lunes, 15 de abril de 2019


El pánico es el peor de los sentimientos, y el más incontrolable. También el que creemos más nimio, y no entiendo por qué. El pánico te bloquea, no te permite respirar, ni moverte, ni reaccionar. Te atrapa y te encierra, sola con tus pensamientos, dejando que te devoren, que te hagan la ropa jirones, que te desprendan de tu propio ser y que te hagan sentir ajena. Te consumen y te retuercen, hacen que des vueltas hasta perder el sentido y la noción, te infunden susurros en lenguas ajenas, palabras jamás pronunciadas ni pensadas, que asumes como dogma invisible. Te vuelves vulnerable y presa de tus miedos, te crees que lo que posee tus actos es real, y comienzas a perderte. 
Pero vuelves.

Hasta que el pánico decide dejar de hacerte sentir libre, esa falsa sensación de que vuelves a tener el control. Porque no desaparece así como así, no despiertas una buena mañana volviéndote a sentir completa y valiente, porque en realidad no vuelves. Parece que vuelves a ser quien eras, pero esa persona sigue girando al son de una canción jamás compuesta, perdida entre demonios infundados en complejos o incomplejos completos. Tus pasos ya no son tuyos, al igual que tus palabras, porque sin darte cuenta has comenzado a medirlos y a estudiarlos mientras contienes la respiración. No quieres pensar, pero no puedes dejar de hacerlo mientras sigas teniendo esa presión en las sienes. Y solo quieres que todo esto termine, y ya no te importa lo más mínimo el resultado. Ya te da igual tener que abandonar algo en el camino, entregar algo a cambio de volver a recuperarte. Y parece fácil salir de esta situación, pero no te puedes mover, ni correr, ni huir. No puedes hacer nada sin que te invada un sudor frío, una mano helada sobre la espalda, un soplo gélido en la nuca. Y comienzas a hacerte pequeña, a volver a sentir el retumbar de los tambores, la presión que se traslada también al pecho, que aprieta y engancha, que oprime lo más pequeño. Y dejas de resistirte, porque sabes que será peor. E intentas respirar por ti misma, tranquila, serena; intentando con todas tus fuerzas dejar de escuchar a las voces pretenciosas que continúan a pintar escenarios hipotéticos, cargados de malicia y maldad. Y, aun así, comienzan a desfilar imágenes fantasiosas y distorsionadas, burdas caricaturas de situaciones que no existen en ningún lugar más allá que en tu cabeza, con el único fin de hacer todavía más pequeña.

Y lo peor, es que cualquier mínima cosa que te recuerde a tu miedo, a tu inseguridad, puede llevarte a ese rincón oscuro. Y no es culpa de nadie, más que tuya, y eso es lo que más pesa. Que en la mente de quien se creyó fuerte y consciente de sus pensamientos, dueña de sus ideas, reside su peor versión. La que obliga a vivir con el pánico de no ser suficiente y de vivir a la sombra de mejores entes, mirándolos desde los pies de sus esculturas de mármol sintiéndose barro. Sin saber porque, cuando siempre se había considerado a si misma digna de esculpir. 

Y es duro, y es cansado vivir con esta careta. Vivir teniendo miedo de cuando vas a tener la próxima recaída, de cuando aparecerá el siguiente motivo risible que te hará temblar de pavor, que despertará las carcajadas de lo más oscuro, que te destrozará un poquito más los nervios y el temple.
Es difícil, no tanto de vivir como de explicar.
Y, sobre todo, agotador.
E interminable.