domingo, 13 de abril de 2014



A veces, me gusta esconderme. Debajo de los dobladillos de mis vaqueros arrugados después de una semana demasiado larga. Entre el cuello de tu camisa, en esos botones que he desabrochado uno a uno tantas veces, que ya no se me hacen eternos. En mis pies fríos las mañanas de domingo, cuando no queda café, ni tenemos ganas de hacer más.
Pero mi escondite preferido, sin duda, es cuando miento. No creo que nadie se esconda mejor que yo ahí; puede ser porque yo he inventado ese escondite. O puede que no. Puede que otros lo hayan utilizado antes; puede que lo hayas utilizado, y por eso he sabido llegar hasta él. Antes de que acabaras de contar. Con los ojos cerrados. Pero ahí, en mi escondite preferido, me doy cuenta de que puedo abarcarlo todo. Puedo ser quien quiera, hacer lo que quiera, y pensar lo que quiera; porque sé que nadie, nunca, jamás, podrá encontrarme si no quiero.

Me gusta ir allí por las noches. Esas noches profundas y silenciosas, en las que me tengo que esforzar para volver a escuchar tus susurros de papel contra mi nuca erizada. Esas noches en las que las botellas parecen alcanzar el fondo demasiado pronto; malditos consumistas. Maldita crisis, que hace que todo sea más cara, y más escaso. Pero nunca hará que el tiempo sea tan escaso como fue el nuestro. O puede que sí. Puede que adelantara el reloj más de una vez, para que tuvieras que marcharte antes. Puede que me haya marchado yo y que, cada vez que vuelvo, me aleje un poco más. Porque nos lo merecemos. Porque, escondida, se vive mejor.
No pretendo que lo entiendas, porque no has estado aquí. No has recorrido calles oscuras en busca de sensación de aguadulce. No has tenido que figurarte, que esperar, que implorar que llegase el golpe, la bofetada letal, que dicen que duele menos con los ojos cerrados con fuerza. Y ahí estaba yo, esperando, con los puños en jarras. Y como no llegaba el golpe, lo inventé. Porque era necesario, porque nunca he conocido una historia que no acabase así. Te cogí, te envolví en seda de marzo, y te llevé a mi escondite. Te puse en una alacena, en la alta, para que pudieras ver todo; pero no te saqué el envoltorio, para que no lo pudieras ver todo. Dejé que fueras un observador pasivo de la trama, mientras el conjunto entero ensayaba sin cesar la función, ante tus ojos inexpertos y llenos de desconocimiento. Dejé que te empaparas, que te engatusaran, que creyeras que conocías el final de esa obra. Que por fin, los buenos iban a ganar.

Nadie que sea bueno se escondería tan bien como lo hago yo. Porque, si eres bueno como dicen, no tienes la necesidad de esconder, porque no tienes nada que ocultar. La gente que se esconde por placer, como esta servidora, es gente sin escrúpulos, o con demasiados. Gente sin confianza, o con exceso de ella. Somos un grupo variado, pero con un único fin, con un acto valiente que solo aquellos que lo practicamos somos capaces de entenderlo del todo: guardar el dolor para nosotros mismos. No por masoquismo ni por ninguna patología neuronal crónica, sino porque somos capaces de entender cuando hemos ido demasiado lejos, y no queremos ocasionar un mal mayor. Entonces, recogemos con calma nuestras cosas, buscamos una excusa que repetimos hasta que nos la creemos nosotros mismo, y nos marchamos. Por la puerta grande. Porque jamás reconoceremos un error.

Hoy, esta noche, estoy en mi escondite. Sola, para no variar. Mirando viejas fotos de las que nadie se acuerda, salvo aquellos que tienen demasiado que recordar, porque no tienen con que llenar el espacio vacío. He estado recordando, sin más, todo aquello que escondí para poder seguir viviendo en mi mentira.
Recuerdo la forma de tu sofá, y el ventilador que hacía demasiado ruido en tu salón. Recuerdo como te ponías la americana cuando tenías prisa, y como te la quitabas cuando la tenía yo. Recuerdo como empieza y como acaba tu espalda. Recuerdo todos y cada uno de los lunares de tu cuello, porque tienen forma de constelación. Recuerdo la combinación de buses que se alternaba entre sábado y sábado, pero que siempre me dejaban en tu portal. Recuerdo que el limón le queda bien a todo, pero sobre todo a mí. Recuerdo todas las noches que pasamos juntos, porque no dormí en ninguna de ellas; aunque tú si que lo hicieras. Recuerdo porque decidí empezar a esconderte. Recuerdo que no me arrepentí.
Y ahora, pobre de mí, recojo ese recuerdo, y lo cambio por uno nuevo. Porque los recuerdos son doblemente cuerdos, y pertenecen al pasado; mientras que, en esta precisa manecilla de reloj, tenemos que hablar de sensaciones.

Y yo, rey, tengo la sensación de que me arrepiento de todo. Pero tranquilo, que eso también lo esconderé.

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