lunes, 25 de mayo de 2015



La soledad, como todo lo que se consume en exceso, acaba siendo adictiva. Esta es a la conclusión a la que he llegado en noches como las de hoy, en la que me gustaría decir más de lo que soy capaz incluso de llegar a creer que puedo expresar. La soledad es cómoda, es confusa y es absolutamente necesaria para curar heridas de guerras que han pasado hace demasiado tiempo, pero de las que sigo hablando como si fuera un veterano olvidado. Lo mejor de la soledad, es que no está hecha para ser compartida, y que se puede esconder con una facilidad que parece hecha a propósito para que nos aprovechemos de ella los pequeños ilusos que hacemos creer que, de puertas hacia afuera, todo va demasiado bien como para dejar de sonreír en algún momento. Esos mismos pequeños ilusos que luego nos deshacemos por las paredes en cuanto nos quedamos solos, y que rescatamos caricias de lugares en los que no existen; y que nos aferramos a recuerdos confusos como si nos fuera la vida en ello. Y todo ello, porque no somos capaces de salir del circulo vicioso en el que nos consumimos y desnudamos día tras día.
Porque una vez que te acostumbras a la soledad, es muy complicado salir de ella. Quiero pensar que es porque se ha convertido en un secreto tan personal, que la perspectiva de separarnos de ella simplemente es demasiado dolorosa, demasiado imposible, y demasiado irónica, como para ser capaces siquiera de hacer algo más que un leve planteamiento cuando cerramos los ojos en la oscuridad. Nos absorbe, nos consume, nos destroza, y nos vuelve a levantar. Porque fue lo único que quedó cuando destruimos por nosotros mismos todo aquello que nos sostenía, por la necesidad de huir para volver a comenzar en un sitio donde ni siquiera conozca nuestro nombre, y mucho menos las historias y los demonios que circulan con nosotros. En soledad, todo esto, todas las voces, todos los golpes y todo aquello que nos hace más pequeños; todo, absolutamente todo ello, no es comparable con la inmensidad de sentirte libre. Porque la soledad, sin ir más lejos, es lo más parecido a una libertad utópica e irreal que podemos llegar a alcanzar como seres humanos. 

Pero, como todo, hay momentos que este estado anímico intertemporal que se establece para rescatarnos cuando no queda nada más, nos despierta dudas. Sobre todo, cuando por el motivo que sea se nos recuerda todo aquello que podríamos llegar a alcanzar si nos abriéramos un poco, si volviéramos a salir, si volviéramos a arriesgar. No creo que esté preparada. No sé si alguna vez lo volveré a estar. Porque yo ya no arriesgo, yo ya ni siquiera juego. Porque esta paz, aunque sea monótona, pesada, y desesperante alguna que otra vez; es mucho mejor que todo el cataclismo que se desata cada vez que quiero dar un paso fuera de la zona de delimitada. Quizás es porque no entiendo las reglas de lo que sucede allá fuera, o porque ya he gastado todas las oportunidades que se me habían otorgado; o, simplemente, que no estoy hecha para ese mundo. Y que he crecido pensando que podría. Y no.
Lo he dicho muchas veces. Algunos nacemos rotos, con la melancolía a flor de piel, y un grito en el pecho que no se acalla nunca. Algunos hemos sido creados para ser grises, para ser sombras, y para esconder todo eso por miedo a lo que sea que pueda llegar a suceder. Y yo, en los últimos dos años, he comenzado a aceptar que esto va a seguir así para siempre; y este último año he descubierto que no todo el mundo entiende la vida de la misma manera. No es una depresión, un principio de pensamientos suicidas que acaben con más destrozos de los que ya ocasiono por mi misma; simplemente, soy un fracaso como ser humano. No soy feliz, y no recuerdo haberlo sido nunca; he vivido momentos de felicidad, pero compartida con gente feliz, que dejaban que me empapara por momentos de aquello que emanan. Y, como recompensa, ten por seguro que en algún momento les hice daño. No, no soy feliz, pero tampoco soy triste. No soy absolutamente nada. Cuando se supone que, como ser pensante, andante y pluripotente, a estas alturas de mi existencia ya debería tener más o menos claro el esbozo de lo que todo esto significa. Y no tengo nada más que palabras vacías, un brillo en los ojos que pide socorro a gritos y que más de uno lo ha confundido, y una picardia y dominio de la retórica que se ha ido perdiendo con los años. Porque aquello de ser la chica segura, que irradia fuerza, valor y decisión, no es más que un espejo en el que he intentado reflejar desde el momento en el todo aquello que me rodeaba comenzó a decidir que es lo que estaba políticamente bien visto, y lo que no. Y cuando alguien comenzó a decir que yo no había "vivido una infancia feliz", y que era una pena; porque hay trenes que solo pasan una vez. Gracias, mamá.

No es que me queje. No me va mal. Tampoco me va bien; simplemente, no me va, como todo en mi vida. Pero es lo que hay, y no tengo que hacerle. Algunos, nacemos rotos; otros, lo que tienen suerte, se recomponen a lo largo de los años. Mientras, el resto seguimos destrozándonos, rompiéndonos en fragmentos cada vez más pequeños, hasta que llegue el día en el que desaparezcamos. Y no es una visión pesimista de la vida. Tómatelo como mi filosofía existencialista de los lunes, cuando estoy sola, y me gustaría que alguien más estuviera aquí, aunque no pasara nada más allá que unas miradas al otro lado de latas de cerveza barata y caliente con vodka barato y caliente.
Pero, para ello, hay que abandonar la soledad, el silencio, y la tranquilidad. Para ello, hay demasiadas barreras que abrir, demasiados riesgos que asumir, y demasiado poco tiempo para todo eso. Y no me veo con fuerzas, ni con decisión, ni con nada. Tampoco es que me apetezca; y no sé en que momento aquello que hacía mes tras mes, con una facilidad que podría decirse innata, se ha convertido en una carga. Quizás desde que me rompí estrepitósamente la última vez, o desde que comprendí (demasiado tarde) que todo lo bueno que hay en esta vida se acaba. Ya sean las relaciones, el sexo, o los abuelos. La familia, o los veranos de susurros en la espalda. 

Pero no estoy preparada. Es más, creo que nunca he estado menos preparada. Nunca he tenido tanto miedo, ni he sido tan frágil. Nunca he sido tan incapaz de controlar ni de saber que es lo que me está pasando. No es que sea un monstruo, pero sé que en cuanto toque algo, se va a volver a deshacer. Miento; me voy a volver a deshacer. Y no puedo volver a enfrentarme a ello ahora. Ni física, ni mentalmente. Me he destrozado. He llegado a mi límite. Y no estoy en posición de poder decir que ahora solo me queda volver a levantarme; porque eso es mentira. Ahora, de momento, y no sé durante cuanto más tiempo, lo que me queda es acurrucarme en el suelo, esperar que no se escuchen demasiado las lágrimas contra el suelo, y desear no estar tan desnuda contra el pavimento frío.
No sé como salir de este bucle que se repite sin cesar en medio de la nada. No sé como volver a sentir algo, y no quiero realmente volver a hacerlo. Lo que realmente quiero es volver atrás, volver a cuando todo era fácil, y cuando no atravesaba cada maldito segundo como si fueran espadas. Cuando los grandes problemas se resolvían con simples sonrisas, y no buscando cierre a la distancia, después de demasiado poco tiempo para despedirse. Porque creedme que no hay nada más duro que crecer, y nada peor que tener que madurar fuera de casa. 
Porque huir no es fácil, y que se pudra quien me vuelva a decir que es de cobardes. Hay que tener cojones, y tenerlos bien puestos. Porque puede que haya sido la peor decisión que he tomado en mi vida en muchos aspectos, pero ha sido la más valiente. Y por la que sigo pagando factura día tras día, haciéndose el peso cada vez más grande.

lunes, 18 de mayo de 2015



¿Por qué, cuando nos sentimos a gusto en una situación, o con una persona, en un momento dado, tenemos es necesidad de expresarlo, aunque no sea necesario y esté totalmente fuera de lugar? Llámalo alergia a los grandes momentos románticos merecedores de cartel de película, pero ese mundo no está hecho para mí. No digo que sea algo imposible que me acabe encandilando de esas ñoñerías y pasteladas que me acabarán produciendo una diabetes, pero por ahora no surgen el efecto que se supone.

Me considero alguien de amor duro; que lo aprecia, lo respeta y espera encontrar a la persona que también sepa vivir con ello sin dolor. Así que si estoy en un momento que debería dar de si algo más, o eso es lo que espera la sociedad; soy de las que lo deja marchar por donde ha venido. Y no va a mirar atrás. Eso sí, en cuanto pretendas que lo quiera apreciar, lo voy a machacar. Así que si te estoy llamando "cabrón" justo antes de que te inclines para besarme, no es porque en verdad lo piense; es porque la tontería consumista del momento me estaba desgarrando las entrañas. Bueno, en el fondo si que lo pienso un poco. Eres un poco cabrón, y lo sabes; así que dejemos de hacernos los ofendidos, porque ambos hemos estado ahí. Y en el fondo, no somos tan diferentes. Hemos crecido con unos valores parecidos, hemos querido aparentar más de lo que somos, y somos unos verdaderos hijos de puta. La diferencia es que yo he dejado de aparentar hace tiempo, y que solo hago daño antes de ser herida en determinados momentos, como cuando pretenden que me desvanezca y deje caer esa capa de arrogancia mezclada con orgullo que llevo por bandera. 
Pero, en el fondo, no somos tan diferentes. 
Y lo que, por lo que conozco o creo conocer o recordar, tu también eres una de esas almas rotas que vaga por las noches recogiendo pedazos, rememorando glorias perdidas, y seres queridos. Tu también pides, aunque sea con ojos llorosos que nadie puede ver en los momento en los que la debilidad está tan a flor de piel que hasta se puede oler, poder dormir con alguien al lado. Aunque por el día digamos que lo odiamos. Porque, por lo menos yo, echo de menos el sentir calor en mi espalda cuando no puedo más conmigo misma, pies fríos y respiraciones entrecortadas. Porque esa, sin duda, siempre será, y siempre ha sido -aunque no siempre lo admita- mi pequeño capricho y mi pequeña debilidad secreta. 
Y lo peor, o puede que lo mejor, es que no es la primera vez que dejo que conozcas esa faceta de mí. Lo que pasa es que, casi dos años después, tenemos la madurez o la fuerza de voluntad de admitir todo lo que está pasando. Admitiéndolo a medias, claro, porque jamás acabaremos de sacar todas las capas, por siempre dejar una pequeña pizca de integridad y de misterio para nosotros mismo. Y puede que hagamos eso porque, en el fondo, tenemos miedo de que la realidad sea demasiado devastadora como para querer tocar fondo con nosotros. Pero, eh, yo lo entiendo. Yo tampoco querría eso para mí, pudiendo tener la tranquilidad. Porque, ¿quién querría un huracán pudiendo tumbarse en la playa una mañana de verano sin viento? Porque lo fácil es cómodo, y lo terrible, desordenado y caótico no siempre es entendido como una virtud. Porque tampoco lo es, pero no está tan mal. Pero hay que aprender a vivir con ello, y si alguien va a hacerlo, debe atenerse a las consecuencias, sin la garantía de que el beneficio acabe mereciendo la pena.

Pero, por lo menos, esta vez casi vamos de frente, con casi toda la verdad por delante, y sin casi pelos en la lengua. Que no es mucho, pero puede que acabe siendo un paso. Aunque nadie lo entienda, y aunque solo nosotros, por ahora y esperando que así sea, lo compartamos.

martes, 12 de mayo de 2015



Puede ser que lo que me mata, más que protegerme, sea la capa de orgullo con la que me cubro día sí, día también. Y también puede ser que todo fuera más fácil si me deshiciera de ella. La verdad, no recuerdo la última vez que no dejé que el orgullo se interpusiera entre todo aquello que me rodea. La verdad, no creo que quiera volver a hacerlo.
El problema -si tengo que llamarlo de alguna manera, porque para mí nunca ha supuesto nada malo- es que es una barrera que me aleja del resto. Algo así como el último muro a saltar antes de dejar entrever todo aquello que puedo llegar a ser. No sé si es una manera de ser, o algo que he ido creado año tras año y, sobre todo, golpe tras golpe; pero es algo que lleva conmigo demasiado tiempo, y me ha regalado demasiados momentos buenos como para querer cambiarlo. 

No me considero una chica complicada. No necesito atención o muestras de cariño constantes, ni conversaciones que duran eternidades, ni actos heroicos que hagan que se me caigan las bragas. Y antes, si que lo necesitaba. Puede que haya crecido, madurado, y aprendido por mi misma, como todo el mundo debería de hacer en algún punto de su vida; y me he dado cuenta de que convivir conmigo misma es muy fácil, y me da muy pocos problemas. ¿Para qué cambiarlo? Tengo cuanto necesito, y soy feliz con ello; y, cuando necesito algo más, algo que no puedo darme a mi misma, soy muy capaz para poder buscarlo por mi cuenta. Y no veo cual es el gran drama, para que todo el mundo diga que necesito cambiar; no entiendo que tiene esto de malo. A mi modo de ver, mi manera de vivir y de entender las relaciones, con veinte años, es todo lo que se puede esperar de alguien como yo: no hay ataduras, no dejes que nadie se quede el tiempo suficiente como para ver más allá del torbellino que se genera cada vez que entras en algún sitio y, si el susodicho no se va, recoge tus cosas y vete, aunque estés en tu propia casa. Lo justo y necesario; porque tener de más ya resulta pecar de avaricia, y a mi ya me llega con la lujuria y la gula. 
Y creo, y corrígeme y me equivoco, que tu eres de los míos. De los que revolucionan y luego se van de puntillas. De los que son más de compartir una cerveza y buena conversación después de un polvo, que de acurrucarse para ver salir el sol. De los que no les importa hacer el ridículo, ensuciarse las manos, y de sacar el orgullo cuando no es necesario. Y puede que sea el orgullo lo que nos acabe matando; porque tengo claro que es el orgullo lo que siempre me acaba matando a mí. Pero créeme que no me importaría volver atrás, y repetir todo el aquel día, de principio a fin. Porque en ese momento, realmente fui yo; auténtica, y sin más. Con orgullo, eso sí, porque ese debe de ser la única cosa de la que no nos deshicimos aquel día, ni tu, ni yo. Porque yo no considero que sea un chica más, de las que se escriben libros y canciones; a mi lo único que me escribirían sería una orden de búsqueda y captura, por esa pequeña tendencia que tengo a huir y desaparecer en cuanto algo parece demasiado bueno como para ser real.

Pero vivo bien con ello, de verdad, y no entiendo como a todo el mundo le parece costar tanto creerlo. Tíldame de superficial, o de darle poca importancia o valor a las cosas, pero es lo que hay. No necesito mucho para ser feliz, y lo puedo conseguir por mi misma: una cama, café, buena compañía, cerveza, ron, música, y algo para escribir. Con esto, tengo la vida resulta. El resto, son pequeños caprichos que me doy de cuando en cuando, y que quizás podría darme todos los días. Pero soy así, y puedes llamarme independiente, o que no he tenido demasiada suerte en algunos aspectos. Pero juro, y prejuro, que soy feliz con lo que tengo, y no es que me encapriche en decirlo. Porque, por una vez, creo que realmente lo soy, y no hay que darle mayor vuelta de rosca; y eso que este está siendo el año en el que más lloro, en el que más me han visto llorar, y en el que menos me he abierto a otras personas. 
Reflexionando en ello, puede que tenga miedo. No te digo que ese no sea el motivo de que sea incapaz de dar pasos más allá de mi zona de confort; y si realmente lo tengo, no me voy a avergonzar. Es totalmente normal, un mecanismo de supervivencia más: me he hecho daño, he pasado por ello sola, y me he curado las heridas y los destrozos como he podido. Y realmente no quiero volver allí. Así que la excusa de que no quiero volver a hacerme daño es totalmente válida, pero no se durante cuanto tiempo la puedo seguir manteniendo. Porque cierto es que llega el punto en el que todos necesitamos algo más allá de historias de una noche, y no todos estamos preparados para seguir adelante. No, no te asustes, porque hace ya un par de párrafos que he dejado de hablar de ti -y por ti puede ser alguien en concreto o cualquier en general, porque ahora mismo no sé nada más allá de mi misma-. Es algo egoísta, pero supongo que es un proceso totalmente necesario. Ya no echo de menos lo que llegué a tener en su momento, pero tampoco me veo con fuerzas para volver a ese punto con alguien.
Y sí, es miedo. Miedo puro y quizás un poco irracional.