Todos tenemos un vicio insaciable, algo que nos hizo perder la cabeza y el rumbo de la noche a la mañana, haciéndonos adictos de algo que no era del todo sano para nuestra cordura mental. Y como todo, se acaba. Ya puede ser por voluntad propia, por necesidades de la vida o por caprichos del tiempo. Pero llega algún momento que se acaba. Quizás para mejor, aunque en el momento próximo no nos lo parezca. Mi vicio se acabó por manecillas que no se acabaron, porque el AVE aún no llegó a Galicia, por demasiado orgullo, y por el salitre del mar. O quizás porque era lo mejor para mi misma. No lo sé, y creo que nunca lo sabré.
Pero como todo vicio, necesitas tiempo para desintoxicarte. Necesitas pasar todas y cada una de las fases, en orden, sin perderte una sola lección. Y es un camino complicado, tenebroso y que, la mayoría de las veces, tienes que hacerlo solo; porque el alcohol no es el sustitutivo de las anfetaminas, porque un clavo no saca otro clavo.
Es curioso como las casualidades se ríen de ti, como se mofan a cada pequeña oportunidad que tienen. Quien sabe, quizás sea el karma vengándose todo lo que puede y más de esas decisiones que parecen correctas una vez, y de las que te arrepientes mil y una más. Es impresionante como te puede volver a atravesar todo lo que has creído superado en un instante, en medio de una calle desierta, con la brisa del viento, con el murmullo de una canción desde un tejado en el que pega demasiado el sol y poco las facturas. Un corte de respiración agrio, perforador de tardes en calma, de momentos dulces que se escapan en pequeños suspiros, intentando recuperarse del recuerdo. Porque lo que vuelve, no es más que eso: que pequeños fragmentos de momentos felices, que aparecen de la nada cuando no son llamados, pero que, cuando intentas que vuelvan, en las noches en las que necesitas un motivo para sentir que no puedes con el sol de la mañana. Porque, como en cualquier vicio de carretera, necesitas pasar por todas las fases. Aunque lo intentes, todos necesitamos llorar los errores, ahogarlos en ginebra seca, imaginarlos con las manos húmedas, olvidarlos en noches borrosas, y mentir sobre el olvido. Hasta que llegue el día en el que todo, absolutamente todo, ya haya vuelto como recuerdo, y se quede como tal. Como recuerdo, no como esperanza en vano. Porque las segundas oportunidades no existen. Y si lo hacen, no han llegado todavía aquí, donde cuando algo se acaba, es para siempre.
No fui quien de conseguir que se detuviera el tiempo en aquel autobús, en aquellos kilómetros que separaron una decisión firme, un destino agradable, cómodo, fácil y seguro; de un futuro incierto, desconocido y perdido; y sobre todo, terminado y abandonado. No fui quien de hacer que se cumplieran las promesas, de volver demasiado a casa, de permitir que alguien me viniera a buscar al aeropuerto, ni de avisar con suficiente antelación; lo que tiene pensar que eres suficiente por ti sola. No fui quien de tragarme las palabras, el mal estar, el creer que todos tenemos un más mejor esperando detrás de cada oportunidad, en cada ciudad, sin ser marineros, sin ser Calamaro. Y sobre todo, no fui quien de esperar. De aguantar, de reprimirme, de aprender de mis errores, de saber que esta vez, no iba ser yo la que acabase en mal lugar. Aunque eso, de nuevo, vuelve a ser mentira; las decisiones que tomas en un momento, las lamentas el resto.
Porque es el momento; el último paso. O el penúltimo. O el antepenúltimo. Queda perdonar, olvidar y cerrar. Perdonar; perdonarme a mi, pedir perdón. Olvidar; quizás lo más dificil: olvidarte, olvidar lo que hice, olvidarme de todo -de tu sofá, del cuello de tu camisa, de tu manera de dormir, de tu manera de despertar-. Y cerrar. Cerrar con doble punto de cruz, para que nadie lo abra, para que no vuelva en busca de consuelo, cuando no voy a recibir nada más de lo que me merezco. Cerrar para acabar en pie después de cada desplante. Cerrar, sobre todo, para ser capaz de seguir adelante. Cerrar para ser la chica que llevo meses fingiendo ser, y con la que no me siento cómoda siendo, pero la que elegí ser.
Porque, maldita sea, los recuerdos aparecen cuando menos los necesitan, y parecen estar tan cerca; tanto que casi los puedes tocar, que casi puedes conseguir cerrar los ojos durante un instante, y sentirte inundada de lo que tenías entonces. Pero llega un reflejo, un instinto, una voz, que te hace volver a la realidad. A que las manecillas siguen su curso, que los aviones son muy caros, que soy demasiado orgullosa y que, sobre todo, que el 22 de marzo está a la vuelta de la esquina. Y hay heridas que no cierran, y jamás cerraran. Porque cuando te apuñalas a ti mismo, es difícil perdonarse. Porque cuando te cuesta más estar cerca que lejos, y sabes lo que cuesta la distancia, todo es insoportable. Cuando no sabes que hacer para remediarlo, porque no tiene solución. Porque las puertas que se cierran, por suerte o por desgracia, no se pueden volver a abrir. ¿Por suerte? Por desgracia.
¿Mi consejo? Las decisiones importantes tómalas por la tarde; no por la mañana, cuando te despiertas al lado de alguien que parece tener su olor, parece saber, parece mirar como solían, pero no; y no por la noche, cuando tirita el vaso de ginebra en tu mano, demasiado frío como para darte respuestas. ¿Mi consejo? Nunca dejes escapar a nadie que haya hecho tanto por ti, porque, aunque te parezca que no merece la pena, no sabes hasta que punto eres capaz de necesitar un vicio.

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