jueves, 20 de marzo de 2014



El problema es cuando no sustentamos de viejas emociones, como un barco de vapor, que pretende vencer a la corriente con una triste soga raída,en medio de lujosos yates de última adquisición. El pasado es mejor dejarlo tranquilo, encerrado en cajas precintadas con doble capa de cinta aislante -no vaya a ser que le de por salir a dar un paseo por ahí, y se nos caigan todos los buenos propósitos-. Pero hay días, o semanas, con fechas para recordar. No por que quieras, si no porque algo dentro de ti te dice que es lo correcto, o simplemente porque, por mucho que digas lo contrario, por mucho que creas que es así, no lo has superado del todo. Porque hay heridas que han nacido para quedarse, y la cicatriz es peor que el corte. 
No hay manera de sanarse, y siempre recordaras con sonrisa amarga pequeñas cosas, detalles, momentos, capaces de hacernos volver, por un segundo. Como cuando nos despertamos en mitad de la noche sin tener muy claro donde estamos, y de quien es la espalda blanquecina salpicada de lunares que tenemos a nuestro lado. Y de repente, nos damos cuenta de que estamos en un oasis imposible, que hace más de seis meses que ha desaparecido; y que, cuando este desaparece, no vuelve. Porque las segundas partes nunca son buenas -reconozcamos que las segunda parte de nuestra película favorita solo la hemos visto porque estamos total y perdidamente enamoradas del actor protagonista, pero que seguimos pensando que se han cargado la saga con esa secuela-. 

Podemos fantasear sobre una segunda oportunidad. Lo que diríamos, lo que cambiaríamos, que haríamos para no volver a acabar en el pozo en el que terminó todo aquello que prometimos no acabar. Fantasear está bien; hasta que llegan los fantasmas del pasado para atormentarnos un poco más en esas noches en las que, en la barra grasienta de un bar de cualquier esquina, te planteas la posibilidad de ahogarte en un vaso de ron. Luego te das cuenta de que eso es físicamente imposible, y empiezas a calcular cuantas botellas necesitarías para llenar una piscina lo suficientemente grande para poder sumergirte con un peso enganchado a las piernas. Así, en medio de sumas y reglas de tres, los fantasmas cuentan las que te llevas, para no malgastar ni una gota. Y te das cuenta de que todavía estás tocando fondo, y que estás muy lejos de llegar del todo. Porque has estado sumida en un pequeño paraíso forzado, obviando lo de dentro; para no sufrir, para intentar disfrutar todo lo bueno que te está sucediendo. Claro, sacando lo malo, es normal que creamos que estamos viviendo algo bueno.
Pero podríamos estar en medio de algo mejor; algo único, algo como lo que vivieron tus padres en su momento. Porque la historia, como dice mi buena madre, se repite. El problema es cuando tus -fallidas- decisiones cambian por completo el transcurso de lo que debería ser una historia digna para contar de aquí en cincuenta años. Y te consuelas pensando que, quizás, esa no era tu verdadero "érase una vez"; y que el de verdad puede estar en cualquier esquina, esperando a saber que o a quien. Y que lo sabrás en cuanto se acerque. Vas buena. Eso, amigos míos, no existe. Y jamás existirá. 

sábado, 15 de marzo de 2014




A veces, estamos jodidos. La hemos cagado, y lo sabemos. Hemos hecho de nuestra vida un infierno terrenal; el nuestro propio. Por descuidados; por tener la cabeza lejos de los pies, o en medio de los genitales. Pero el error es mayor cuando todavía no tienes la certeza de estar tocando fondo; los días, semanas o incluso meses de incertidumbre perpetua que se acumulan en tu cartera, vacía aquella noche, para tu desgracia. Sin saber a quien acudir, que hacer, que decisiones tomar. Porque no puedes seguir con tu vida, porque no merece la pena intentar sacártelo todo de la cabeza. Estás jodido. Y lo sabes. 
Esperar tampoco es solución, ni mucho menos. Solo consigue que el problema parezca mayor por momentos, que las noches sean demasiado largas, que las ojeras sean permanentes, que no haya nada más en tu vida. Que el miedo te perfore, te consuma, te haga sufrir hasta niveles que no creías. Que tu cabeza esté segura de algo, pero que tu cuerpo te de señales de algo distinto. Quizás, simplemente te preocupas demasiado. Quizás. O puede que no. A lo mejor estás en lo cierto, y tu mundo entero va a acabar bajo tierra. Porque si son ciertas tus premoniciones, la has liado. Mucho. No hay solución; y si la hay, no me la puedo permitir. No puedo. Ahora mismo, no puedo. Que cojones, ni ahora mismo, ni nunca. A quien vamos a engañar, hay gente que nació para ello; hay gente que se pasa media vida intentándolo, que invierte demasiado tiempo, demasiado dinero; que lo da todo por ello. Yo, en cambio, que no sé si estoy en la cuerda floja o con la soga al cuello, solo suplico para que no me toque a mi. Pero tampoco esto es como la lotería; es peor que ello. Porque, ¿qué será de mi si tengo razón? ¿Qué sucederá? ¿Qué voy a hacer, a dónde voy a ir? Solo suplico, suplico a algo que no conozco ni quiero estar segura de querer conocer, que haga la vista gorda por una vez. Que me de un respiro, que me haga libre. Que me de la convicción que llevo meses pidiendo, que me quite la mochila llena de piedras, que me deje respirar tranquila.

Y no sé cuanto tiempo más puedo seguir viviendo con la incertidumbre, ni que voy a hacer cuando esta se acabe. He de admitir que tenía un plan por si alguna vez llegaba a este punto, pero ahora mismo no sé ni por donde empezarlo. Quizás, porque no tengo a nadie con quien compartirlo, a quien pedirle consejo, ayuda, o perdón. No sé a quien llamar llorando, a quien gritarle por necesidad, a quien pedirle que me abrace. Porque este error ha sido mío, si realmente es. Porque desde hace meses estoy haciendo un mundo de una decisión que parecía muy acertada en el momento, en la semana siguiente, y la siguiente. Pero esas semanas felices se consumieron en el calendario. Desde hace meses. Sin señal ni claridad. ¿Y qué puedo hacer? ¿Seguir esperando? ¿Esperando a qué? Porque si esperase, pero supiera que algo voy a sacar en claro, merecería la pena. Pero lo único que hago así es o retrasar lo inevitable, o confiar en que todo vaya bien. Pero, con la suerte que tengo, nada va a salir bien. Porque nunca me han salido las cosas bien, y si algo sale bien, es porque el karma se ha olvidado de putearme. 
Me odio, te odio, le odio. Ironías de la vida; pero la cosa va de tríos, y no de los que estás imaginando. Yo no sirvo para esto, y dudo que jamás sirva. Y espero, realmente espero, que de aquí en unos meses pueda reírme de eso, en vez de seguir con la duda. Porque no basta con que la vida se haya reído de mi todo lo que ha podido y más; si no que tiene que seguir haciéndolo. 

sábado, 8 de marzo de 2014


Todos tenemos un vicio insaciable, algo que nos hizo perder la cabeza y el rumbo de la noche a la mañana, haciéndonos adictos de algo que no era del todo sano para nuestra cordura mental. Y como todo, se acaba. Ya puede ser por voluntad propia, por necesidades de la vida o por caprichos del tiempo. Pero llega algún momento que se acaba. Quizás para mejor, aunque en el momento próximo no nos lo parezca. Mi vicio se acabó por manecillas que no se acabaron, porque el AVE aún no llegó a Galicia, por demasiado orgullo, y por el salitre del mar. O quizás porque era lo mejor para mi misma. No lo sé, y creo que nunca lo sabré.
Pero como todo vicio, necesitas tiempo para desintoxicarte. Necesitas pasar todas y cada una de las fases, en orden, sin perderte una sola lección. Y es un camino complicado, tenebroso y que, la mayoría de las veces, tienes que hacerlo solo; porque el alcohol no es el sustitutivo de las anfetaminas, porque un clavo no saca otro clavo. 
Es curioso como las casualidades se ríen de ti, como se mofan a cada pequeña oportunidad que tienen. Quien sabe, quizás sea el karma vengándose todo lo que puede y más de esas decisiones que parecen correctas una vez, y de las que te arrepientes mil y una más. Es impresionante como te puede volver a atravesar todo lo que has creído superado en un instante, en medio de una calle desierta, con la brisa del viento, con el murmullo de una canción desde un tejado en el que pega demasiado el sol y poco las facturas. Un corte de respiración agrio, perforador de tardes en calma, de momentos dulces que se escapan en pequeños suspiros, intentando recuperarse del recuerdo. Porque lo que vuelve, no es más que eso: que pequeños fragmentos de momentos felices, que aparecen de la nada cuando no son llamados, pero que, cuando intentas que vuelvan, en las noches en las que necesitas un motivo para sentir que no puedes con el sol de la mañana. Porque, como en cualquier vicio de carretera, necesitas pasar por todas las fases. Aunque lo intentes, todos necesitamos llorar los errores, ahogarlos en ginebra seca, imaginarlos con las manos húmedas, olvidarlos en noches borrosas, y mentir sobre el olvido. Hasta que llegue el día en el que todo, absolutamente todo, ya haya vuelto como recuerdo, y se quede como tal. Como recuerdo, no como esperanza en vano. Porque las segundas oportunidades no existen. Y si lo hacen, no han llegado todavía aquí, donde cuando algo se acaba, es para siempre. 

No fui quien de conseguir que se detuviera el tiempo en aquel autobús, en aquellos kilómetros que separaron una decisión firme, un destino agradable, cómodo, fácil y seguro; de un futuro incierto, desconocido y perdido; y sobre todo, terminado y abandonado. No fui quien de hacer que se cumplieran las promesas, de volver demasiado a casa, de permitir que alguien me viniera a buscar al aeropuerto, ni de avisar con suficiente antelación; lo que tiene pensar que eres suficiente por ti sola. No fui quien de tragarme las palabras, el mal estar, el creer que todos tenemos un más mejor esperando detrás de cada oportunidad, en cada ciudad, sin ser marineros, sin ser Calamaro. Y sobre todo, no fui quien de esperar. De aguantar, de reprimirme, de aprender de mis errores, de saber que esta vez, no iba ser yo la que acabase en mal lugar. Aunque eso, de nuevo, vuelve a ser mentira; las decisiones que tomas en un momento, las lamentas el resto. 

Porque es el momento; el último paso. O el penúltimo. O el antepenúltimo. Queda perdonar, olvidar y cerrar. Perdonar; perdonarme a mi, pedir perdón. Olvidar; quizás lo más dificil: olvidarte, olvidar lo que hice, olvidarme de todo -de tu sofá, del cuello de tu camisa, de tu manera de dormir, de tu manera de despertar-. Y cerrar. Cerrar con doble punto de cruz, para que nadie lo abra, para que no vuelva en busca de consuelo, cuando no voy a recibir nada más de lo que me merezco. Cerrar para acabar en pie después de cada desplante. Cerrar, sobre todo, para ser capaz de seguir adelante. Cerrar para ser la chica que llevo meses fingiendo ser, y con la que no me siento cómoda siendo, pero la que elegí ser. 

Porque, maldita sea, los recuerdos aparecen cuando menos los necesitan, y parecen estar tan cerca; tanto que casi los puedes tocar, que casi puedes conseguir cerrar los ojos durante un instante, y sentirte inundada de lo que tenías entonces. Pero llega un reflejo, un instinto, una voz, que te hace volver a la realidad. A que las manecillas siguen su curso, que los aviones son muy caros, que soy demasiado orgullosa y que, sobre todo, que el 22 de marzo está a la vuelta de la esquina. Y hay heridas que no cierran, y jamás cerraran. Porque cuando te apuñalas a ti mismo, es difícil perdonarse. Porque cuando te cuesta más estar cerca que lejos, y sabes lo que cuesta la distancia, todo es insoportable. Cuando no sabes que hacer para remediarlo, porque no tiene solución. Porque las puertas que se cierran, por suerte o por desgracia, no se pueden volver a abrir. ¿Por suerte? Por desgracia.
¿Mi consejo? Las decisiones importantes tómalas por la tarde; no por la mañana, cuando te despiertas al lado de alguien que parece tener su olor, parece saber, parece mirar como solían, pero no; y no por la noche, cuando tirita el vaso de ginebra en tu mano, demasiado frío como para darte respuestas. ¿Mi consejo? Nunca dejes escapar a nadie que haya hecho tanto por ti, porque, aunque te parezca que no merece la pena, no sabes hasta que punto eres capaz de necesitar un vicio.

viernes, 7 de marzo de 2014


Hace frío; tengo frío. Es un frío interior, desolador, de andar por casa. Un frío incompleto, inconcluente, que mata y revive, que deja marcas y que destruye todo lo que puede, dejándolo todo intacto.Puede que este frío no sea más que una metáfora interna para un sentimiento aún más potente del que podamos pronunciar con palabras mortales; pero no soy buena hablando de sentimiento, cuando no necesito sílabas para ilustrar pensamientos. Artífices de luces falseantes, encantadores de historias con demasiadas sombras, de paradojas imposibles que contar antes de despertarse. Sin motivo, sin preparación y sin libre de instrucciones. Fácil y directo; para todos los públicos. Para mi público. Para mi.

Porque todo se reduce a una señal, a una sensación, a un punzón invisible que crea aquello que podría denominarse homicidio en primer grado. Una posesión ilusa que se engancha, se pierde, se desordena, se confunde en las noches mojadas, tanto por dentro como por fuera. Y si no hay nadie que te sostenga, que te de aliento e impida que te desmorones, fallas. Tus principios desaparecen, y solo quieres dejarte llevar por la ira oculta que grita por emanar. Pero no puedes, porque nunca estás preparada. Nunca es el momento ideal. Lo único que haces es seguir esperando a quien sabe que; a un motivo, a un milagro terrenal. Pero no existen, y te preguntas donde está la razón, el pensamiento que pone en marcha la maquinaria que te está jugando tan malas noches, y tan peores amaneceres. Y es simple. Todo se reduce a lo mismo que siempre; porque el tema de mis discursos es más repetitivo que la tortilla de patatas de mi madre, siempre con demasiada cebolla y muy poca patata. Se reduce a que no has aprendido nada de tus mayores, a que piensas que todo lo que gira a tu al rededor está ahí para verte caer, para reírse cuando hayan acabado de jugar contigo. Porque eso es lo que últimamente están diciendo los enigmas recién resueltos: no hay amistades que valgan más de una semana, ni promesas que se cumplan después de un desplante. Nada que no esté firmado vale nada. Porque las palabras, una vez más, no son más que mentiras. 
Podemos esconderlas, torturarlas, retorcerlas, maltrataras, arañarlas, atraparlas, encerrarlas, apalearlas. Jamás se quejarán, porque conseguiremos ponerlas de nuestra parte para nuestro beneficio, y destruir a quien creamos conveniente. Podemos usarlas como veneno final para aquello que nos llevo a lo más oscuro, aquello que consiguió hacerte huir. Porque no has hecho otra cosa en toda tu vida que huir, escapar de una verdad inconclusa que te corroe por dentro día tras día. Y mientras siga allí, va a ser imposible conseguir crear un presente normal, o por lo menos no tan oculto. Porque, con asuntos todavía pisando los talones, no puedes ver con claridad lo que tienes justo en frente: solo puedes continuar haciendo más y más larga tu lista de cosas pendientes. 

Y no puedes más, no quieres más. Solo quieres que todo se apague de una vez, que haya un cortocircuito y que el silencio inunde hasta las cavidades más remotas de todo tu ser. Que, por un segundo, parezca que tienes el control, que puedes volver a empezar. Que no hay segundas voces, ni opiniones infundadas. Que se van a molestar en esperar por ti, que va a aparecer algo que te mantenga a flote, que te haga creer que hay algo más que seguir esperando. Porque, a estas alturas, ni quieres ni puedes seguir esperando. Porque la espera te mata, te consume incluso más que las palabras que encierras cada noche en pequeñas cajas de algodones, para que, por lo menos, estén cómodas y murmurantes hasta el amanecer de un nuevo día de espera.