domingo, 10 de junio de 2018


A veces, los estereotipos me pueden. Me juegan malas pasadas, me revuelven las tripas hasta que son capaces de poner mi mundo del revés, hasta que convierten mi respiración en jadeos y los pensamientos tranquilos en dardos envenenados. Más de lo que deberían, más de lo que estoy acostumbrada a permitirles, más de lo que soy capaz de asumirlos y gestionarlos. Y esto está sucediendo bastante a menudo últimamente, y no entiendo el por qué.
Desde hace una temporada, tengo la sensación de que me he vuelto más blanda, más transparente, más ligera, más insegura. Que he abandonado del todo la muralla en la que me refugiaba hace años, y tras la que era tan feliz, y estaba tan protegida y segura conmigo misma. Ahora, que me expongo del todo y soy reversible y transpirable, estoy aprendiendo muchas cosas, y estoy absorbiendo muchas cosas. Y casi todo es positivo, sin duda; pero luego llegan estos momentos en los que me consumo y me revuelco en mis propias cecinas, y no es por hacerme ningún bien. No es tocar fondo para aprender del golpe, sino que me adapto a estar ahí abajo, a susurrar, a creerme lo que veo sin cuestionarlo, a ser inocente. Y este mundo no está hecho para la gente inocente. Porque, a cada día que pasa, veo una cara peor a la de ayer, y hace ya meses que no soy capaz de enfrentarme a ella.

Un ejemplo, es la cantidad de veces que lloro al día. Lloro por todo, tanto de felicidad como de dolor interior. Y lloro a mares, sin consuelo ni tregua. Me deshago en mil pedazos, de ahogo en sentimientos y por mis ojos se expresa todo ese mundo interior. Y no me gusta, no quiero dar siempre mi cara más vulnerable, cuando en el fondo he sido fuerte, tremenda, enorme en cuanto a reveses del viento. Y ahora me mecen, juegan conmigo y hacen de mi lo que sea. Y no quiero que esto siga siendo así. Quiero volver a llorar cuando sea necesario, no a la mínima que experimento cualquier tipo de sentimiento. Lo dicho, me he vuelto blanda y reversible, transparente, liviana, y pequeña. 
Pero volviendo a lo que venía. Ha habido un comentario, que ni siquiera iba dirigido a mi persona, pero me incumbía. Y se paralizó el mundo, y el metro arrancó dejándome en las vías. Y en mi cabeza, pequeño ente que no descansa incluso cuando el resto de mi ser no puede ni dar un paso más, aquello se magnificó. Se convirtió en un monstruo feroz, un ser que se escondía en los recovecos de mi persona y que aprovechó ese momento en el que me quedé sin respiración para nutrirse y emerger con toda su fuerza. Y destruir los tabiques sobre lo que se sustenta mi seguridad, mi autoestima, y mi amor propio. De un plumazo. Y volví, sin querer, a tener quince años, a mirarme en el espejo y no ver a quien soy, sino a lo que ese monstruo deseaba que fuera para seguir alimentándose del odio. Por un comentario. Por cinco palabras vacías en mitad de una conversación sin sentido. Y estallé en llanto, en miseria, en dolor profundo y arraigado desde las vértebras. Sin razón ni porqué, simplemente porque ya no soy capaz de gestionar quien soy, ni lo que proyecto sobre mis hombros.

Y esto tiene que parar, porque esto es la cara mala de todo el proceso de deconstrucción para construir. Que cambio, que los básicos que radican en mi manera de ser mutan, se adaptan a las circunstancias, se esclavizan ante otras cosas que considero más prioritarias, dejando de lado las raíces. Y, de tanto descuidarlas, se han comenzado a podrir, sin darme cuenta o sin querer percatarme. Que no es culpa únicamente de la sociedad, del mundo, del ser humano, o de las palabras; que la culpa es mía, por haber intentado seguir con este cambio hacia mejor sin preocuparme por reciclar y conservar lo que me hace fuerte, lo que me da esperanzas y lo que me hace seguir siendo quien me gustaría ser. Porque la realidad es esa: he crecido y he mejorado dejando de lado todo lo que había crecido, aprendido y mejorado desde que comencé a tener razón de ser.
Tengo un grave problema de gestión de emociones. Y cada día soy más consciente de ello. Y sé perfectamente que es debido a que hasta ahora, no había nada que gestionar. Las circunstancias sucedían, las dejaba pasar y las archivaba sin ni siquiera mirarlas o prestarles atención. Eran pedazos de mi vida que únicamente servían para evocar las noches tristes en las que me encontraba a mí misma escondida bajo las sábanas sollozando porque la mochila de explosivos por fin había detonado. Y esto ocurría una o dos veces al año, y a la mañana siguiente me lavaba la cara y no se volvía a hablar de lo que había ocurrido la noche anterior. Porque no había nada que aclararme a mí misma; el vendaval ya había terminado, y era un día nuevo.
Pero ahora, me he acostumbrado o mal acostumbrado a analizar lo que siento, a dejar que me invada y me arrastre; a entregarme a mis sentimientos sin importar en que orilla me dejen. Y esto es maravilloso en ciertos escenarios, pero no siempre. 

No sé qué es lo que tengo que hacer para solventar esta situación. Porque respirar y analizarlo tranquilamente una vez que ya haya pasado no sirve, como estoy haciendo ahora. Porque intentar controlarlo en el momento, en mitad de la enajenación, tampoco es una opción, ya que se me antoja del todo imposible. Supongo que lo suyo sería ser capaz de cortar el brote de raíz, arrancarlo en cuanto comienza a florecer, como hacía antes; pero en vez de arrojarlo a mi cajón oscuro particular, debería ser capaz de sacarlo una vez las aguas estén más calmadas, analizar todos sus ángulos y sus vértices, y tomar después la decisión de entregarme al mar, o seguir en la orilla sin mojarme los bajos del pantalón. Pero no me creo capaz, visto lo visto, de poder hacer eso. Porque, ya que no tengo las piernas poderosas que tenía antaño, mi mente es aquello que conduce mis pasos. Y le he dado mucho poder, y me controla por completo hasta el punto de que se ha vuelvo irracional e improductiva. Únicamente siente, cuando no es su función, o al menos no debería serlo para mí. Y echo de menos cuando era fría, útil y calculadora; cuando mi yo del pasado sabía que era lo que iba a pasar, como iba a reaccionar, antes incluso de que sucediera lo que tenía que pasar. 

Así que la lucha puede que siga siendo conmigo misma, en vez de querer que sea contra la sociedad. Porque la sociedad puede conmigo, y me alimento de ella, y eso repercute en cómo me siento, en como respiro, y en como reacciono ante mis días. El enemigo duerme conmigo sobre la misma almohada, y él no duerme. Tengo que ser capaz de volver a controlarme, de volver a levantar un muro preventivo, semi-permeable, pero seguro. Cimientos sólidos para una vida tranquila, y que las riadas no puedan con ellos. O un vaso de agua volcado. O las lágrimas que desbordo, como mínimo, dos veces al día.