El pánico es el peor de los sentimientos, y el
más incontrolable. También el que creemos más nimio, y no entiendo por qué. El
pánico te bloquea, no te permite respirar, ni moverte, ni reaccionar. Te atrapa
y te encierra, sola con tus pensamientos, dejando que te devoren, que te hagan
la ropa jirones, que te desprendan de tu propio ser y que te hagan sentir
ajena. Te consumen y te retuercen, hacen que des vueltas hasta perder el
sentido y la noción, te infunden susurros en lenguas ajenas, palabras jamás
pronunciadas ni pensadas, que asumes como dogma invisible. Te vuelves
vulnerable y presa de tus miedos, te crees que lo que posee tus actos es real, y
comienzas a perderte.
Pero vuelves.
Hasta que el pánico decide dejar de hacerte
sentir libre, esa falsa sensación de que vuelves a tener el control. Porque no
desaparece así como así, no despiertas una buena mañana volviéndote a sentir
completa y valiente, porque en realidad no vuelves. Parece que vuelves a ser
quien eras, pero esa persona sigue girando al son de una canción jamás
compuesta, perdida entre demonios infundados en complejos o incomplejos
completos. Tus pasos ya no son tuyos, al igual que tus palabras, porque sin
darte cuenta has comenzado a medirlos y a estudiarlos mientras contienes la
respiración. No quieres pensar, pero no puedes dejar de hacerlo mientras sigas
teniendo esa presión en las sienes. Y solo quieres que todo esto termine, y ya
no te importa lo más mínimo el resultado. Ya te da igual tener que abandonar
algo en el camino, entregar algo a cambio de volver a recuperarte. Y parece fácil
salir de esta situación, pero no te puedes mover, ni correr, ni huir. No puedes
hacer nada sin que te invada un sudor frío, una mano helada sobre la espalda,
un soplo gélido en la nuca. Y comienzas a hacerte pequeña, a volver a sentir el
retumbar de los tambores, la presión que se traslada también al pecho, que
aprieta y engancha, que oprime lo más pequeño. Y dejas de resistirte, porque
sabes que será peor. E intentas respirar por ti misma, tranquila, serena;
intentando con todas tus fuerzas dejar de escuchar a las voces pretenciosas que
continúan a pintar escenarios hipotéticos, cargados de malicia y maldad. Y, aun
así, comienzan a desfilar imágenes fantasiosas y distorsionadas, burdas
caricaturas de situaciones que no existen en ningún lugar más allá que en tu
cabeza, con el único fin de hacer todavía más pequeña.
Y lo peor, es que cualquier mínima cosa que te
recuerde a tu miedo, a tu inseguridad, puede llevarte a ese rincón oscuro. Y no
es culpa de nadie, más que tuya, y eso es lo que más pesa. Que en la mente de
quien se creyó fuerte y consciente de sus pensamientos, dueña de sus ideas,
reside su peor versión. La que obliga a vivir con el pánico de no ser
suficiente y de vivir a la sombra de mejores entes, mirándolos desde los pies
de sus esculturas de mármol sintiéndose barro. Sin saber porque, cuando siempre
se había considerado a si misma digna de esculpir.
Y es duro, y es cansado vivir con esta careta.
Vivir teniendo miedo de cuando vas a tener la próxima recaída, de cuando
aparecerá el siguiente motivo risible que te hará temblar de pavor, que
despertará las carcajadas de lo más oscuro, que te destrozará un poquito más
los nervios y el temple.
Es difícil, no tanto de vivir como de explicar.
Y, sobre todo, agotador.
E interminable.