Puede ser que lo que me mata, más que protegerme, sea la capa de orgullo con la que me cubro día sí, día también. Y también puede ser que todo fuera más fácil si me deshiciera de ella. La verdad, no recuerdo la última vez que no dejé que el orgullo se interpusiera entre todo aquello que me rodea. La verdad, no creo que quiera volver a hacerlo.
El problema -si tengo que llamarlo de alguna manera, porque para mí nunca ha supuesto nada malo- es que es una barrera que me aleja del resto. Algo así como el último muro a saltar antes de dejar entrever todo aquello que puedo llegar a ser. No sé si es una manera de ser, o algo que he ido creado año tras año y, sobre todo, golpe tras golpe; pero es algo que lleva conmigo demasiado tiempo, y me ha regalado demasiados momentos buenos como para querer cambiarlo.
No me considero una chica complicada. No necesito atención o muestras de cariño constantes, ni conversaciones que duran eternidades, ni actos heroicos que hagan que se me caigan las bragas. Y antes, si que lo necesitaba. Puede que haya crecido, madurado, y aprendido por mi misma, como todo el mundo debería de hacer en algún punto de su vida; y me he dado cuenta de que convivir conmigo misma es muy fácil, y me da muy pocos problemas. ¿Para qué cambiarlo? Tengo cuanto necesito, y soy feliz con ello; y, cuando necesito algo más, algo que no puedo darme a mi misma, soy muy capaz para poder buscarlo por mi cuenta. Y no veo cual es el gran drama, para que todo el mundo diga que necesito cambiar; no entiendo que tiene esto de malo. A mi modo de ver, mi manera de vivir y de entender las relaciones, con veinte años, es todo lo que se puede esperar de alguien como yo: no hay ataduras, no dejes que nadie se quede el tiempo suficiente como para ver más allá del torbellino que se genera cada vez que entras en algún sitio y, si el susodicho no se va, recoge tus cosas y vete, aunque estés en tu propia casa. Lo justo y necesario; porque tener de más ya resulta pecar de avaricia, y a mi ya me llega con la lujuria y la gula.
Y creo, y corrígeme y me equivoco, que tu eres de los míos. De los que revolucionan y luego se van de puntillas. De los que son más de compartir una cerveza y buena conversación después de un polvo, que de acurrucarse para ver salir el sol. De los que no les importa hacer el ridículo, ensuciarse las manos, y de sacar el orgullo cuando no es necesario. Y puede que sea el orgullo lo que nos acabe matando; porque tengo claro que es el orgullo lo que siempre me acaba matando a mí. Pero créeme que no me importaría volver atrás, y repetir todo el aquel día, de principio a fin. Porque en ese momento, realmente fui yo; auténtica, y sin más. Con orgullo, eso sí, porque ese debe de ser la única cosa de la que no nos deshicimos aquel día, ni tu, ni yo. Porque yo no considero que sea un chica más, de las que se escriben libros y canciones; a mi lo único que me escribirían sería una orden de búsqueda y captura, por esa pequeña tendencia que tengo a huir y desaparecer en cuanto algo parece demasiado bueno como para ser real.
Pero vivo bien con ello, de verdad, y no entiendo como a todo el mundo le parece costar tanto creerlo. Tíldame de superficial, o de darle poca importancia o valor a las cosas, pero es lo que hay. No necesito mucho para ser feliz, y lo puedo conseguir por mi misma: una cama, café, buena compañía, cerveza, ron, música, y algo para escribir. Con esto, tengo la vida resulta. El resto, son pequeños caprichos que me doy de cuando en cuando, y que quizás podría darme todos los días. Pero soy así, y puedes llamarme independiente, o que no he tenido demasiada suerte en algunos aspectos. Pero juro, y prejuro, que soy feliz con lo que tengo, y no es que me encapriche en decirlo. Porque, por una vez, creo que realmente lo soy, y no hay que darle mayor vuelta de rosca; y eso que este está siendo el año en el que más lloro, en el que más me han visto llorar, y en el que menos me he abierto a otras personas.
Reflexionando en ello, puede que tenga miedo. No te digo que ese no sea el motivo de que sea incapaz de dar pasos más allá de mi zona de confort; y si realmente lo tengo, no me voy a avergonzar. Es totalmente normal, un mecanismo de supervivencia más: me he hecho daño, he pasado por ello sola, y me he curado las heridas y los destrozos como he podido. Y realmente no quiero volver allí. Así que la excusa de que no quiero volver a hacerme daño es totalmente válida, pero no se durante cuanto tiempo la puedo seguir manteniendo. Porque cierto es que llega el punto en el que todos necesitamos algo más allá de historias de una noche, y no todos estamos preparados para seguir adelante. No, no te asustes, porque hace ya un par de párrafos que he dejado de hablar de ti -y por ti puede ser alguien en concreto o cualquier en general, porque ahora mismo no sé nada más allá de mi misma-. Es algo egoísta, pero supongo que es un proceso totalmente necesario. Ya no echo de menos lo que llegué a tener en su momento, pero tampoco me veo con fuerzas para volver a ese punto con alguien.
Y sí, es miedo. Miedo puro y quizás un poco irracional.

No hay comentarios:
Publicar un comentario