sábado, 27 de diciembre de 2014



Comprendo y comparto que ahora mismo, el amor no era lo que fue. No podemos comparar las relaciones de hoy en día con la de nuestros padres, y mucho menos con las de nuestros abuelos. Todo cambia, se actualiza; es necesario formatearse para comprender en que liga estamos jugando, y comenzar a anticiparse a la siguiente. Sí, soy una fiel seguidora de que los conceptos por los que se rige el mundo están en constante evolución. Pero todo tiene un límite, de igual manera que todo tiene un fundamento.
Me explico. Pero antes doy gracias a tener el ordenador siempre a mano en Navidades, porque si no, todo estoy que ahora mismo estoy sintiendo se hubiera archivado en algún lugar oscuro de mi ser, y no hubiera salido a la luz hasta dentro de mucho tiempo. Estoy escribiendo una exclusiva.

La verdad, es que puede ser verdad que todos somos iguales. Que somos unos capullos integrales, pero cada uno aportando su toque personal. Que para algo somos "seres especiales". A tomar por culo esa filosofía: estamos cortados todos por el mismo patrón, y hemos mamado de la misma madre televisión. Sabemos que ser infiel, hoy en día, es más barato que arriesgarse a amar. Pero no por ello es el motivo de mi indignación; porque yo he probado, he pecado, y me he santiguado después más que nadie. Bueno, puede que haya mucha gente que me supere, pero esto no es lo que viene ahora al caso.
Crees que conoces a alguien. Crees en esa conexión que vence kilómetros, en ese afecto que no se puede expresar con palabras, en esa complicidad que solo el mar entiende. El mar, que se acerca y vuelve atrás, pinchando y tentando, gozando de los pequeños instantes de contacto y recordándolos cuando la marea vuelve atrás, a la normalidad. Hablo de los salvavidas que alguien tira cuando se cree que todo está perdido. Hablo de mi misterio de verano, de nuestros planes, y de su última gran ocurrencia. Lo que yo pensaba que era algo firme, de verdad, maduro -sobre todo maduro-, se ha vuelto a quedar en el tintero. Cuanto necesito una botella de vino. O dos. Y quizás me vuelva al tequila, al fin y al cabo. 
Sí, soy la primera en afirmar que una relación a distancia es una forma suave de decir "me he ido, en el momento de despedirnos lo eras todo, no sé como voy a actuar fuera, en dos meses tendremos tantos cuernos que nos vamos a poner rascar la espalda el uno al otro en la distancia, si te lo cuento sé que se va a acabar, mejor no te lo cuento, mira tu por donde acabo de empezar una nueva relación, te pongo al día en cuanto vuelva en Navidad". Lo afirmo, lo secundo y lo comparto. Soy la primera en decir que eso no funciona, y que no hay que aferrarse a ello. Nunca hemos dicho que "estuviéramos juntos", ni mucho menos. Tú estás en tu sitio, con tu pescado, tu mundo a medio destruir, y causando más destrozos. Y yo estoy en el mío, sobreviviendo día a día, e intentando soñar con algo bonito, para por lo menos tener un poco de paz con los ojos cerrados. Y como personas maduras que -creía que- éramos, nos sonreímos el volver a vernos. Y llegó mi vuelta a casa.

Y aquí empieza el pequeño gran cambio de mi modo de verte. Tú, el que prometías ser adulto, el de conversación concreta, pensamiento firme, voz melosa y acento divino; tú, el mismo. O eso creía yo. El chico que se preocupa de si los hombres me tratan, como mínimo, tan bien como lo hizo él; el chico que se ofrece en recorrer medio país para compartir unas horas, unas rocas, miradas cómplices y un poco de lo nuestro. El mismo que ya estaba planificando mi entrada en su mundo por la puerta grande.

Que quiere tenerme de nuevo, y que tiene novia. Bueno, "chica".

Toma regalito de Navidad. Junto con un "mejor recuerdo de verano, e incluso del año" como premio de consolación. No tengo motivos para ofenderme: él tiene su vida, yo tengo la mía, y nos dedicamos a compartir momentos (y qué momentos) cada vez que podemos. Estoy que muerto por ella, por la "chica"; porque sé lo que es enamorarse de él. Sé como es que se fije en ti, que te susurre al odio, que te mire con ojos que esconden mundos, y que te baje a los infiernos, día sí, noche también. Sé lo que es que consiga que cierres los ojos y que te dejes perder, que te sientas conforme contigo misma, que pienses que no es como el resto. Sé lo que es su forma de morderse el labio después de hacer algo que le gusta: un trago, una calada, un beso. Todos los besos. Y todos y cada uno de los mordiscos.
Sé lo que es, porque yo he estado ahí. Y sé lo que es, porque soy como él. 

Así que estoy enfadada por ella. Por esa chica que hizo la única cosa que no puedes hacer con alguien que es como yo: confiar en él. No-puedes. Bajo ningún concepto. ¿Por qué? Porque en el fondo, siempre va a buscar algo que tu no le vas a poder dar; no me malinterpretes, porque tu tendrás algo que yo no tenga, y a él le vuelva loco. Pero piensa, "chica", que siempre va a haber algo en ti que no se lo aportes como lo haga yo, o la otra, o la otra.
No te hecho la culpa, y tampoco se la hecho a él. Simplemente, cuando alguien se entrega a nosotros, queremos consumirlos, abosorber todo lo que tiene. El problema, es que no sabemos parar: una vez que hemos conseguido que se desarmen delante de nuestros propios ojos, esperamos que haya una capa más por conquistar. Y en el momento que no la hay, caemos del mundo al que nos eleváis, y nos damos cuenta de que seguimos igual de rotos que antes. 
Y buscamos a alguien nuevo, a alguien sin descubrir, que no sabemos lo que nos puede hacer, ni dar; para que se aventure a lamernos las heridas.


Pero, por si te sirve de consuelo, tu también has sido lo mejor de mi verano, y de mi año. La diferencia es que esperas que lo seas también el año que viene, y eso, chico, está por ver.

martes, 16 de diciembre de 2014



Hora de cerrar las alas, y las piernas, para poner rumbo a casa, de nuevo. Bueno, lo de las piernas es algo bastante relativo, porque lo que viene siendo este año, se ha coronando como un cúmulo de horas perdidas entre ciclos inversos que vuelven para crear cataclismos, frío de biblioteca oscura que nadie está dispuesto a solucionar, y noches demasiado cortas que han acabado con colapsos mentales, sin nada en claro al día siguiente. Así que, simplemente, es hora de volver a casa. 
Por primera vez desde que estoy fuera, tengo muchas ganas de coger ese avión, y de aterrizar. Por primera vez, no tengo miedo a ver que es lo que me voy a encontrar. Es raro, pero estoy en paz conmigo misma. No, no soy feliz; todavía no lo soy, porque todavía hay demasiados recuerdos, y demasiados momentos en los que una rompe a llorar sin saber muy bien porque. Pero estoy tranquila, serena, conforme. Apática, quizás. Volviendo al punto muerto. Porque quizás, simplemente, sea eso; que después de dos años, me estoy volviendo a encontrar. Porque recuerdo cuando fue la última vez que me sentí así de vacía, de intranscendente, de nula. Diciembre de 2012, final de la primera terrible ronda de exámenes del último curso de mi vida en casa.
Ocho de la tarde, o quizás antes. No tengo ni idea; sé que ya estaba todo oscuro, pero con este horario de invierno nadie es capaz de ponerse de acuerdo. No sé de donde venía, quizás del supermercado, o no sé. Ni idea. Sé que era mi primera tarde libre, que solo me apetecía meterme en cama para desconectar, y que, de repente, me quede parada en mitad de la calle. Y me di cuenta. No tenía nada que hacer, no había nadie que me estuviera esperando. Hacía tres meses que me habían roto el corazón, y no me había dado cuenta. Porque, sin darme cuenta de lo que había pasado, ya lo había superado. Esa fue la última vez que salí de un bloqueo emocional, como yo le llamo a esa falta de respuesta por mi parte; con pequeños descansos a esta frivolidad las noches en las que los vasos no tienen fondo, o en las que aflojaba el ritmo y me permitía dos minutos de escucharme.

Y sí, creo que voy a salir de este nuevo bloqueo emocional. Aunque no creo que esté preparada para enfrentarme a todo, todavía; pero en algún momento hay que hacerlo. Supongo. Sí, en algún momento hay que volver, y darle al play de nuevo. Y ver como todo se vuelve a caer en pedazos, arañándote los pies desnudos. Pero tomar aire, una y otra vez, convenciéndote de que todo acabará pasando. De que es un mal sueño. Pero, ¿esto no es lo que llevo haciendo todo este tiempo? Si, y no me voy a dar cuento de que es una triste pesadilla, porque es real. Es tan real que corta la respiración solo de pensarlo, que es imposible detener la cascada de verdades que recorren las puntas de mis dedos con tan solo susurrarlo en el silencio de la noche. ¿La solución? No lo sé, y repito que no estoy preparada para ello. ¿Me voy a hacer daño? Mucho. ¿Estoy tranquila? Como nunca antes.

Si algo he hecho en estos dos años, a parte de aprender a llevarme bien con mi dulce soledad voluntaria, es crecer. No reconozco a la chica que era hace dos años, y a sus problemas. Casi ni comparto los ideales con la persona que era el año pasado. Lo que tengo claro es que esto sigue girando, y lo único que puedes hacer es adaptarte como puedas. Renovarte o morir, creo que dicen. Pero yo he crecido, y me he hecho a mi misma. No sé como, pero siempre me acabo sacando las castañas del fuego. 
Así que, en este punto en el que creo que he llegado, sé que hay que afrontar los errores, pero sin arrepentirse de ellos, y no pedir perdón. Porque nadie puede pretender que te arrepientas de algo que no has hecho tu misma, que lo ha hecho alguien que ya no existe. Así que, quien quiera conocer lo que está sucediendo ahora, bienvenido sea; y quien quiera cerrarse en banda por lo que sido, también.

Porque, por primera vez, estoy tranquila. Porque voy a afrontar todo lo que he dejado atrás, ya sea por decisión propia, o por fuerza mayor. No sé como lo haré, y el momento tendrá que hablar por mi en muchas ocasiones. Pero no me voy a esconder, no me voy a callar, y no voy a dejar de pisar fuerte.

martes, 25 de noviembre de 2014



Parece impensable y, sobre todo, imperdonable, que no sea capaz de disfrutar. Porque estoy en la cima, en lo más alto que he podido incluso llegar a soñar. Porque me lo merezco, porque he luchado por ellos con uñas y dientes, y porque he tenido más suerte que el resto. Porque nunca hay que dejar de darle las gracias a la suerte, no vaya a ser que se lo tome a pecho y deje de sonreírnos de cuando en cuando. Pero me parece increíble que sea incapaz de dejarme llevar, o de aprovechar el momento. Me parece inconcebible que siga parada en la misma esquina, abrazada a un paraguas, esperando a que vuelva a pasar el tren en el que acabo de dejar la bomba de relojería hace más de un año. Que siga siendo la chica rara del abrigo raído, que llora en silencio mientras las gotas se cuelan por los agujeros de un paraguas demasiado viejo, o demasiado poco importante. Que sigue varada en el rincón, después de que ya se hayan recogido los pedazos del desastre. Que sigue pensando que la van a esperar, que la van a recoger, que la van a aceptar con los brazos abiertos. Como si nunca se hubiera marchado. Como si no fuera una burda y barata versión del "hijo pródigo".

Porque, después de haber visto todo lo que estoy viendo; después de haber aprendido todo lo que me están enseñado; de darme cuenta de cosas que me parecían imposibles, y de darles una vuelta más de tuerca; después de todo esto, aún sigo pensando en el porqué de marcharme. Y, ciertamente, ni por asomo puede llevarse todo el crédito el haber entrado en la carrera que siempre había soñado, ni mucho menos. Me marche porque necesitaba huir. Porque estaba consumida, harta, en el pozo más profundo jamás imaginado. Porque estaba encerrada en mí misma, y no había posibilidad de poder salir de allí. Sí, sin duda, el marcharme ha sido la mejor decisión que he tomado, ¿pero a qué precio?
Muchas, muchísimas veces, me he imaginado como sería mi vida si no me hubiera subido en aquel bus que lo cambió todo, si no hubiera recibido aquel mensaje, si no hubiera llamado a mi madre para decirle que me iba, si no pudieran haber entregado mi matrícula a tiempo. Muchas, muchísimas veces, he acabado llorando al pensar lo que podría haber sido. Y muchas, muchísimas veces, doy gracias a mi yo del pasado por haber tomado esa decisión sin pensarlo demasiado; porque sé que, si no hubiera necesitado pensar en mí en aquel momento, o si hubiera seguido planteando lo que es mejor para el resto, me hubiera quedado. 
Me hubiera quedado por mis padres, y les habría ahorrado dinero, lágrimas, esfuerzos y la pérdida súbita sin anestesia de una hija; me hubiera quedado por mis abuelos, por todo el sacrificio que están haciendo; me hubiera quedado por mi abuela, y por haber llegado un poco más a tiempo de lo que llegué, por haber estado allí no solo los últimos minutos; me habría quedado por mi hermano, para poder estar en todos los momentos que me estoy perdiendo y que habrían hecho que él me necesitara tal y como lo necesito yo a él; y me habría quedado por él. No sé si la cosa hubiera podido superar mi verano de trozos y destrozos, y supongo que no; pero no me habría quedado con el sabor amargo de haber hecho mal las cosas, ni con el tener que bajar la cabeza, las orejas y el rabo cada vez que compartimos el aire de la misma habitación. Por lo menos, él no tendría que montarse sus historias en busca del porqué que nunca le he dado -y, al paso que voy, nunca le daré-.

Pero luego, lo piensas en frío. Cuando es de día. Cuando vas de blanco, y después de doce horas de pipetas, libros y ordenadores, vuelves a casa. Con ojeras, demasiada cafeína como para pensar con claridad, y pies de plomo. En ese momento, cuando estás sola, tienes frío, es de noche, y no encuentras la llave de casa; ese preciso momento en el que tomas aire antes de timbrar para poder entrar en el piso de locas que ahora es tu familia; es cuando sonríes. Porque te das cuenta de que, pensándolo de forma egoísta, sí que merece la pena. Porque hay gente que confía en ti a ciegas, y no les puedes defraudar. Porque tus padres están orgullosos de ti, al igual que tus abuelos. Porque no podías haber hecho nada más por tu abuela, que lo que ya has hecho. Porque tu hermano está aprendiendo a crecer solo, y a derribar las mismas barreras que tú has tenido que morder, porque nadie las va a tirar por él. 
Y, por supuesto, porque le has dado a él una nueva oportunidad: la de conocer a alguien que no esté roto, que no sea tan tóxico como tú. Y sabrá que lo ha encontrado porque ya ha probado de la mala hierba, y sabe cuales son los síntomas. Así que, en vez de auto-echarte en cara todo lo malo que le has hecho cada vez que le ves, es hora de empezar a lamerte las heridas y de elogiarte. Porque no solo te has enseñado una lección a ti, sino que, si él ha sido capaz de pasar página y olvidar, también habrá aprendido algo: nunca, nunca, nunca, bajo ningún concepto, te fíes de una chica que sonríe hasta que duele, que siempre dice estar bien, que desaparece para curarse por sí misma, y que jamás te contará lo que esconde.

Nunca, nunca, nunca, bajo ningún concepto, te fíes de alguien como yo. En el tema de sentimientos. Porque hemos crecido a base de golpes, y porque hemos aprendido que el sentir no lleva a ninguna parte. Porque estamos rotos, y hemos aprendido a vivir con los pedazos. Porque lo tenemos asumido, y no queremos que nadie venga a salvarnos. Porque ya nos salvamos nosotros mismos día a día, superándonos poco a poco. Porque nos hacemos a nosotros mismos todas las mañanas, porque nos destrozamos cada noche. Porque nunca nos verás llorar, a no ser que haya demasiada confianza, un par (de decenas) de copas de más, y un detonante. Porque nunca pediremos ayuda, a no ser que ya nos hayamos ahogado. 
Porque la gente como yo, estamos diseñados para vivir solos, para permanecer solos, y para ser recordados al morir. Para desvivirnos por el resto, y asumir que nadie va a dar nada a cambio. Por no levantar la voz, ni ser el rostro del movimiento, pero ser los que controlan los engranajes. Por matarlas callando, y por sonreír a boca torcida mientras se tachan nombres de la lista. Ya sea porque son tachados a polvos, a mordiscos, a lágrimas o a cadáveres. Porque ya nos hemos cobrado unos cuantos, y sabemos que quedan unos cuantos encerrados en mi armario. Porque el que nos desnuden, no implica que nos desnudemos para ellos; porque somos algo más debajo de la piel, aunque no lo admitamos, aunque no nos guste sacarlo a flote. Aunque solo dejemos que se entrevea cuando estamos perdidos entre los brazos de alguien, y tomamos aire por un instante; cuando nos relajamos, cuando nos volvemos débiles.
Así que no puedo culparme de destrozar todo lo que toco, cuando estoy evitando que me destrocen a mí. No puedo culparme, y es hora de dejar de hacerlo. Es hora de empezar a ser todo lo egoísta que pueda, a pensar por y para mí. Y por nadie más. Y punto.

Porque llega el momento en el que comes, o te comen. Y no estamos hablando de orgasmos.

domingo, 5 de octubre de 2014


Después de cinco años y un par de semanas, parece increíble que esté casi en el mismo punto. En el punto de tener la respiración entrecortada permanentemente, y de creer que esto no tiene una salida; porque, en realidad, no la tiene. Y no estoy preparada para volver a enfrentarme a todo esto, y menos desde tan lejos de casa. Ni estoy preparada, ni creo que pueda soportarlo una vez más. Pero esta vez, por lo menos, soy más consciente de todo lo que implica, y de que por mucho que suplique al aire, hay cosas que no tienen solución.
Ahora la pregunta es, ¿qué hago? La opción más sencilla sería esperar. Esperar a que suene el teléfono, a que hablen con voz rota las palabras que llevo todo el día repitiendo en mi cabeza hasta la saciedad. Esperar a que todo haya pasado, y empezar a correr para que alguien te consuele, y para consolar a alguien; a quien sea. Esperar que alguien coja mi mano y me susurre que todo va a ir bien, que está mejor como está que como estaba. Porque alguien que ha dejado de luchar, es alguien que, sin duda, estará mejor lejos de aquí. Sea como sea, creamos en lo que creamos. 
Puedo negarlo. Puedo fingir que no está pasando nada hasta el momento en el que todo estalle, y lamerme las heridas que estaré conteniendo hasta entonces. Para mí, esta sería la opción más difícil de llevar a cabo. Porque nadie que tenga un mínimo de corazón se atrevería a negar la verdad sobre un futuro inmediato de alguien que ha estado ahí sin importar lo qué, que ha sido capaz de levantarnos día tras día,  y que ha llegado hasta el punto de no poder más. 
Y la última, la que creo que es la más noble por mi parte, y la que voy a acabar llevando a cabo, es volver a casa. Volver con los ojos rojos de las noches que me quedan en vela desde esta hasta el viernes, rezando porque aguante unos días más, para poder despedirme. Porque ya he dejado que uno se fuera sin poder decirle las cosas sinceramente, sin poder darle un último beso que realmente sienta, sin poder darle las gracias por absolutamente todo. Y no puedo volver a dejar que pase eso. 

Y no me creo que vuelva a estar en este punto, cuando aún no han sanado las heridas de la primera vez. No me creo que realmente haya dejado de luchar, aunque en parte lo entienda. No me creo que me haya marchado tan lejos que no pueda llegar. No me creo que todo cambie tan rápido de un momento para el otro.
Así que, hoy, más que nunca, los abuelos deberían de ser eternos. O, por lo menos, que no nos faltarán hasta que pudiéramos seguir adelante sin ellos; aunque no estoy segura de que eso realmente llegue a pasar en algún momento.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

288


Feliz cumpleaños. Felices trescientos sesenta y cinco días desde la última vez que estuve en tu espalda. Felices trescientos sesenta y cinco días desde nuestro último momento casi feliz, porque ya hacía demasiado tiempo desde que no nos sentíamos nuestros. Felices trescientos cincuenta y cinco días desde la última vez que nos vimos, y felices trescientos treinta y cinco días desde el momento en el que me dí cuenta de que no podía seguir así.
Posiblemente, y de verdad lo digo y lo espero, esta sea la última vez que hablo de ti, que pienso en ti, o que espero que leas esto. Posiblemente, esta sea otra de las muchas veces en las que me miento a mi misma por autocompasión, o porque engañarse es el remedio sencillo para todo los males del mundo; o por lo menos, para los míos. Porque ya he hablado demasiadas veces de lo que he hecho mal, y sobre los tantos que me he marcado en vano. Así que, espero, por fin, que este sea el verdadero día de "pasar página". De olvidarnos el uno del otro, de seguir cada uno por su camino; vamos, hacer lo que llevo intentando hacer trescientos treinta y cuatro días, sin demasiado éxito. Y resto un día, por los minutos que me permitía mirarte a escondidas y desear no haber tomado la decisión que ha marcado mis noches. Aunque, pese a que realmente lo queramos -al menos yo-, va a ser imposible ignorar una historia que duró demasiado poco como para que merezca la pena añorarla durante tanto tiempo; pero que, sin duda, ha significado un punto de inflexión en mi vida.

Así que mi silenciado regalo de este año no va a ser ni una llamada, ni una tarta absurda quemada en un ascensor mientras tu hermana soplaba las velas, ni un pez naranja demasiado obeso y demasiado tonto. Mi regalo va a ser darte el gusto de saber -ya que lo he publicado en Internet, aunque tu no lo sepas- que tu has sido la persona que me ha marcado. Me he tomado casi un año para darme cuenta de ello; y quizás tengas ese título por haber sido el primero en todo. Pero, sobre todo, has sido el primero en ser capaz de demostrarme que los que llevamos demasiado tiempo perdidos, nos merecemos a alguien. El primero en hacerme sentir despacio, y conseguir que suspirara con tan solo rozarme el cuello. El primero en desnudarme, y el único en hacerlo con el cuidado suficiente como para que aquello pareciera arte.
Porque fuiste capaz de hacer que se callasen los demonios y se derribaran las paredes; y creo que tampoco te llevo tanto tiempo. Y eso fue porque no acabo de ser del todo real. Porque, simplemente, me dejé llevar sin merecérmelo, por el hecho de que por fin parecía que tenía un final, aunque no fuera feliz. Una doble sutura con hilo fino. No fue real, y cuando quise darme cuenta, ya era demasiado tarde; cuando desperté, el daño ya estaba hecho. Cuando todo se cayó sobre mis pies, fue en el momento en el que me dí cuenta de que todo estaba yendo bien, y que yo era lo único que fallaba del mecanismo perfecto. Pero no puedo pedirte perdón una vez más: ya no tengo fuerzas en la garganta, de tanto suplicarme compasión; ni en los pulmones, porque sigo haciendo aquello que tanto odiabas. Y tampoco puedo pedirte que vuelvas, porque no soy la misma, y dudo que tu sigas siendo aquel chico de ojos marrones que se escondía conmigo de la lluvia.

Así que, de aquí en un año, solo pido que no volvamos a encontrarnos. Que no me vuelvas a mirar; en especial, porque cada vez que lo haces, tengo que volver a empezar. Pido por hacer un inciso, tomar aire, y esperar a que pasemos descalzos y de puntillas, sin que nadie nos oiga, con la corona -de flores, siempre de flores- todavía puesta. Porque Septiembre hace daño, y aún no he conseguido solucionarlo.
Así que, de nuevo, feliz cumpleaños, y que ya te hayas olvidado de mí.

Tengo diecinueve años. Es decir, hace más de un año que soy legalmente adulta, para todo. Para absolutamente todo. Y la verdad, es que no lo soy. Para absolutamente nada. No sé cuidar de mi misma, no sé aceptarme tal como soy, no sé llegar a donde quiero. No me valoro. No me respeto. No me quiero, y quiero creer que no me necesito. No hago nada por mi misma ni, mucho menos, para mí.

Lo único que he aprendido durante el tiempo que llevo respirando, es a autoconsumirme. A callar. A mentirme a mi misma, a vivir de ilusiones. A huir. A no afrontar los hechos, a perderme en la oscuridad. A poner excusas que suenan demasiado bien como para dudar de ellas. A mentir. A defenderme a duras penas, a guardarme las espaldas. A sonreír entre dientes. A maldecir entre dientes. A sonreír y maldecir entre dientes, todo a la vez. A meter la pata. A avergonzarme de mi misma. A mandarme callar. A necesitar ayuda, y no poder pedirla. 
Porque, lo que realmente me autoconsume, es ser tan orgullosa. Porque esa fue la barrera que ideé para evadirme de todo y de todos, porque en su momento fue lo único capaz de mantenerme a flote. Y aprendí a vivir así. ¿A vivir? A sobrevivir. Porque es lo que hago, a duras penas, a golpe tras golpe, rezando que el siguiente no se note demasiado, porque ya no me queda suficiente maquillaje. Porque no aprendo. Porque tengo oportunidades, miles de ellas, y sigo sin aprovecharlas. Porque no quiero cambiar, y no sé porqué, ya que es lo que más necesitaría. Bueno, en realidad, creo saber el porqué: no me quiero, ni me valoro, ni me respeto, lo suficiente.

Si lo hiciera, no iría noche tras noche rebotando de brazos en brazos, en busca de aventuras que sé demasiado bien como acaban, y que nunca busco frenar. No querría ir hasta el final con el primero que aparezca, y me pensaría las cosas antes de hacerlas -ya no hablo de pensarlas dos veces, que eso ya es imposible; por lo menos, hasta que hayan pasado, como mínimo, unas cuantas horas-. No dejaría todo lo importante para el último día, no alejaría a todos aquellos que me importan lo más mínimo. No viviría en la agonía permanente que solo conocemos las que disfrutamos de la noche, más que del día. No estaría sola en los días importantes, ni tendría tanto miedo de volver a casa. No sería incapaz de reconocerme cada vez que me miro al espejo. No me avergonzaría cada vez que tengo que desnudarme, o que me desnudan. No estaría escribiendo esto. No llevaría todo el día sin salir de mi habitación.

Así que la verdadera pregunta aquí es: ¿qué hice mal? Porque tengo claro que no he sido educada para acabar en este pozo sin salida, y sin nadie dispuesto a tirarme una mísera cuerda. ¿En qué momento empecé a perderme de tal manera? Y, sobre todo, ¿qué puedo hacer ahora para solucionarlo? Porque, quizás, es demasiado tarde, y no quiera ni pueda hacer las paces conmigo misma. 
Pero está claro que, sino lo hago yo, nadie va a hacerlo por mí. 

martes, 26 de agosto de 2014


Bendito sea el silencio. El silencio etéreo, puro, que no se interrumpe. Benditos y bonitos, los silencios que no son incómodos. Soy fan de ellos, y los colecciono. Los encuentro por casualidad -porque, como todo lo bueno en esta vida, solo aparecen cuando no los buscas-, los absorbo, y los suelto al aire, para que se deshagan como el canuto en tu sonrisa torcida. Y como voy a echar de menos esa sonrisa.
Porque hay momentos que son redondos, y que cualquier otro sonido que no sea estrictamente necesario para que el tiempo siga corriendo, rompe la armonía. Y así, no pido otra cosa que más tardes de rocas, suspiros, gemidos, y el romper de las olas de fondo. Porque, con solo eso, estoy completa. Porque Irlanda está más cerca de lo que pensamos, y porque he encontrado un nuevo motivo para enamorarme de Vetusta. Porque puedo perderme entre jarras frías y en tus manos desnudas, sin dejar de encontrarme. 

Porque mi verano, por fin, se resume en un único nombre. Y no se me ocurre uno mejor, que el que nunca volveré a pronunciar. Porque dejaré que se pierda, que se escape, que desaparezca, sin prisas. Que todo siga su propio cauce y que, si el destino vuelve a quererme, ya nos volveremos a encontrar. Porque no hay dos sin tres. Y porque he visto precipicios que quiero explorar, y que te los has llevado. Porque no podemos salvar al otro, pero nos lamemos las heridas. Y porque las casualidades existen. 
Porque dos extraños, dos personas que están fuera de lugar, que escuchan música sucia, y que mencionan a Kant en una primera conversación, merecen una segunda parte. O eso creo yo. Porque no sé que tienes, no sé que me das, ni sé que pasa conmigo cuando me muerdes en la espalda. Cuando me consigues desnudarme, capa a capa, y entrever lo que escondo. Cuando no te da miedo lo que ves, cuando no sientes pena, cuando no intentas taparme, cuando solo te quedas mirando, y susurras "todo está bien". Cuando me miras con hambre, cuando no podemos más, cuando nos despedimos con una sonrisa que esconde palabras mudas, que no es necesario pronunciar.
No te echaré de menos, porque no tenemos una historia que recordar. Y, para mi, eso es echar de menos. Pero algo si que haré contigo, con tu recuerdo, tu presencia, tu olor por las mañanas. No sé lo que, pero algo haré. Supongo que te dejaré en el mar, donde te conocí, donde te despedí. Supongo que seguiré en silencio. Lo que tengo claro, es que tengo que agradecerte -aunque tampoco sé lo que-. 

Tengo claro que en seis días -y, sobre todo, seis noches- repartidas en un mes, en distintas ciudades, en distintos lienzos, en distintas cervezas; has conseguido que me entregara en todos los aspectos. Has conseguido desnudarme, y eso no es fácil. Y me has proporcionado mucho más que una historia de verano. Le has dado un vuelco a mi vida, y joder, me has puesto las pilas.

Y joder, ojalá mi culo en tu piscina. Y joder, ojalá una última ronda en el puerto. Y joder, ojalá volver a discutir a miradas. 

viernes, 1 de agosto de 2014



El quit de la cuestión es ser capaz de repetirme hasta la saciedad que no puedo enamorarme. Y si esto sale bien, el resto vendrá tan solo con buenas noticias. El problema es que, cuando le das unos pocos miligramos de cocaína cortada a un ex-drogadicto, la cosa se pone fea.

Y aquí estoy yo. Obsesionada por las brumas, perdida entre recuerdos fogosos de noches demasiado cortas, al igual que mis faldas, al contrario que tus palabras. Sin saber hacia donde torcer en la próxima intersección, porque vuelvo a ser un pasajero más, sin tener las riendas, ni la voz, ni el voto. Vuelvo a jugar en segunda, en tercera, y me siento en el banquillo en cuarta. Porque puede ser que haya vuelto a cara, porque puede ser que no lo descarte. Que no te descarte. 
Porque, por fin, las cosas bonitas tienen un buen comienzo. Pero, de nuevo, las ironías juegan un papel fundamental: cuando hay un buen comienzo, el final se lee fácilmente, y es nefasto; pero cuando el principio no merece la pena, ni promete, es cuando el final se convierte en el hecho más apasionante que hayamos oído escuchar. Llámalo maldición. Llámalo mal karma. Llámalo demasiados años de cacería y pocas libres que merezcan la pena.

Porque, sin saber porqué, ni por dónde, esto ha dado un giro repentino. Y los deseos formulados en las noches de flexo, café, apuntes y estrés, se han cumplido. Por extraño que parezcan. Y han llegado en forma de ojos azules, cerveza fría, y los susurros de Calamaro en mi espalda. Y los de rap madrileño en la tuya. 
Cuando no podemos hablar de años, hablamos de meses; y cuando no podemos hablar de meses, hablamos de semanas. Y partiendo de que ha sido una semana lo que hemos tenido, dividamos los días en meses, y las horas, en infinitos. En profundidades, en suspiros. En agonías placenteras derrochadas en la arena, perdidas en los puertos y entregadas a la mar. Y eso que no llegamos ni a meter los pies en la piscina, y no precisamente por miedo a coger frío. Pero nos entregamos a la mar, de igual manera que lo hacen los marineros: a ciegas, a tientas, por instinto.
Jugábamos a perder la consciencia, y ganaba quien hiciera que el otro perdiera la cabeza. Y muchas veces gané yo, y muchas veces ganaste tu. Pero me han ganado la mano, la partida y el temblor de piernas. Y me han dejado endeudada. En deuda contigo, por ser doce minutos; en deuda con el tiempo, por el dividendo de horas que le debo, y las que me ha quitado sin recelo. En deuda con la noche, por seguir siendo igual de oscura como recordaba; y en deuda con los susurros, que dejan pasar lo justo y nada más. 

Así que, hoy, esta noche, en la que no puedo dejar de esperar que me digas algo, para volver a respirar, me he dado cuenta de que voy por el buen camino. Que he conseguido superar mis miedo, aunque no de la mejor manera. Porque aferrarse a un hasta de hielo a punto de derretirse, no es la mejor manera de salir del agujero, pero es una más; no digo que sea la más eficiente, porque no la es. Porque el problema del hielo, al igual que el de los ojos azules, es que puede resbalar, y hacer que el pozo se haga un poco más profundo. Y lo bueno que tiene es que, quieras o no, refresca las heridas, haciendo que alivien un instante y que te recuerden que no todo está perdido, que no estás hundida.

Yo, ahora mismo, solo pido que me dejes ser marinero, o soldado, o lo que quieras. Pero que me dejes volver a serlo una vez más. Porque, como tu me has enseñado, lo importante no es el color o el tamaño, si no la forma que tenemos de mirar, y de transmitir mediante eso. Y por eso, mi última calada de esta noche, te la dedico a ti, y al canuto ladeado  de tu sonrisa torcida.

domingo, 29 de junio de 2014



Culpa. A mi modo de ver, y ahora mismo, el peor de los sentimientos humanos que alguien pueda experimentar; y que, para nuestra desgracia -u orgullo-, a todos nos toca experimentar en nuestras propias carnes. Y no solo eso, si no que nuestras carnes se encargan de hacer que todo el mundo sepa lo que ha pasado, y lo que estás pagando por ello. 
Porque la culpa, se huele; y la culpa, se ve. Es más que un sentido, es un estado de ánimo que impacta en la diana del aura, cambiándola totalmente, y nunca para bien. La culpa está enterrada en mis clavículas sonrosadas, en mi cadera cansada de caer siempre sobre suelo duro. La culpa huele a sudor, a sábanas sucias, a sangre seca, a rodar sin cesar por la cama. La culpa sabe a lágrimas dulces, a abrazos de buenas noches, a despertares amargos, a volver a casa en tacones. La culpa es no tener palabras para pedir perdón; y, sobre todo, la culpa es no arrepentirse. La culpa empieza con un parpadeo, en el que decides de forma autónoma que ya no te importa, que estás cansada de luchar contra ti misma en soledad, que no puedes más; la culpa acaba donde empiezan tus dedos, o donde acaban mis uñas, depende de como se mire. 
La culpa es un conflicto moral entre lo que te dice la carne, y lo que pide el hueso. Entre los valores que te han inculcado desde siempre y las necesidades primitivas. La culpa es no haber sido capaz de inclinar esa balanza en favor del sentido común, y de haberse dejado llevar hacia sitios en los que no debemos hundir más allá de la punta de los dedos, por si quema. Y, sobre todo, la culpa es no saber que hacer para solucionarlo, porque en el fondo de tu ser, estás deseando que haya una segunda ocasión, más que una segunda oportunidad. 

En domingos así, en los que los parpados pesan, y los recuerdos brillan por su ausencia, te das cuenta de que realmente, el hombre es el ser animal más primitivo de todos. Respondemos a impulsos nerviosos que conllevan resultados que no tienen nada que ver con lo que esperamos, o lo que pensamos que nos corresponde; vivos por y para el egoísmo. Y, si después de siglos de evolución, no ha habido un solo ser capaz de cambiar eso, yo no puedo hacer más. No soy una buena persona. No tengo valores morales. No tengo vergüenza, pudor, miedo. Soy orgullo, rencor, terror. Soy la mayor mentira escrita por el hombre, el peor de los pecados, y la farsa perfecta. No respeto, y espero que el resto me respete a mi. No pienso por mí, y suelo desvivirme por el resto, dejando que me pisen. No me valoro, o me quiero demasiado. Pero nunca soy capaz de encontrar el equilibrio que haría que todo en mi vida tuviera un orden, un motivo, una explicación y un final feliz. 
Quizás, no estoy preparada para ello. Quizás, lo único que llevo haciendo estas dos décadas es ir aprendiendo de los golpes. Quizás, soy amante de los golpes, porque de vez en cuando alguno es de suerte. Quizás, estoy demasiado cómoda en mi mundo de caos y entropía barata, como para querer conocer algo más fácil y terriblemente aburrido.

No sé como saldré del paso. No sé si encontraré la manera de solucionar esto. No sé si quiero solucionarlo, o hasta que punto. Porque tampoco conozco el resto de puntos de vista. 
Lo que tengo claro, es que estoy harta de callarme lo que pienso, de apretar los dientes para sonreír, y dejar que el resto decida lo que debo sentir. No quiero seguir poniéndome en la piel del otro, cuando nadie intenta ponerse en la mía. Solo quiero volver a marcharme, y acabo de llegar. Solo quiero quedarme, y tendré que irme en dos meses.
La cuestión, al final del ocaso, es decidir que quiero conseguir, que estoy dispuesta a dar, y que cojones voy a hacer con esta culpa.

lunes, 23 de junio de 2014




Dicen que, todos, en alguna otra vida, hemos sido una persona o un ser totalmente diferente al que somos ahora, pero con algo que nos permita reconocernos al instante. Una chispa que no se aprecia a simple vista, y que tan solo puede ser conocida por uno mismo después de años y años de tropiezos, caídas, recaídas e hundimientos masivos de lo cuales nadie contaba que salieras con vida. Pero al final, todo vuelve al mismo punto, y te recompensarán por ello, como ya han hecho antes y harán la próxima vez. Hay quien lo llama karma: "lo que hayas hecho en otra vida, volverá a ti en esta; así que a ver que haces ahora, porque has de tener presente lo que quieres en el futuro".
Así que, como todavía no ha llegado ese momento en mi vida, aunque lo vea demasiado cerca, he llegado a una conclusión. No creo que sea rotunda ni, mucho menos, precisa. Pero después de estos nueve meses de aviones, kilómetros, autosatisfacción y soledad parcial, mientras dejaba que los asuntos pendientes se fueran arreglando solos, o que por lo menos lo intentaran; puedo decir que estoy cerca de conocer esa esencia que ha marcado mi pasado, mi futuro, y que, sin duda, está marcando mi presente. Una manera de ser, de entender el día a día, el respirar y el latir que no es compartida por todo el mundo; pero que, en el fondo de ti, esperas que sea compartida por alguien, sea quien sea, para poder amoldar esas dos maneras de conocimiento a la par. Porque vivir es conocer, y, llegados a este punto, no quiero conocer sin ti (sin mi, sin nosotros).

Soy una pantera, Una pantera negra. Una pantera negra silenciosa, astuta, desconfiada, elegante, invisible demasiadas veces. Camaleónica sería la palabra, y letal cuando la confianza está ganada. Soy una asesina en serie, una terrorista cansada de tirar bombas con fundamento y con falta de objetivos. Soy una coleccionista de perfumes elaborados con mis propias victimas, como en aquella película que no recuerdo haber visto. Soy una pantera negra orgullosa. Demasiado orgullosa, que siempre camina con el rabo erigido aunque al rededor esté lloviendo torrencialmente, porque siempre está alguien mirando, y no nos podemos permitir bajar la guardia. Eso sí, cuando la selva este tranquila, me tumbaré en la rama más alta, a mirar los silencios y respirar la cordura, en busca de algo de serenidad y de amor propio. Porque si no es propio, no nos queda nada más. Porque ya he acabado con todo lo que podía quedar a mi alrededor, y sigo con sed de más. De más, y de distinto. Porque las panteras, como el resto de los seres andantes y danzantes, tienen un límite; un límite racional, en el cual se dan cuenta de que las cosas hace demasiado tiempo que se han escapado de tu zona de control, y que siguen su propio curso.
Y que tu, sin darte cuenta, sigues estancada en un recuerdo. Que no es más que eso, un sucio y triste recuerdo revivido tantas veces, que tiene tintineo de cuento idílico. Hubo un tiempo en el que, gente a la que admiraba, me llamaba la "chica sin roturas". Completa, redonda, rotunda. Temible, en muchos aspectos, y siempre orgullosa. Y ese orgullo me rompió, me corrompió y me volvió a romper. Hasta límites que no son comprensibles ni asimilables de momento, y dudo que lo lleguen a ser jamás. Un orgullo ciego, que hace tomar por enemigo al propio sentimiento. Un orgullo capaz de llevárselo todo, al considerar que él era el único él que necesitaba. 

Y esta pantera, sinceramente, está harta de levantar la cola, si no tiene quien la levante por ella; y de susurrar palabras de aliento a unos oídos demasiado cansados de no querer admitir que nadie fue capaz de luchar por ella, ni ella fue capaz de luchar por nadie más allá del último ring, y de último KO.  

sábado, 21 de junio de 2014



El fin del principio ha llegado, y nos espera el mejor de los tiempos, que puede acabar convirtiéndose en el peor de los pecados, dependiendo de como se nos tuerza la fortuna. Porque hay momentos en los que los instantes pueden llegar a congelarse en pequeñas motas de polvo, o en cataclismos dispuestos a devorarnos, como castigo casi divino por no querer adaptarnos. Y así, cuando todo aquello que creímos que jamás lograríamos llega a su fin, no sabes que hacer con tus huesos; donde caerte muerto, o donde morir al caer. 
Porque acabar, no siempre es bueno. Acabar implica empaquetar, cerrar con doble vuelta el cerrojo, y marcharse con paso digno a la estación del ferrocarril, maleta en mano y chaquetilla sobre el la espalda, no vaya a ser que refresque el julio mediterráneo. Acabar es volver; es volver a darle cuerda al reloj, haciendo que se descongelen las manecillas que llevan paradas desde septiembre. Acabar es enfrentarse a los errores y a las historias inacabadas que se perdieron en el camino; acabar es dar dolorosas explicaciones que no tiene porque ser necesarias, o al menos para mi.

Acabar, cariño, es volver a verte. Acabar es respirar con miedo caliente antes de sacarme las gafas de sol, porque no sé cuando doblarás la esquina. Acabar es desviar la mirada al entrar en cualquier sitio, buscándote con el anhelo que llevo meses inhalando sin descanso, esperando que llegue el momento en el que no necesite el colocón para volver a sentirte. Acabar es volver la vista atrás, y recordar. Y recordar es morir, en parte de su totalidad, o en la totalidad de su parte. Porque pensar que podríamos haber tenido el mar, hemos decidido conformarnos con un vaso de agua. Del grifo. Y lo he decidido yo. Así que, sin duda, acabar es empezar a perdonarme, o por lo menos, pensar en hacerlo de una vez. Porque ya estoy cansada de luchar por mis errores, cansada de defender a una joven e inmadura versión de mi yo actual, que dejaba que sus impulsos actuaran por ella, en vez de respirar fuerte antes de tomar una decisión. Y este ha sido el año de las decisiones. 
Acabar, de nuevo, es decidir. Acabar es una nueva oportunidad entregada en forma de hoja en blanco, y las horas son tinta diluida dispuesta a ser aniquilada. Así que, de momento, solo nos faltan las palabras. Tanto las mías, que se escapan en miradas que no llegan a ningún sito, como siempre hacíamos; como las tuyas, que ya no recuerdo a qué suenan -y menos a que saben- o a cómo -o a qué-miran. Acabar es desquiciar. Acabar es adrenalina en formato ahorro, dispuesta a ofrecerte todas las posibilidades y a darte una única oportunidad para ganar el gran premio. Sin que sepas cual es, o cual te gustaría que fuese. 

Acabar es peor que empezar. Porque, viendo como ha costado empezar, el dolor que conlleva acabar no creo que esté permitido experimentarlo... a no ser que seas una hija de puta (mamá, te quiero).

lunes, 12 de mayo de 2014


Necesito replantearme demasiadas cosas antes de poder seguir caminando, aunque sea con pasos pequeños; necesito saber que estoy yendo por el buen camino antes de adentrarme un poco más, antes de dejarme llevar del todo, y de perderme entre árboles que susurran historias imposibles y demasiado fáciles de creer. Necesito poner freno durante un instante que se prolongue lo justo, para liberarme de los demonios que juegan a mis espaldas, recordándome cada error y cada piedra que no fui capaz de saltar. Necesito liberarme, si. Una de las formas que encuentro sería ir a la iglesia más cercana, confesarme, y cumplir con lo que me toque; pero no creo que consiga mi propio perdón y, con todos los respetos, ahora mismo no me sirve con tener tan solo el perdón de Dios.
Necesito volver a encontrarme, volver a sentirme bien conmigo misma. Necesito hacer lo que hago porque me gusta, no por obligación; necesito tener tiempo para hacer las paces con esta vieja amiga a la que he machacado hasta la saciedad. Necesito darme unas vacaciones de la mujer ajetreada que pierde el tiempo como nada, que se tortura por no conseguir objetivos, que no respira por miedo a romperse. Necesito confiar en mi misma, necesito premiarme poco a poco. Necesito perdonarme, sin duda.

Porque ya son demasiados años a las espaldas engañándome y mintiéndome, pese a ser todavía joven. Demasiadas prisas por querer todo lo malo, por ser lo más cotizado; cuando, en realidad, siempre he tenido todo lo necesario para ser quien quiero ser, para poder estar en paz conmigo misma de una vez por todas. Son demasiados años y, sobre todo, demasiados daños. Normal que no sea capaz de dormir tranquila, cuando es el único momento en el que me puedo echarme en cara todo lo que he estado haciendo a escondidas de mi misma. No soy fuerte. No soy poderosa. No soy invencible. No soy inteligente, ni soy especial. Soy alguien más, y es hora de asumirlo. Pero, ya de salir de la burbuja en la que he crecido, la que creé para mi misma cuando me di cuenta de que no sería feliz hasta que fuera otra copia perfecta; salgamos con un nuevo punto de vista. El de hacer las cosas para mi, por mi, y por nadie más. El de sentirme realizada día sí y día también, por el simple placer de poder sentirlo. El de alzar la voz cuando quiero que me escuchen, el de saber decir no cuando sea necesario. El de no tener que nublarme a mi misma el juicio para poder darme unas horas de intensidad. El de ser todo lo pura que pueda ser después del huracán, todo lo especial que un carboncillo pueda ser. Simplemente, pido el punto de vista para ser feliz con lo que tengo a mano, y esforzarme en mejorar día tras día. El de no rendirme por pereza o por temor. El de no tener miedo, pero si respeto. 
Parece sencillo, pero renunciar a todos y cada uno de los pecados capitales puede costar más de lo que pienso. Pero tengo la convicción a ciegas de que, si soy capaz de conseguirlo, seré la persona más dichosa que jamás he podido imaginar que podría ser. Alguien que merezca la pena conocer o intercambiar un par de palabras, porque emana energía a primer contacto de vista.

Porque es hora de dar rienda suelta al cambio que llevo pidiendo demasiado tiempo, sin ser capaz de hacer nada para conseguirlo. Es hora punta; hora para desnudarme y salir con nada más al mundo, para dejar que me empape de todo aquello a lo que me he cerrado en banda; quizás por ser demasiado egoísta, por no saber lo que quiero, por no querer conformarme o por conformarme de más. 
Dicho esto, solo queda desearme buena suerte, y esperar no volver a encerrarme en algún lugar demasiado oscuro, demasiado profundo y demasiado aislado, para que nadie pueda venir a hacerme daño, ni a rescatarme.

martes, 15 de abril de 2014



Háblame, pero háblame suave. Háblame cuando no pueda entenderte, cuando cada palabra corte como lija, cuando seamos más que sombras. Háblame cuando no me lo merezca, háblame lenguas capaces de dominar batallas, háblame algo que solo nosotros entendamos. Háblame de nubes, de secretos a voces, de pasados imaginarios que suenan demasiado bien como para no querer otra ronda, y más si invita la casa. Háblame de lo que me he perdido y de lo que está por venir; pero sobre todo de lo que me he perdido, para saber que tengo que ofrecer esta vez, y en que momento decir "basta". Háblame cuando vuelva, cuando tenga frío, cuando no haya nadie más al rededor. Háblame dulce, háblame meloso, háblame siendo capaz de cortar la respiración, y de provocar dolor de cabeza. Háblame sucio, háblame duro, háblame blasfemias para susurrarlas cuando no estén nuestros mayores. Háblame cosas que no entienda, háblame fuerte contra la pared. Háblame bonito, háblame en silencio mudos que consumen el espacio hasta límites que solo nosotros entendemos.
Háblame sobre el frío, háblame sobre lo que me ha pasado, háblame sobre lo que no sabes. Háblame sobre como olían tus sábanas después de guerras que se alargaban todo el fin de semana. Háblame de como eran mis piernas antes de que cruzaras el umbral. Háblame de como quedaron cuando te marchaste, pero sobre todo, cuando me marché yo. Háblame de lo que ha pasado, o de lo que crees que ha sucedido. Háblame para no dejarme hablar más de la cuenta, háblame para quemar vacíos superficiales. Háblame de cada discusión, háblame de cuanto darías por poderlas revivirlas. Háblame de las reconciliaciones, de las dulces y largas reconciliaciones. Háblame del parque, háblame del tiempo. Háblame de tu madre y sus cigarrillos, háblame de mi padre y sus problemas financieros. Háblame del futuro, háblame con los ojos brillantes de los que saben que hay cosas que están destinadas a no suceder. Háblame a través de las cristaleras, háblame con sabor a cerveza fría, y con demasiada espuma para mi gusto. Háblame a rallas. Háblame de tratos, háblame de golpes de suerte, háblame de portales lluviosos, háblame de tu portal. Háblame de tus habilidades para cocinar, háblame sobre las pocas veces que hice yo de comer. Háblame del pez. Háblame de los libros que quedaron olvidados en tu casa, háblame de las camisetas que siguen en mi habitación. Háblame de chocolate en barra caliente, háblame de galletas imposibles de comer. Háblame de café, y háblame de limón. Háblame sobre todo aquellos con lo que te quedaste con ganas, háblame sobre lo que yo me callé. Háblame sobre lo que te dejé hacerme, háblame de hasta donde te dejé llegar, háblame de lo que sabes de mí Háblame de lo que te gustaría saber. Háblame de lo que tienes miedo a saber, háblame de lo desconocido. Háblame de mis miedos, háblame de tus virtudes. Háblame de lo que me ofrecías, y háblame de lo que me llevé sin pedir ni permiso, ni perdón. 
Háblame sobre lo que quieres oír. Háblame sobre el verano. Háblame una vez de junio, una de julio, y dos de agosto. Háblame mucho. Háblame sin prisas, háblame sin pelos en la lengua. Háblame con educación, háblame sin enfadarte, háblame sin hacerme llorar. Háblame como tu sabes, y háblame como yo no recuerdo. Háblame con miradas, háblame sin verme, háblame en la intimidad, háblame con el subconsciente. Háblame de maletas, háblame de aviones y aeropuertos. Háblame de como te quedaste, háblame de como me marche sin despedirme. Háblame de como era yo y, sobre todo, háblame de en que me he convertido. Háblame de monstruos, háblame de cuentos que acaban mal. Háblame de malos que triunfan.

Y, si eres capaz de hablarme de todo esto sin cambiar la expresión ni una sola vez y, ante todo, sin marcharte con los puesto y sin pagar, me lo creeré. Hasta entonces, seguiré hablando yo sola sobre todo lo que podría pasar si abrieras la boca y -sobre todo- si la abriera yo.

domingo, 13 de abril de 2014



A veces, me gusta esconderme. Debajo de los dobladillos de mis vaqueros arrugados después de una semana demasiado larga. Entre el cuello de tu camisa, en esos botones que he desabrochado uno a uno tantas veces, que ya no se me hacen eternos. En mis pies fríos las mañanas de domingo, cuando no queda café, ni tenemos ganas de hacer más.
Pero mi escondite preferido, sin duda, es cuando miento. No creo que nadie se esconda mejor que yo ahí; puede ser porque yo he inventado ese escondite. O puede que no. Puede que otros lo hayan utilizado antes; puede que lo hayas utilizado, y por eso he sabido llegar hasta él. Antes de que acabaras de contar. Con los ojos cerrados. Pero ahí, en mi escondite preferido, me doy cuenta de que puedo abarcarlo todo. Puedo ser quien quiera, hacer lo que quiera, y pensar lo que quiera; porque sé que nadie, nunca, jamás, podrá encontrarme si no quiero.

Me gusta ir allí por las noches. Esas noches profundas y silenciosas, en las que me tengo que esforzar para volver a escuchar tus susurros de papel contra mi nuca erizada. Esas noches en las que las botellas parecen alcanzar el fondo demasiado pronto; malditos consumistas. Maldita crisis, que hace que todo sea más cara, y más escaso. Pero nunca hará que el tiempo sea tan escaso como fue el nuestro. O puede que sí. Puede que adelantara el reloj más de una vez, para que tuvieras que marcharte antes. Puede que me haya marchado yo y que, cada vez que vuelvo, me aleje un poco más. Porque nos lo merecemos. Porque, escondida, se vive mejor.
No pretendo que lo entiendas, porque no has estado aquí. No has recorrido calles oscuras en busca de sensación de aguadulce. No has tenido que figurarte, que esperar, que implorar que llegase el golpe, la bofetada letal, que dicen que duele menos con los ojos cerrados con fuerza. Y ahí estaba yo, esperando, con los puños en jarras. Y como no llegaba el golpe, lo inventé. Porque era necesario, porque nunca he conocido una historia que no acabase así. Te cogí, te envolví en seda de marzo, y te llevé a mi escondite. Te puse en una alacena, en la alta, para que pudieras ver todo; pero no te saqué el envoltorio, para que no lo pudieras ver todo. Dejé que fueras un observador pasivo de la trama, mientras el conjunto entero ensayaba sin cesar la función, ante tus ojos inexpertos y llenos de desconocimiento. Dejé que te empaparas, que te engatusaran, que creyeras que conocías el final de esa obra. Que por fin, los buenos iban a ganar.

Nadie que sea bueno se escondería tan bien como lo hago yo. Porque, si eres bueno como dicen, no tienes la necesidad de esconder, porque no tienes nada que ocultar. La gente que se esconde por placer, como esta servidora, es gente sin escrúpulos, o con demasiados. Gente sin confianza, o con exceso de ella. Somos un grupo variado, pero con un único fin, con un acto valiente que solo aquellos que lo practicamos somos capaces de entenderlo del todo: guardar el dolor para nosotros mismos. No por masoquismo ni por ninguna patología neuronal crónica, sino porque somos capaces de entender cuando hemos ido demasiado lejos, y no queremos ocasionar un mal mayor. Entonces, recogemos con calma nuestras cosas, buscamos una excusa que repetimos hasta que nos la creemos nosotros mismo, y nos marchamos. Por la puerta grande. Porque jamás reconoceremos un error.

Hoy, esta noche, estoy en mi escondite. Sola, para no variar. Mirando viejas fotos de las que nadie se acuerda, salvo aquellos que tienen demasiado que recordar, porque no tienen con que llenar el espacio vacío. He estado recordando, sin más, todo aquello que escondí para poder seguir viviendo en mi mentira.
Recuerdo la forma de tu sofá, y el ventilador que hacía demasiado ruido en tu salón. Recuerdo como te ponías la americana cuando tenías prisa, y como te la quitabas cuando la tenía yo. Recuerdo como empieza y como acaba tu espalda. Recuerdo todos y cada uno de los lunares de tu cuello, porque tienen forma de constelación. Recuerdo la combinación de buses que se alternaba entre sábado y sábado, pero que siempre me dejaban en tu portal. Recuerdo que el limón le queda bien a todo, pero sobre todo a mí. Recuerdo todas las noches que pasamos juntos, porque no dormí en ninguna de ellas; aunque tú si que lo hicieras. Recuerdo porque decidí empezar a esconderte. Recuerdo que no me arrepentí.
Y ahora, pobre de mí, recojo ese recuerdo, y lo cambio por uno nuevo. Porque los recuerdos son doblemente cuerdos, y pertenecen al pasado; mientras que, en esta precisa manecilla de reloj, tenemos que hablar de sensaciones.

Y yo, rey, tengo la sensación de que me arrepiento de todo. Pero tranquilo, que eso también lo esconderé.

sábado, 12 de abril de 2014



Se ha acabado, por fin, la ciclogénesis explosiva en la que se ha convertido mi entorno entero durante las últimas semanas. Y no sé si se ha acabado para bien, o para mal; solo sé que se ha acabado. 
Y, llegados a este punto, en el que solo queda desolación, las casas caídas, los barrizales que amenazan con devorarnos en cuanto les demos la espalda; solo queda hacer recuento de los daños. De los sacrificios que hacemos esperando que algún día sean recompensados, y que seguiremos esperando el resto de nuestras vidas, según dicen. Porque, en nuestro afán indiscutible, en nuestro intento de superarnos interiormente, ponemos demasiado en juego. He llegado a esa conclusión; estoy arriesgando demasiado, sin tener nada sobre seguro.
Demasiado tiempo, demasiado dinero, demasiadas noches encerrada en la biblioteca, demasiada paciencia, demasiado pelo, demasiado café, demasiados nervios; demasiadas relaciones. Porque, si algo tengo claro, es que lo único que he ganado desde que esto ha empezado ha sido una soledad total e inigualable, que te perfora sin pedir permiso cuando te das un pequeño respiro. Que te azota cuando se te cierran los ojos y piensas que no puede más, que te arropa cuando tienes demasiado calor. Te asfixia, te descompone, te hace esclava y sumisa de su pequeña dosis diaria. Hasta que eres inmune, o eso te crees; por lo que hace, en realidad, es adaptarse simbióticamente para poder sobrevivir de ti, no contigo. Alimentándose de pequeños gestos, de cosquillas de benzeno, de sonrisas descaradas entre sulfúricos, de fantasías que buscas fijar en la realidad, porque no tienes nada más a lo que agarrarte, para que no puedan llevarte por delante. 

Es irónico que, en la ciudad más grande de España, alguien pueda sentirse tan solo, y más cuando se pasa el día rodeado de gente. Gente con prisa, que se preocupa por como llevas preparado el examen, que se marchan en cuanto suena el timbre. Porque son gente laboral, nada más. Yo echo de menos a otro tipo de gente; al tipo de gente que espero poder volver a ser algún día. Gente que viene para quedarse, que te espera, que te ayuda a tomar aire, pero sobre todo, a suspirar. Gente que no espera recibir nada a cambio, que no notas su presencia, porque no pesa. Gente ligera, gente hecha de lluvia matinal que se alarga en el espacio tiempo más de la cuenta. Vivo en un polo opuesto al que he nacido, y estoy en una emisora distinta. No sé como adaptarme a esto, ni que hacer para no hacerlo. Porque tengo que cambiar, pero no quiero. No puedo, pero necesito. Y, manteniéndonos así, no conseguimos nada. 
Lo único, acostarnos una noche más con la soledad, temblando, esperando que esta noche nos de tregua, porque ha sido un día muy largo o porque, tan solo, necesitamos estar con alguien en silencio, durante unos minutos, para poner en orden el caos que se está empezando a introducir en tu interior sin que nadie lo busque, ni lo llame. 

viernes, 4 de abril de 2014


Somos propensos a imaginarnos futuros paralelos empapados en verbos de pretérito. Ilusiones nefastas y maravillosas, que parecen prometernos tanto en pocos instantes. Soñamos despiertos con un principio y un final que no deje indiferente a nadie, que cure todo lo que dejamos abierto ante de marchar con prisa, sin espacio y sin descanso. Buscamos un "por qué" que responda al peligroso "con quién". Y, sin motivo alguno, creemos encontrarlo en las nubes de algodón, en los pasillos estrechos, en los olores familiares que te evocan a un pasado cercano, o a ti te lo parece. 
Hablo de instantes entre campanas de que llevan todo aquello que puede contaminar el momento y el instante; hablo de taburetes para esperar a que la temperatura fluya lo suficiente para que sobren las batas, los mecheros e incluso los cigarrillos a medio apagar. Hablo de frió cristalino pegado en tus mejillas, para que nunca se sientan desprotegidas. Hablo de creer sin sentir demasiado, o de hablar sin pensar en absoluto. Hablo de eso, hablo de ti. Y hablo de mi; porque, sinceramente, no somos tan distintos. Somos pequeños intrusos, que parecen caminar sobre seguro, pero que se destrozan por dentro. Nos las damos de arrogantes, pretenciosos, felices y dichosos; cuando estamos proclamando a los cuatro vientos que algo no va bien. No nos engañemos: nadie sonríe tanto como yo durante tanto tiempo si no hay química dura de por medio. Miento; estás tú.
Y quizás ha sido bueno conocernos. Quizás, porque dos rotos arreglan un descosido. No es el mejor motivo, pero no se me ocurre algún otro. Somos polos opuestos destinados a vivir -chocando- en el mismo espacio durante una infinidad. Y, quieras o no, el estallido es inminente. Los inicios, quizás como todas las buenas historias, no son los mejores. Sofás de caucho, amaneceres borrosos, piscinas de agua caliente en pleno invierno. Océanos condensados en pestañas, susurrando secretos que no merecen ser contados, o no queremos que salgan de ahí. Sensaciones que, quieras o no, no se alejan de aquellas que estás intentando sacudir del todo para poder desprenderte de ellas. 

La verdad, la historia de los clavos está muy vista. No digo que esté pasada de moda, y que me haya escudado en ella más veces de las que jamás reconoceré. Tan solo digo que si esto resulta ser más de lo que quiero imaginar cuando no es pecado ni vergüenza admitir que invitas. Que invitas a algo nuevo, a algo en lo que jamás he estado metida, y en lo que no sé si querré salir. Porque, querido polo opuesto, eres lo más diferente y lo más parecido que he podido encontrar. Y  no sé como tomármelo, como disimular, como poner freno y marcha corta en cualquier momento para tomar algo y tomar decisiones en frío. 
Y lo mejor quizás sea empaquetar todo aquello que nos hace dudar, e intentar no poner freno. Porque somos infinitos, somos puro estado de transición que necesitan atención. Somos demasiado inequívocos como para estar equivocados en esto. En que tenemos lo que merecemos. Y en este caso, es una montaña de silencios rotos por miradas que pueden levantar mareas, susurros que calman tempestades, y sonrisas que hablan en una lengua que creí olvidada.
Porque nunca está de más que te recuerdes que los mordiscos en tus propios lados también se los dan a si mismos otros. Y que lo de que "solo quedamos los buenos" es siempre válido, dependiendo de contexto. Y contigo, conozco las palabras necesarias para hacerte bailar al son de mi propia guitarra. Y ojo, yo no tengo buen oído ni pertenencias musicales magistrales. Pero si quieres, pagas tu este café, y yo invito al resto. 

jueves, 20 de marzo de 2014



El problema es cuando no sustentamos de viejas emociones, como un barco de vapor, que pretende vencer a la corriente con una triste soga raída,en medio de lujosos yates de última adquisición. El pasado es mejor dejarlo tranquilo, encerrado en cajas precintadas con doble capa de cinta aislante -no vaya a ser que le de por salir a dar un paseo por ahí, y se nos caigan todos los buenos propósitos-. Pero hay días, o semanas, con fechas para recordar. No por que quieras, si no porque algo dentro de ti te dice que es lo correcto, o simplemente porque, por mucho que digas lo contrario, por mucho que creas que es así, no lo has superado del todo. Porque hay heridas que han nacido para quedarse, y la cicatriz es peor que el corte. 
No hay manera de sanarse, y siempre recordaras con sonrisa amarga pequeñas cosas, detalles, momentos, capaces de hacernos volver, por un segundo. Como cuando nos despertamos en mitad de la noche sin tener muy claro donde estamos, y de quien es la espalda blanquecina salpicada de lunares que tenemos a nuestro lado. Y de repente, nos damos cuenta de que estamos en un oasis imposible, que hace más de seis meses que ha desaparecido; y que, cuando este desaparece, no vuelve. Porque las segundas partes nunca son buenas -reconozcamos que las segunda parte de nuestra película favorita solo la hemos visto porque estamos total y perdidamente enamoradas del actor protagonista, pero que seguimos pensando que se han cargado la saga con esa secuela-. 

Podemos fantasear sobre una segunda oportunidad. Lo que diríamos, lo que cambiaríamos, que haríamos para no volver a acabar en el pozo en el que terminó todo aquello que prometimos no acabar. Fantasear está bien; hasta que llegan los fantasmas del pasado para atormentarnos un poco más en esas noches en las que, en la barra grasienta de un bar de cualquier esquina, te planteas la posibilidad de ahogarte en un vaso de ron. Luego te das cuenta de que eso es físicamente imposible, y empiezas a calcular cuantas botellas necesitarías para llenar una piscina lo suficientemente grande para poder sumergirte con un peso enganchado a las piernas. Así, en medio de sumas y reglas de tres, los fantasmas cuentan las que te llevas, para no malgastar ni una gota. Y te das cuenta de que todavía estás tocando fondo, y que estás muy lejos de llegar del todo. Porque has estado sumida en un pequeño paraíso forzado, obviando lo de dentro; para no sufrir, para intentar disfrutar todo lo bueno que te está sucediendo. Claro, sacando lo malo, es normal que creamos que estamos viviendo algo bueno.
Pero podríamos estar en medio de algo mejor; algo único, algo como lo que vivieron tus padres en su momento. Porque la historia, como dice mi buena madre, se repite. El problema es cuando tus -fallidas- decisiones cambian por completo el transcurso de lo que debería ser una historia digna para contar de aquí en cincuenta años. Y te consuelas pensando que, quizás, esa no era tu verdadero "érase una vez"; y que el de verdad puede estar en cualquier esquina, esperando a saber que o a quien. Y que lo sabrás en cuanto se acerque. Vas buena. Eso, amigos míos, no existe. Y jamás existirá. 

sábado, 15 de marzo de 2014




A veces, estamos jodidos. La hemos cagado, y lo sabemos. Hemos hecho de nuestra vida un infierno terrenal; el nuestro propio. Por descuidados; por tener la cabeza lejos de los pies, o en medio de los genitales. Pero el error es mayor cuando todavía no tienes la certeza de estar tocando fondo; los días, semanas o incluso meses de incertidumbre perpetua que se acumulan en tu cartera, vacía aquella noche, para tu desgracia. Sin saber a quien acudir, que hacer, que decisiones tomar. Porque no puedes seguir con tu vida, porque no merece la pena intentar sacártelo todo de la cabeza. Estás jodido. Y lo sabes. 
Esperar tampoco es solución, ni mucho menos. Solo consigue que el problema parezca mayor por momentos, que las noches sean demasiado largas, que las ojeras sean permanentes, que no haya nada más en tu vida. Que el miedo te perfore, te consuma, te haga sufrir hasta niveles que no creías. Que tu cabeza esté segura de algo, pero que tu cuerpo te de señales de algo distinto. Quizás, simplemente te preocupas demasiado. Quizás. O puede que no. A lo mejor estás en lo cierto, y tu mundo entero va a acabar bajo tierra. Porque si son ciertas tus premoniciones, la has liado. Mucho. No hay solución; y si la hay, no me la puedo permitir. No puedo. Ahora mismo, no puedo. Que cojones, ni ahora mismo, ni nunca. A quien vamos a engañar, hay gente que nació para ello; hay gente que se pasa media vida intentándolo, que invierte demasiado tiempo, demasiado dinero; que lo da todo por ello. Yo, en cambio, que no sé si estoy en la cuerda floja o con la soga al cuello, solo suplico para que no me toque a mi. Pero tampoco esto es como la lotería; es peor que ello. Porque, ¿qué será de mi si tengo razón? ¿Qué sucederá? ¿Qué voy a hacer, a dónde voy a ir? Solo suplico, suplico a algo que no conozco ni quiero estar segura de querer conocer, que haga la vista gorda por una vez. Que me de un respiro, que me haga libre. Que me de la convicción que llevo meses pidiendo, que me quite la mochila llena de piedras, que me deje respirar tranquila.

Y no sé cuanto tiempo más puedo seguir viviendo con la incertidumbre, ni que voy a hacer cuando esta se acabe. He de admitir que tenía un plan por si alguna vez llegaba a este punto, pero ahora mismo no sé ni por donde empezarlo. Quizás, porque no tengo a nadie con quien compartirlo, a quien pedirle consejo, ayuda, o perdón. No sé a quien llamar llorando, a quien gritarle por necesidad, a quien pedirle que me abrace. Porque este error ha sido mío, si realmente es. Porque desde hace meses estoy haciendo un mundo de una decisión que parecía muy acertada en el momento, en la semana siguiente, y la siguiente. Pero esas semanas felices se consumieron en el calendario. Desde hace meses. Sin señal ni claridad. ¿Y qué puedo hacer? ¿Seguir esperando? ¿Esperando a qué? Porque si esperase, pero supiera que algo voy a sacar en claro, merecería la pena. Pero lo único que hago así es o retrasar lo inevitable, o confiar en que todo vaya bien. Pero, con la suerte que tengo, nada va a salir bien. Porque nunca me han salido las cosas bien, y si algo sale bien, es porque el karma se ha olvidado de putearme. 
Me odio, te odio, le odio. Ironías de la vida; pero la cosa va de tríos, y no de los que estás imaginando. Yo no sirvo para esto, y dudo que jamás sirva. Y espero, realmente espero, que de aquí en unos meses pueda reírme de eso, en vez de seguir con la duda. Porque no basta con que la vida se haya reído de mi todo lo que ha podido y más; si no que tiene que seguir haciéndolo. 

sábado, 8 de marzo de 2014


Todos tenemos un vicio insaciable, algo que nos hizo perder la cabeza y el rumbo de la noche a la mañana, haciéndonos adictos de algo que no era del todo sano para nuestra cordura mental. Y como todo, se acaba. Ya puede ser por voluntad propia, por necesidades de la vida o por caprichos del tiempo. Pero llega algún momento que se acaba. Quizás para mejor, aunque en el momento próximo no nos lo parezca. Mi vicio se acabó por manecillas que no se acabaron, porque el AVE aún no llegó a Galicia, por demasiado orgullo, y por el salitre del mar. O quizás porque era lo mejor para mi misma. No lo sé, y creo que nunca lo sabré.
Pero como todo vicio, necesitas tiempo para desintoxicarte. Necesitas pasar todas y cada una de las fases, en orden, sin perderte una sola lección. Y es un camino complicado, tenebroso y que, la mayoría de las veces, tienes que hacerlo solo; porque el alcohol no es el sustitutivo de las anfetaminas, porque un clavo no saca otro clavo. 
Es curioso como las casualidades se ríen de ti, como se mofan a cada pequeña oportunidad que tienen. Quien sabe, quizás sea el karma vengándose todo lo que puede y más de esas decisiones que parecen correctas una vez, y de las que te arrepientes mil y una más. Es impresionante como te puede volver a atravesar todo lo que has creído superado en un instante, en medio de una calle desierta, con la brisa del viento, con el murmullo de una canción desde un tejado en el que pega demasiado el sol y poco las facturas. Un corte de respiración agrio, perforador de tardes en calma, de momentos dulces que se escapan en pequeños suspiros, intentando recuperarse del recuerdo. Porque lo que vuelve, no es más que eso: que pequeños fragmentos de momentos felices, que aparecen de la nada cuando no son llamados, pero que, cuando intentas que vuelvan, en las noches en las que necesitas un motivo para sentir que no puedes con el sol de la mañana. Porque, como en cualquier vicio de carretera, necesitas pasar por todas las fases. Aunque lo intentes, todos necesitamos llorar los errores, ahogarlos en ginebra seca, imaginarlos con las manos húmedas, olvidarlos en noches borrosas, y mentir sobre el olvido. Hasta que llegue el día en el que todo, absolutamente todo, ya haya vuelto como recuerdo, y se quede como tal. Como recuerdo, no como esperanza en vano. Porque las segundas oportunidades no existen. Y si lo hacen, no han llegado todavía aquí, donde cuando algo se acaba, es para siempre. 

No fui quien de conseguir que se detuviera el tiempo en aquel autobús, en aquellos kilómetros que separaron una decisión firme, un destino agradable, cómodo, fácil y seguro; de un futuro incierto, desconocido y perdido; y sobre todo, terminado y abandonado. No fui quien de hacer que se cumplieran las promesas, de volver demasiado a casa, de permitir que alguien me viniera a buscar al aeropuerto, ni de avisar con suficiente antelación; lo que tiene pensar que eres suficiente por ti sola. No fui quien de tragarme las palabras, el mal estar, el creer que todos tenemos un más mejor esperando detrás de cada oportunidad, en cada ciudad, sin ser marineros, sin ser Calamaro. Y sobre todo, no fui quien de esperar. De aguantar, de reprimirme, de aprender de mis errores, de saber que esta vez, no iba ser yo la que acabase en mal lugar. Aunque eso, de nuevo, vuelve a ser mentira; las decisiones que tomas en un momento, las lamentas el resto. 

Porque es el momento; el último paso. O el penúltimo. O el antepenúltimo. Queda perdonar, olvidar y cerrar. Perdonar; perdonarme a mi, pedir perdón. Olvidar; quizás lo más dificil: olvidarte, olvidar lo que hice, olvidarme de todo -de tu sofá, del cuello de tu camisa, de tu manera de dormir, de tu manera de despertar-. Y cerrar. Cerrar con doble punto de cruz, para que nadie lo abra, para que no vuelva en busca de consuelo, cuando no voy a recibir nada más de lo que me merezco. Cerrar para acabar en pie después de cada desplante. Cerrar, sobre todo, para ser capaz de seguir adelante. Cerrar para ser la chica que llevo meses fingiendo ser, y con la que no me siento cómoda siendo, pero la que elegí ser. 

Porque, maldita sea, los recuerdos aparecen cuando menos los necesitan, y parecen estar tan cerca; tanto que casi los puedes tocar, que casi puedes conseguir cerrar los ojos durante un instante, y sentirte inundada de lo que tenías entonces. Pero llega un reflejo, un instinto, una voz, que te hace volver a la realidad. A que las manecillas siguen su curso, que los aviones son muy caros, que soy demasiado orgullosa y que, sobre todo, que el 22 de marzo está a la vuelta de la esquina. Y hay heridas que no cierran, y jamás cerraran. Porque cuando te apuñalas a ti mismo, es difícil perdonarse. Porque cuando te cuesta más estar cerca que lejos, y sabes lo que cuesta la distancia, todo es insoportable. Cuando no sabes que hacer para remediarlo, porque no tiene solución. Porque las puertas que se cierran, por suerte o por desgracia, no se pueden volver a abrir. ¿Por suerte? Por desgracia.
¿Mi consejo? Las decisiones importantes tómalas por la tarde; no por la mañana, cuando te despiertas al lado de alguien que parece tener su olor, parece saber, parece mirar como solían, pero no; y no por la noche, cuando tirita el vaso de ginebra en tu mano, demasiado frío como para darte respuestas. ¿Mi consejo? Nunca dejes escapar a nadie que haya hecho tanto por ti, porque, aunque te parezca que no merece la pena, no sabes hasta que punto eres capaz de necesitar un vicio.

viernes, 7 de marzo de 2014


Hace frío; tengo frío. Es un frío interior, desolador, de andar por casa. Un frío incompleto, inconcluente, que mata y revive, que deja marcas y que destruye todo lo que puede, dejándolo todo intacto.Puede que este frío no sea más que una metáfora interna para un sentimiento aún más potente del que podamos pronunciar con palabras mortales; pero no soy buena hablando de sentimiento, cuando no necesito sílabas para ilustrar pensamientos. Artífices de luces falseantes, encantadores de historias con demasiadas sombras, de paradojas imposibles que contar antes de despertarse. Sin motivo, sin preparación y sin libre de instrucciones. Fácil y directo; para todos los públicos. Para mi público. Para mi.

Porque todo se reduce a una señal, a una sensación, a un punzón invisible que crea aquello que podría denominarse homicidio en primer grado. Una posesión ilusa que se engancha, se pierde, se desordena, se confunde en las noches mojadas, tanto por dentro como por fuera. Y si no hay nadie que te sostenga, que te de aliento e impida que te desmorones, fallas. Tus principios desaparecen, y solo quieres dejarte llevar por la ira oculta que grita por emanar. Pero no puedes, porque nunca estás preparada. Nunca es el momento ideal. Lo único que haces es seguir esperando a quien sabe que; a un motivo, a un milagro terrenal. Pero no existen, y te preguntas donde está la razón, el pensamiento que pone en marcha la maquinaria que te está jugando tan malas noches, y tan peores amaneceres. Y es simple. Todo se reduce a lo mismo que siempre; porque el tema de mis discursos es más repetitivo que la tortilla de patatas de mi madre, siempre con demasiada cebolla y muy poca patata. Se reduce a que no has aprendido nada de tus mayores, a que piensas que todo lo que gira a tu al rededor está ahí para verte caer, para reírse cuando hayan acabado de jugar contigo. Porque eso es lo que últimamente están diciendo los enigmas recién resueltos: no hay amistades que valgan más de una semana, ni promesas que se cumplan después de un desplante. Nada que no esté firmado vale nada. Porque las palabras, una vez más, no son más que mentiras. 
Podemos esconderlas, torturarlas, retorcerlas, maltrataras, arañarlas, atraparlas, encerrarlas, apalearlas. Jamás se quejarán, porque conseguiremos ponerlas de nuestra parte para nuestro beneficio, y destruir a quien creamos conveniente. Podemos usarlas como veneno final para aquello que nos llevo a lo más oscuro, aquello que consiguió hacerte huir. Porque no has hecho otra cosa en toda tu vida que huir, escapar de una verdad inconclusa que te corroe por dentro día tras día. Y mientras siga allí, va a ser imposible conseguir crear un presente normal, o por lo menos no tan oculto. Porque, con asuntos todavía pisando los talones, no puedes ver con claridad lo que tienes justo en frente: solo puedes continuar haciendo más y más larga tu lista de cosas pendientes. 

Y no puedes más, no quieres más. Solo quieres que todo se apague de una vez, que haya un cortocircuito y que el silencio inunde hasta las cavidades más remotas de todo tu ser. Que, por un segundo, parezca que tienes el control, que puedes volver a empezar. Que no hay segundas voces, ni opiniones infundadas. Que se van a molestar en esperar por ti, que va a aparecer algo que te mantenga a flote, que te haga creer que hay algo más que seguir esperando. Porque, a estas alturas, ni quieres ni puedes seguir esperando. Porque la espera te mata, te consume incluso más que las palabras que encierras cada noche en pequeñas cajas de algodones, para que, por lo menos, estén cómodas y murmurantes hasta el amanecer de un nuevo día de espera.

lunes, 24 de febrero de 2014



Ojalá aparezcas mañana con una sonrisas en la cara, una enorme sonrisa que inunde toda la habitación, que la inunde tanto que no salga ninguno con vida, que tangamos una muerte agridulce bajo el agua que no deje indiferente a nadie. Ojalá sonrías para mi, para que pueda inmortalizar lo que han creado mortal; para que, durante un segundo, vuelva a creer que tengo control sobre los elementos naturales. Ojalá que no llueva mañana, para que esté de mal humor y me lo saques sin que cueste demasiado. Ojalá que ni siquiera esté nublado.
Ojalá que algún día preguntes, para que las mariposas, las orugas y los gusanos de cementerio tengan motivo e explicación. Ojalá que tenga fuerzas para responder, para no enmudecer sin querer. Ojalá que no me confunda(s), y no diga cosas que ni pienso ni creo, pero que suelen escapárseme cuando menos me lo espero. Ojalá no preguntes, porque no sería capaz de imaginar que sucedería después. Porque después del precipicio, no hay nada; o eso nos han contado, porque la tierra no es redonda y porque todos estamos hechos a prueba de balas. Ojalá que salte, ojalá que saltes conmigo. Ojalá que la tierra sea plana, ojalá que saltemos. Ojalá que no caigamos nunca. Ojalá que no haga frío, porque tu chaqueta no llega para los dos, y no me gusta el calor. Déjalo caer, cáete, caigamos, caigo. 
Ojalá que haga calor, ojalá que me gustase. Ojala la playa, ojalá el mar, ojalá las olas rozando mi espalda, ojalá el sal en los ojos. Ojalá dolor de mentira, ojalá mentiras que duelen más de lo que deberían, y sal sobre ellas. Ojalá que escueza. Ojalá que no tuviéramos que marcharnos nunca. Ojalá que no se pegase todo lo malo, ojalá que no fueras arena. Ojalá que yo nunca me hubiera ido, ojalá que nunca me he ido, ojalá que todavía. Ojalá que los recuerdos no se mezclaran con el futuro hipotético, ojalá que aprendiera a diferenciar. Ojalá fuera más ordenada, para separar las cosas según los verbos, no según el tiempo, para no llevarme sorpresas, ni esperar nada de más; para no desilusionarme, para no romperme, porque las espectativas solo traen desgracias. Porque solo sabemos soñar, o es lo que mejor se nos da.
Ojalá domingos de sábanas y café. Ojalá que tuviéramos tiempo, espacio y paciencia. Ojalá que no hubiera espacio, pero ojalá que un poco más. Ojalá me dejes dibujar, ojalá me dejes morder los lápices. Ojalá no te rías cuando pasee por el salón; ojalá tuviera salón. 

Ojalá vinieras, ojalá existieras. Ojalá no te imaginara tanto, ojalá te viese mejor. Ojalá tuya, pero sin etiquetas; ojalá nunca tuya, ojalá solo mía. Ojalá lo suficientemente orgullosa para no arder cada vez que me mencionas. Ojalá el valor necesario para huir, ojalá el coraje para quedarme. Ojalá no pudiera, ojalá desaparecieras. Ojalá no existieras. Ojalá tuvieras sentido, ojalá que no me tenga que contentar con dártelo. Ojalá me dieras tú sentido a mi por las noches, con los ojos cerrados, absolutamente solo, sin nadie más en tu cabeza. Ojalá supiera que puede ser, ojalá fuera. Ojalá no. Ojalá no compartiéramos demasiado, ojalá no te conociera. Ojalá no supieras quien soy, ojalá que nunca hubieras odio hablar de mi. Ojalá pudiera destrozarte, ojalá no me destroces. Ojalá que tropezara contigo, ojalá que nunca hubieras tropezado conmigo. 
Ojalá un aeropuerto. Ojalá miércoles. Ojalá repetir la escena de la estación de autobuses, ojalá que hubieras sido tu el que te quedabas y yo la que llorase. Ojalá que nunca estés ahí. Ojalá no me despidas. Ojalá no me despida. Ojalá no te des cuenta de que no estoy. Ojalá que no me diera cuenta de que estabas. Ojalá no te hubieras quedado a dormir en mi casa. Ojalá no me hubieras hecho el desayuno. Ojalá no hubieras usado mi ducha. Ojalá mis sábanas no olieran a ti. Ojalá hubiera pasado algo. Ojalá que no haya pasado. Ojalá pudiera no pensar en ello. Ojalá no durmieras a cinco metros de mi. Ojalá hubieras sido valiente, ojalá que tuvieramos más confianza de aquellas. 

Ojalá que todo eso sucediera ahora. Ojalá que no hubiera ojalás. Ojalá que pudiera decir todo esto en voz alta sin dudar, sin tener miedo, sin ser cobarde. Ojalá jamás lo haga. Ojalá, porque volvería a suceder lo mismo de siempre. Ojalá la mala semilla desapareciera. Ojalá nunca me hubieran hecho daño. Ojalá no hubiera aprendido a ser una total, sincera y completa hija de puta.