El quit de la cuestión es ser capaz de repetirme hasta la saciedad que no puedo enamorarme. Y si esto sale bien, el resto vendrá tan solo con buenas noticias. El problema es que, cuando le das unos pocos miligramos de cocaína cortada a un ex-drogadicto, la cosa se pone fea.
Y aquí estoy yo. Obsesionada por las brumas, perdida entre recuerdos fogosos de noches demasiado cortas, al igual que mis faldas, al contrario que tus palabras. Sin saber hacia donde torcer en la próxima intersección, porque vuelvo a ser un pasajero más, sin tener las riendas, ni la voz, ni el voto. Vuelvo a jugar en segunda, en tercera, y me siento en el banquillo en cuarta. Porque puede ser que haya vuelto a cara, porque puede ser que no lo descarte. Que no te descarte.
Porque, por fin, las cosas bonitas tienen un buen comienzo. Pero, de nuevo, las ironías juegan un papel fundamental: cuando hay un buen comienzo, el final se lee fácilmente, y es nefasto; pero cuando el principio no merece la pena, ni promete, es cuando el final se convierte en el hecho más apasionante que hayamos oído escuchar. Llámalo maldición. Llámalo mal karma. Llámalo demasiados años de cacería y pocas libres que merezcan la pena.
Porque, sin saber porqué, ni por dónde, esto ha dado un giro repentino. Y los deseos formulados en las noches de flexo, café, apuntes y estrés, se han cumplido. Por extraño que parezcan. Y han llegado en forma de ojos azules, cerveza fría, y los susurros de Calamaro en mi espalda. Y los de rap madrileño en la tuya.
Cuando no podemos hablar de años, hablamos de meses; y cuando no podemos hablar de meses, hablamos de semanas. Y partiendo de que ha sido una semana lo que hemos tenido, dividamos los días en meses, y las horas, en infinitos. En profundidades, en suspiros. En agonías placenteras derrochadas en la arena, perdidas en los puertos y entregadas a la mar. Y eso que no llegamos ni a meter los pies en la piscina, y no precisamente por miedo a coger frío. Pero nos entregamos a la mar, de igual manera que lo hacen los marineros: a ciegas, a tientas, por instinto.
Jugábamos a perder la consciencia, y ganaba quien hiciera que el otro perdiera la cabeza. Y muchas veces gané yo, y muchas veces ganaste tu. Pero me han ganado la mano, la partida y el temblor de piernas. Y me han dejado endeudada. En deuda contigo, por ser doce minutos; en deuda con el tiempo, por el dividendo de horas que le debo, y las que me ha quitado sin recelo. En deuda con la noche, por seguir siendo igual de oscura como recordaba; y en deuda con los susurros, que dejan pasar lo justo y nada más.
Así que, hoy, esta noche, en la que no puedo dejar de esperar que me digas algo, para volver a respirar, me he dado cuenta de que voy por el buen camino. Que he conseguido superar mis miedo, aunque no de la mejor manera. Porque aferrarse a un hasta de hielo a punto de derretirse, no es la mejor manera de salir del agujero, pero es una más; no digo que sea la más eficiente, porque no la es. Porque el problema del hielo, al igual que el de los ojos azules, es que puede resbalar, y hacer que el pozo se haga un poco más profundo. Y lo bueno que tiene es que, quieras o no, refresca las heridas, haciendo que alivien un instante y que te recuerden que no todo está perdido, que no estás hundida.
Yo, ahora mismo, solo pido que me dejes ser marinero, o soldado, o lo que quieras. Pero que me dejes volver a serlo una vez más. Porque, como tu me has enseñado, lo importante no es el color o el tamaño, si no la forma que tenemos de mirar, y de transmitir mediante eso. Y por eso, mi última calada de esta noche, te la dedico a ti, y al canuto ladeado de tu sonrisa torcida.
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