Hace frío; tengo frío. Es un frío interior, desolador, de andar por casa. Un frío incompleto, inconcluente, que mata y revive, que deja marcas y que destruye todo lo que puede, dejándolo todo intacto.Puede que este frío no sea más que una metáfora interna para un sentimiento aún más potente del que podamos pronunciar con palabras mortales; pero no soy buena hablando de sentimiento, cuando no necesito sílabas para ilustrar pensamientos. Artífices de luces falseantes, encantadores de historias con demasiadas sombras, de paradojas imposibles que contar antes de despertarse. Sin motivo, sin preparación y sin libre de instrucciones. Fácil y directo; para todos los públicos. Para mi público. Para mi.
Porque todo se reduce a una señal, a una sensación, a un punzón invisible que crea aquello que podría denominarse homicidio en primer grado. Una posesión ilusa que se engancha, se pierde, se desordena, se confunde en las noches mojadas, tanto por dentro como por fuera. Y si no hay nadie que te sostenga, que te de aliento e impida que te desmorones, fallas. Tus principios desaparecen, y solo quieres dejarte llevar por la ira oculta que grita por emanar. Pero no puedes, porque nunca estás preparada. Nunca es el momento ideal. Lo único que haces es seguir esperando a quien sabe que; a un motivo, a un milagro terrenal. Pero no existen, y te preguntas donde está la razón, el pensamiento que pone en marcha la maquinaria que te está jugando tan malas noches, y tan peores amaneceres. Y es simple. Todo se reduce a lo mismo que siempre; porque el tema de mis discursos es más repetitivo que la tortilla de patatas de mi madre, siempre con demasiada cebolla y muy poca patata. Se reduce a que no has aprendido nada de tus mayores, a que piensas que todo lo que gira a tu al rededor está ahí para verte caer, para reírse cuando hayan acabado de jugar contigo. Porque eso es lo que últimamente están diciendo los enigmas recién resueltos: no hay amistades que valgan más de una semana, ni promesas que se cumplan después de un desplante. Nada que no esté firmado vale nada. Porque las palabras, una vez más, no son más que mentiras.
Podemos esconderlas, torturarlas, retorcerlas, maltrataras, arañarlas, atraparlas, encerrarlas, apalearlas. Jamás se quejarán, porque conseguiremos ponerlas de nuestra parte para nuestro beneficio, y destruir a quien creamos conveniente. Podemos usarlas como veneno final para aquello que nos llevo a lo más oscuro, aquello que consiguió hacerte huir. Porque no has hecho otra cosa en toda tu vida que huir, escapar de una verdad inconclusa que te corroe por dentro día tras día. Y mientras siga allí, va a ser imposible conseguir crear un presente normal, o por lo menos no tan oculto. Porque, con asuntos todavía pisando los talones, no puedes ver con claridad lo que tienes justo en frente: solo puedes continuar haciendo más y más larga tu lista de cosas pendientes.
Y no puedes más, no quieres más. Solo quieres que todo se apague de una vez, que haya un cortocircuito y que el silencio inunde hasta las cavidades más remotas de todo tu ser. Que, por un segundo, parezca que tienes el control, que puedes volver a empezar. Que no hay segundas voces, ni opiniones infundadas. Que se van a molestar en esperar por ti, que va a aparecer algo que te mantenga a flote, que te haga creer que hay algo más que seguir esperando. Porque, a estas alturas, ni quieres ni puedes seguir esperando. Porque la espera te mata, te consume incluso más que las palabras que encierras cada noche en pequeñas cajas de algodones, para que, por lo menos, estén cómodas y murmurantes hasta el amanecer de un nuevo día de espera.

No hay comentarios:
Publicar un comentario