Somos propensos a imaginarnos futuros paralelos empapados en verbos de pretérito. Ilusiones nefastas y maravillosas, que parecen prometernos tanto en pocos instantes. Soñamos despiertos con un principio y un final que no deje indiferente a nadie, que cure todo lo que dejamos abierto ante de marchar con prisa, sin espacio y sin descanso. Buscamos un "por qué" que responda al peligroso "con quién". Y, sin motivo alguno, creemos encontrarlo en las nubes de algodón, en los pasillos estrechos, en los olores familiares que te evocan a un pasado cercano, o a ti te lo parece.
Hablo de instantes entre campanas de que llevan todo aquello que puede contaminar el momento y el instante; hablo de taburetes para esperar a que la temperatura fluya lo suficiente para que sobren las batas, los mecheros e incluso los cigarrillos a medio apagar. Hablo de frió cristalino pegado en tus mejillas, para que nunca se sientan desprotegidas. Hablo de creer sin sentir demasiado, o de hablar sin pensar en absoluto. Hablo de eso, hablo de ti. Y hablo de mi; porque, sinceramente, no somos tan distintos. Somos pequeños intrusos, que parecen caminar sobre seguro, pero que se destrozan por dentro. Nos las damos de arrogantes, pretenciosos, felices y dichosos; cuando estamos proclamando a los cuatro vientos que algo no va bien. No nos engañemos: nadie sonríe tanto como yo durante tanto tiempo si no hay química dura de por medio. Miento; estás tú.
Y quizás ha sido bueno conocernos. Quizás, porque dos rotos arreglan un descosido. No es el mejor motivo, pero no se me ocurre algún otro. Somos polos opuestos destinados a vivir -chocando- en el mismo espacio durante una infinidad. Y, quieras o no, el estallido es inminente. Los inicios, quizás como todas las buenas historias, no son los mejores. Sofás de caucho, amaneceres borrosos, piscinas de agua caliente en pleno invierno. Océanos condensados en pestañas, susurrando secretos que no merecen ser contados, o no queremos que salgan de ahí. Sensaciones que, quieras o no, no se alejan de aquellas que estás intentando sacudir del todo para poder desprenderte de ellas.
La verdad, la historia de los clavos está muy vista. No digo que esté pasada de moda, y que me haya escudado en ella más veces de las que jamás reconoceré. Tan solo digo que si esto resulta ser más de lo que quiero imaginar cuando no es pecado ni vergüenza admitir que invitas. Que invitas a algo nuevo, a algo en lo que jamás he estado metida, y en lo que no sé si querré salir. Porque, querido polo opuesto, eres lo más diferente y lo más parecido que he podido encontrar. Y no sé como tomármelo, como disimular, como poner freno y marcha corta en cualquier momento para tomar algo y tomar decisiones en frío.
Y lo mejor quizás sea empaquetar todo aquello que nos hace dudar, e intentar no poner freno. Porque somos infinitos, somos puro estado de transición que necesitan atención. Somos demasiado inequívocos como para estar equivocados en esto. En que tenemos lo que merecemos. Y en este caso, es una montaña de silencios rotos por miradas que pueden levantar mareas, susurros que calman tempestades, y sonrisas que hablan en una lengua que creí olvidada.
Porque nunca está de más que te recuerdes que los mordiscos en tus propios lados también se los dan a si mismos otros. Y que lo de que "solo quedamos los buenos" es siempre válido, dependiendo de contexto. Y contigo, conozco las palabras necesarias para hacerte bailar al son de mi propia guitarra. Y ojo, yo no tengo buen oído ni pertenencias musicales magistrales. Pero si quieres, pagas tu este café, y yo invito al resto.

No hay comentarios:
Publicar un comentario