La soledad, como todo lo que se consume en exceso, acaba siendo adictiva. Esta es a la conclusión a la que he llegado en noches como las de hoy, en la que me gustaría decir más de lo que soy capaz incluso de llegar a creer que puedo expresar. La soledad es cómoda, es confusa y es absolutamente necesaria para curar heridas de guerras que han pasado hace demasiado tiempo, pero de las que sigo hablando como si fuera un veterano olvidado. Lo mejor de la soledad, es que no está hecha para ser compartida, y que se puede esconder con una facilidad que parece hecha a propósito para que nos aprovechemos de ella los pequeños ilusos que hacemos creer que, de puertas hacia afuera, todo va demasiado bien como para dejar de sonreír en algún momento. Esos mismos pequeños ilusos que luego nos deshacemos por las paredes en cuanto nos quedamos solos, y que rescatamos caricias de lugares en los que no existen; y que nos aferramos a recuerdos confusos como si nos fuera la vida en ello. Y todo ello, porque no somos capaces de salir del circulo vicioso en el que nos consumimos y desnudamos día tras día.
Porque una vez que te acostumbras a la soledad, es muy complicado salir de ella. Quiero pensar que es porque se ha convertido en un secreto tan personal, que la perspectiva de separarnos de ella simplemente es demasiado dolorosa, demasiado imposible, y demasiado irónica, como para ser capaces siquiera de hacer algo más que un leve planteamiento cuando cerramos los ojos en la oscuridad. Nos absorbe, nos consume, nos destroza, y nos vuelve a levantar. Porque fue lo único que quedó cuando destruimos por nosotros mismos todo aquello que nos sostenía, por la necesidad de huir para volver a comenzar en un sitio donde ni siquiera conozca nuestro nombre, y mucho menos las historias y los demonios que circulan con nosotros. En soledad, todo esto, todas las voces, todos los golpes y todo aquello que nos hace más pequeños; todo, absolutamente todo ello, no es comparable con la inmensidad de sentirte libre. Porque la soledad, sin ir más lejos, es lo más parecido a una libertad utópica e irreal que podemos llegar a alcanzar como seres humanos.
Pero, como todo, hay momentos que este estado anímico intertemporal que se establece para rescatarnos cuando no queda nada más, nos despierta dudas. Sobre todo, cuando por el motivo que sea se nos recuerda todo aquello que podríamos llegar a alcanzar si nos abriéramos un poco, si volviéramos a salir, si volviéramos a arriesgar. No creo que esté preparada. No sé si alguna vez lo volveré a estar. Porque yo ya no arriesgo, yo ya ni siquiera juego. Porque esta paz, aunque sea monótona, pesada, y desesperante alguna que otra vez; es mucho mejor que todo el cataclismo que se desata cada vez que quiero dar un paso fuera de la zona de delimitada. Quizás es porque no entiendo las reglas de lo que sucede allá fuera, o porque ya he gastado todas las oportunidades que se me habían otorgado; o, simplemente, que no estoy hecha para ese mundo. Y que he crecido pensando que podría. Y no.
Lo he dicho muchas veces. Algunos nacemos rotos, con la melancolía a flor de piel, y un grito en el pecho que no se acalla nunca. Algunos hemos sido creados para ser grises, para ser sombras, y para esconder todo eso por miedo a lo que sea que pueda llegar a suceder. Y yo, en los últimos dos años, he comenzado a aceptar que esto va a seguir así para siempre; y este último año he descubierto que no todo el mundo entiende la vida de la misma manera. No es una depresión, un principio de pensamientos suicidas que acaben con más destrozos de los que ya ocasiono por mi misma; simplemente, soy un fracaso como ser humano. No soy feliz, y no recuerdo haberlo sido nunca; he vivido momentos de felicidad, pero compartida con gente feliz, que dejaban que me empapara por momentos de aquello que emanan. Y, como recompensa, ten por seguro que en algún momento les hice daño. No, no soy feliz, pero tampoco soy triste. No soy absolutamente nada. Cuando se supone que, como ser pensante, andante y pluripotente, a estas alturas de mi existencia ya debería tener más o menos claro el esbozo de lo que todo esto significa. Y no tengo nada más que palabras vacías, un brillo en los ojos que pide socorro a gritos y que más de uno lo ha confundido, y una picardia y dominio de la retórica que se ha ido perdiendo con los años. Porque aquello de ser la chica segura, que irradia fuerza, valor y decisión, no es más que un espejo en el que he intentado reflejar desde el momento en el todo aquello que me rodeaba comenzó a decidir que es lo que estaba políticamente bien visto, y lo que no. Y cuando alguien comenzó a decir que yo no había "vivido una infancia feliz", y que era una pena; porque hay trenes que solo pasan una vez. Gracias, mamá.
No es que me queje. No me va mal. Tampoco me va bien; simplemente, no me va, como todo en mi vida. Pero es lo que hay, y no tengo que hacerle. Algunos, nacemos rotos; otros, lo que tienen suerte, se recomponen a lo largo de los años. Mientras, el resto seguimos destrozándonos, rompiéndonos en fragmentos cada vez más pequeños, hasta que llegue el día en el que desaparezcamos. Y no es una visión pesimista de la vida. Tómatelo como mi filosofía existencialista de los lunes, cuando estoy sola, y me gustaría que alguien más estuviera aquí, aunque no pasara nada más allá que unas miradas al otro lado de latas de cerveza barata y caliente con vodka barato y caliente.
Pero, para ello, hay que abandonar la soledad, el silencio, y la tranquilidad. Para ello, hay demasiadas barreras que abrir, demasiados riesgos que asumir, y demasiado poco tiempo para todo eso. Y no me veo con fuerzas, ni con decisión, ni con nada. Tampoco es que me apetezca; y no sé en que momento aquello que hacía mes tras mes, con una facilidad que podría decirse innata, se ha convertido en una carga. Quizás desde que me rompí estrepitósamente la última vez, o desde que comprendí (demasiado tarde) que todo lo bueno que hay en esta vida se acaba. Ya sean las relaciones, el sexo, o los abuelos. La familia, o los veranos de susurros en la espalda.
Pero no estoy preparada. Es más, creo que nunca he estado menos preparada. Nunca he tenido tanto miedo, ni he sido tan frágil. Nunca he sido tan incapaz de controlar ni de saber que es lo que me está pasando. No es que sea un monstruo, pero sé que en cuanto toque algo, se va a volver a deshacer. Miento; me voy a volver a deshacer. Y no puedo volver a enfrentarme a ello ahora. Ni física, ni mentalmente. Me he destrozado. He llegado a mi límite. Y no estoy en posición de poder decir que ahora solo me queda volver a levantarme; porque eso es mentira. Ahora, de momento, y no sé durante cuanto más tiempo, lo que me queda es acurrucarme en el suelo, esperar que no se escuchen demasiado las lágrimas contra el suelo, y desear no estar tan desnuda contra el pavimento frío.
No sé como salir de este bucle que se repite sin cesar en medio de la nada. No sé como volver a sentir algo, y no quiero realmente volver a hacerlo. Lo que realmente quiero es volver atrás, volver a cuando todo era fácil, y cuando no atravesaba cada maldito segundo como si fueran espadas. Cuando los grandes problemas se resolvían con simples sonrisas, y no buscando cierre a la distancia, después de demasiado poco tiempo para despedirse. Porque creedme que no hay nada más duro que crecer, y nada peor que tener que madurar fuera de casa.
Porque huir no es fácil, y que se pudra quien me vuelva a decir que es de cobardes. Hay que tener cojones, y tenerlos bien puestos. Porque puede que haya sido la peor decisión que he tomado en mi vida en muchos aspectos, pero ha sido la más valiente. Y por la que sigo pagando factura día tras día, haciéndose el peso cada vez más grande.