuenta, nos guían a palos de ciego hasta la madriguera, nos acunan por las noches susurrándonos instrucciones, y a la mañana siguiente sonreímos creyéndonos libres, asumiendo que las coordenadas son nuestras. Como si pudieramos poseer algo. Ingénuos. Materiales. Inconscientes.

Lo bueno es que la mayoría de las veces tenemos la opción de pausar el momento. De esperar, meditar, reflexionar o simplmente posponer las pisadas hasta la encrucijada. Sin ser conscientes de lo que estamos haciendo, o esperando podernos mantener en ese instante etéreo el resto de nuestras vidas. Conteniendo la respiración entrecortada y los temblores premeditorios. Aventurándonos a ciegas, apoyándo timidamente el pie para tantear el terreno, esprando que sea firme. Que no se derrumbe el siguiente nivel del castillo de naipes. Que haya merecido la pena todo el camino hasta ahí. Que no nos estemos equivocando.

Estos días he llegado a la conclusión de lo que más me aterroriza en esta vida es equivocarme. No le tengo miedo a la muerte, a las alturas, al desamor, a la soledad. Ya he vivido todo eso, y he sobrevivido. Pero nunca me he equivocado, nunca en algo importante. No sé si será por suerte, por el momentum o por el karma, pero tengo claro que no ha sido por haberlo meditado mucho. Y ahora he tomado una decisión. Y he pensado mucho en ello. He hecho y deshecho listas, he buscado soluciones alternativas, he comparado, me he expuesto, he cerrado tratos y resueltos otros antes de firmarlos. Y, al final, he decidido. Y tengo pánico a haber escogido el desvío incorrecto, e ir sin frenos hacia un muro de cemento. Y he puesto todo lo que soy y todo lo que tengo, lo que me he ganado durante todos estos años, lo que he sufrido y disfrutado, lo que nadie me ha regalado y lo que he tenido que pelear y defender todos y cada uno de los días. Y tengo miedo.
Pero ya no hay vuelta atrás. Bueno, no hay una vuelta atrás sencilla. Porque si la hay, implicaría tener que asumir que he mordido el polvo, y ha sido total y absolutamente culpa mía. 

Y, por más que me duela, estoy comenzando a ver signos de que realmente me he equivocado. Todo lo planeado está yendo al son de las campanas fúnebres que valoré como imposibles. Poco a poco, se van deshaciendo todos los castillos de nubes que había improvisado. Y la única diferencia con respecto a otras decisiones, ha sido que esta vez estaba segura de que estaba apostando sobre seguro. Y ha sido la vez que menos atada tenía la partida.
Así que no entiendo nada. Porque me he enfrentado a estas situaciones otras veces, me he aclarado rápidamente y sin meditarlo en absoluto. Meses o años después, cuando las cosas se han puesto peliagudas, me he arrepentido; pero únicamente en momentos de debilidad, cuando no sabía siquiera lo que necesitaba para volverme a poner en pie. Pero, al final, todo había salido bien. Porque no tenía espectativas. No tenía nada seguro sobre lo que comenzar a idear, imaginar. Si lo hubiera tenido, si me hubiera parado a valorar las opciones, posiblemente no habría escogido esto. Porque todo lo que he decidido en esta vida han sido ideas locas, estúpidas, cogidas en el último momento y aprovechadas al máximo. Esta no. Esta ha sido el sueño de hace mucho tiempo, que me he molestado en ayudarlo a crecer paso por paso, siguiendo las instrucciones, sin engañar al sistema. Y está reportando errores a cada día que pasa. Señales rojas que parecen indicar que, lo mejor que puedo hacer, es dar media vuelta y volver a comenzar. 

También puede ser que, por primera vez en la vida, tengo algo grande que perder. Algo a lo que he dedicado seis años, mil noches, un billón de lágrimas y tres derrumbes de cimientos preocupantes. Y porque no puedo huir con tanta facilidad. 
Y estamos hablando de mí.
La que huye.

Porque, a fin de cuentas, es lo que sé hacer. Huir. Sin mirar atrás hasta que he recorrido la suficiente distancia y obstáculos como para que volver no sea ni un plan posible. Hasta que no tenga otra opción de seguir adelante.

Huir también es una opción.
Lo malo es que ya he roto a quemarropa muchas veces esa opción. Y ha dejado de ser realista.

Así que me quedo con que decidir no huir, también es decidir. Igual que no decidir, o decidir no arrepentirse. O no decidir decidir arrepentirse. 

O, simplemente, decidir es no decidir.

jueves, 6 de septiembre de 2018

Imagen relacionada

En estos veinti-y-muchos años de vida, he aprendido tres cosas que me llevaré escritas en la carne hasta que me haya consumido por completo:
Somos nuestro peor enemigo
El control sobre nuestra propia mente es un equilibrio muy fino
No somos tan importantes

Y esto, ¿a santo de qué viene ahora? Pues porque la historia reciente de nuestro respirar, las cosas se han torcido. He mordido polvo, cuando llevaba meses convencida de que estaba en lo más alto. Pero llego la realidad y, en su curiosa manera de hacer y deshacer el presente, me hizo volver a poner los pies en la tierra. Y la boca en polvorosa. Y replantearme hasta las entrañas. Y volver a murallas abandonadas, a castillos oscuros llenos de telarañas, y a pesadillas que creía superadas. Pero no. Porque, mal que nos pese, todo es cíclico. Y somos de mentira, de carne barata y hueso frágil, aunque nos creamos fuertes y poderosos. Afortunados. Cuando, en verdad, la suerte no existe. Ni el destino. Existimos nosotros, y de momento.

Pero tenemos la mal costumbre de creernos que el mundo gira a nuestro alrededor, y que siempre nos va a dar las cartas que necesitamos para ganar la partida. Nos creemos que somos alguien, cuando somos uno más de cientos de miles de millones que siguen pensando que somos importantes. Que somos los elegidos. Las estrellas de la película. Que todos y cada uno de nosotros vamos a triunfar, a estar sanos y a morir en una cama de plumas de faisán rodeados de nuestros seres queridos, que aún encima nos recordarán como grandes y bellísimas personas. Y siento decirlo que seo no lo ha conseguido nadie, porque es irreal.
Tenemos esa idea de que podremos lograrlo todo, ser quienes queremos ser, que trabajando duro y  dejándonos la vida en ellos, podemos conseguir lo que sea que deseemos en nuestras entrañas. Por el mero echo de desearlo. Como si fuéramos dioses, como si tuviéramos el control de algo, como si fuéramos inmortales. Y esto es la mayor tortura que nos hemos inventado. Porque somos fantasías hechas realidad por caprichos del día a día y fluidos corporales. Porque vivimos sorteando a la muerte y a los desafortunios día tras día, sin valorar lo que eso implica, y preocupándonos por memeces que ni están en nuestras manos ni son tan importantes. Porque en cualquier momento este viaje se termina, se apagarán las luces y no habrá nada después. Ni frío, ni luces, ni nada esperando por nosotros. Porque todo eso, de nuevo, nos lo hemos inventando para no tener que enfrentarnos día tras día a la cruda realidad de que, en el fondo, no somo tan importantes. 

También me gustaría hablar de porque somos lo peor que nos ha podido pasar, como nos torturamos por dentro y no dejamos de aferrarnos a culpas que, a pesar de todo, no son nuestras. Como nos sentimos pequeños después de una gran decepción, sobretodo cuando es el mundo el que te está dando todas las indirectas para que te des cuenta de que no eres suficiente, no eres especial, no eres nadie y te lo creías todo. Como esa misma voz que te ha alentado a escondidas durante tanto tiempo, haciendo que imaginaras futuros alternativos en los que lo tenías todos, y eras todo lo que siempre habías soñado, es la misma que se encarga de hundirte en el barro hasta límites insospechados, de clavarte las dagas en el pecho y anudarte una piedra en el tobillo, para asegurarse de que te mantiene allí donde quiere mientras continúa leyendo todos y cada uno de tus miedos.

La cuestión es ser capaces de salir de ese círculo vicioso; y para ello, lo mejor es asumirlo. No, no y no. No eres, no serás. No esperes, y así recibirás. No anheles, y así no tendrás que volver a pasar por esto. Acepta las cosas tal y como son, como vienen, sin esperar más ni contar con nada, y abraza a lo que venga y descarta lo que no aparece.