A veces, me gusta esconderme. Debajo de los dobladillos de
mis vaqueros arrugados después de una semana demasiado larga. Entre el cuello
de tu camisa, en esos botones que he desabrochado uno a uno tantas veces, que
ya no se me hacen eternos. En mis pies fríos las mañanas de domingo, cuando no
queda café, ni tenemos ganas de hacer más.
Pero mi escondite preferido, sin duda, es cuando miento. No
creo que nadie se esconda mejor que yo ahí; puede ser porque yo he inventado
ese escondite. O puede que no. Puede que otros lo hayan utilizado antes; puede
que lo hayas utilizado, y por eso he sabido llegar hasta él. Antes de que
acabaras de contar. Con los ojos cerrados. Pero ahí, en mi escondite preferido,
me doy cuenta de que puedo abarcarlo todo. Puedo ser quien quiera, hacer lo que
quiera, y pensar lo que quiera; porque sé que nadie, nunca, jamás, podrá
encontrarme si no quiero.
Me gusta ir allí por las noches. Esas noches profundas y
silenciosas, en las que me tengo que esforzar para volver a escuchar tus
susurros de papel contra mi nuca erizada. Esas noches en las que las botellas
parecen alcanzar el fondo demasiado pronto; malditos consumistas. Maldita
crisis, que hace que todo sea más cara, y más escaso. Pero nunca hará que el
tiempo sea tan escaso como fue el nuestro. O puede que sí. Puede que adelantara
el reloj más de una vez, para que tuvieras que marcharte antes. Puede que me
haya marchado yo y que, cada vez que vuelvo, me aleje un poco más. Porque nos
lo merecemos. Porque, escondida, se vive mejor.
No pretendo que lo entiendas, porque no has estado aquí. No
has recorrido calles oscuras en busca de sensación de aguadulce. No has tenido
que figurarte, que esperar, que implorar que llegase el golpe, la bofetada
letal, que dicen que duele menos con los ojos cerrados con fuerza. Y ahí estaba
yo, esperando, con los puños en jarras. Y como no llegaba el golpe, lo inventé.
Porque era necesario, porque nunca he conocido una historia que no acabase así.
Te cogí, te envolví en seda de marzo, y te llevé a mi escondite. Te puse en una
alacena, en la alta, para que pudieras ver todo; pero no te saqué el
envoltorio, para que no lo pudieras ver todo. Dejé que fueras un observador
pasivo de la trama, mientras el conjunto entero ensayaba sin cesar la función,
ante tus ojos inexpertos y llenos de desconocimiento. Dejé que te empaparas,
que te engatusaran, que creyeras que conocías el final de esa obra. Que por
fin, los buenos iban a ganar.
Nadie que sea bueno se escondería tan bien como lo hago yo.
Porque, si eres bueno como dicen, no tienes la necesidad de esconder, porque no
tienes nada que ocultar. La gente que se esconde por placer, como esta
servidora, es gente sin escrúpulos, o con demasiados. Gente sin confianza, o
con exceso de ella. Somos un grupo variado, pero con un único fin, con un acto
valiente que solo aquellos que lo practicamos somos capaces de entenderlo del
todo: guardar el dolor para nosotros mismos. No por masoquismo ni por ninguna
patología neuronal crónica, sino porque somos capaces de entender cuando hemos
ido demasiado lejos, y no queremos ocasionar un mal mayor. Entonces, recogemos
con calma nuestras cosas, buscamos una excusa que repetimos hasta que nos la
creemos nosotros mismo, y nos marchamos. Por la puerta grande. Porque jamás
reconoceremos un error.
Hoy, esta noche, estoy en mi escondite. Sola, para no
variar. Mirando viejas fotos de las que nadie se acuerda, salvo aquellos que
tienen demasiado que recordar, porque no tienen con que llenar el espacio
vacío. He estado recordando, sin más, todo aquello que escondí para poder
seguir viviendo en mi mentira.
Recuerdo la forma de tu sofá, y el ventilador que hacía
demasiado ruido en tu salón. Recuerdo como te ponías la americana cuando tenías
prisa, y como te la quitabas cuando la tenía yo. Recuerdo como empieza y como
acaba tu espalda. Recuerdo todos y cada uno de los lunares de tu cuello, porque
tienen forma de constelación. Recuerdo la combinación de buses que se alternaba
entre sábado y sábado, pero que siempre me dejaban en tu portal. Recuerdo que
el limón le queda bien a todo, pero sobre todo a mí. Recuerdo todas las noches
que pasamos juntos, porque no dormí en ninguna de ellas; aunque tú si que lo hicieras.
Recuerdo porque decidí empezar a esconderte. Recuerdo que no me arrepentí.
Y ahora, pobre de mí, recojo ese recuerdo, y lo cambio por
uno nuevo. Porque los recuerdos son doblemente cuerdos, y pertenecen al pasado;
mientras que, en esta precisa manecilla de reloj, tenemos que hablar de
sensaciones.
Y yo, rey, tengo la sensación de que me arrepiento de todo.
Pero tranquilo, que eso también lo esconderé.

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