martes, 22 de marzo de 2016



Hoy he ido a hacerme la cera como excusa para marujear con la dueña del salón de estética; que ya está bien esto de estar desinformada sobre mi propio barrio. De verdad, últimamente se entera de más cotilleos hasta mi vecino el del quinto, que es mayor, y vive solo con su perro; y con ese perro es con el único con el que habla en todo el día, así que supongo que será su fuente de información. Mi fuente es la dueña del salón, o la peluquera del local de la calle de al lado. La cosa es que me contó el caso de un individuo que, harto de un matrimonio insulso, había hecho las maletas y se había marchado de casa sin despedirse de nadie, dejando allí a una mujer sin explicación, la cual también es consumidora de cotilleos entre tirón y tirón de cera caliente. 
Como toda buena trabajadora que no solo se dedica a su trabajo, sino también a escuchar y a aconsejar a sus clientes, está llena de sabiduría popular, y dijo la frase a la que llevo dando vueltas durante horas:
El problema de una ruptura abrupta, ya sea porque se van sin dar explicación o porque simplemente desaparecen, es que idealizas a la persona
Ojito con esto, que considero estas palabras poesía y filosofía callejera mucho antes que algunos de estos autorucho con renombre que se dedican a reflexionar sobre amor carnal y sin profundidad. Hablo de esos libros que están de oferta en el supermercado y que no tienen faltas de ortografía porque, hoy en día, a todos nos salva el autocorrector. 

A la conclusión a la que he llegado es que tiene toda la razón del mundo. Basta con perder a algo, o a alguien, para idealizar a esa persona, a ese sentimiento y a esos buenos momentos; y dejar de ver lo malo, la barredura debajo de la alfombra de la memoria, los momentos en los que nos hicieron sentir pequeños cuando somos demasiado grandes como para encasillarnos en tan poco. Porque, cuando no es algo progresivo, a lo que te puedas acostumbrar a poquitos, dejándote perder por los rincones hasta que el final es ineludible, no nos hacemos a la idea de que se ha acabado la magia. Porque siempre queda una pequeña esperanza que hay que apagar con el paso del tiempo, de los días, y de los momentos importantes, por pequeños que sean. No tener un cierre es lo que nos hace idealizar momentos sobrevalorados, por el hecho de mantenerlos vivos durante unos instantes más, para recordar el gusto de la sal en los labios y la presión en el pecho. Porque recordar aquellos días, en los que te llenabas con miradas que parecían a medida, silencios acordados con pies fríos, y cerveza templada, puede ser suficiente para convencerte de que merece la pena seguir tomando aire fuerte. Por volver a conseguir la presión perfecta en el pecho; que no será provocada por lo mismo, pero te hará volar de vuelta a casa durante unos segundos. Y mantener un mínimo de brillo en los ojos, un destello de posibilidad que, en el fondo y siendo racional, sabes que no sucederá. Pero ahí está. Porque no ha habido un cierre. Y las heridas al aire, por mucho que acaben cicatrizando, escuecen. 
Y ahí es donde comienzan los problemas.

Porque, para seguir recreando esa sensación, necesitas volver a vivir, aunque sea en tu mente, o en brazos ajenos, esas sensaciones, una y otra vez. Para volver a sentirte entera, sin grietas en el proceso de reconstrucción al que te has tenido que someter después de un derrumbe sin motivo aparente, y sin explicación a la vista. Y para repetir, hay que rememorar; y llega un momento en el que los recuerdos vividos no son suficientes, y necesitas más y más. Y comienzas a olvidar todo lo malo, a extrapolar situaciones y a evocar el pasado de una manera demasiado perfecta como para haberlo dejado atrás; a idealizar, como ya lo dice la palabra. A transformar a esa persona, a un ser humano completo, con mil virtudes y sus mil y uno defectos porque desaparecer de tu vida es el defecto que colmó el vaso, en un ente que nunca a existido, y nunca existirá.
Que por mucho que nos emperremos en pensar lo contrario, el transfondo de las personas no cambia. Quien nos ha anulado, nos ha hecho sentir pequeños, o nos ha dejado buscar en nuestro interior el origen del problema, cuando eran ellos los que tenían las respuestas; no se merece que los elevemos a ese status. No por nada, pero es que no hay nadie que se merezca ese privilegio; ni nosotros mismos. 

Que si, que yo soy la primera que necesita enfrascarse en los recuerdos en las noches pálidas, solo para tener algo feliz que llevarse a la mente cuando parece que todo se hunde. Y que sí, que también tengo a alguien idealizado, que no se lo merece, porque no me ha aportado tanto, y porque me ha apartado en cuanto ha podido. Pero, por lo menos, sé que es lo que estoy haciendo; que lo estoy idealizando, y que soy consciente de ello. Que no todo es como lo siento en las rodillas cada vez que me lo encuentro, ni como lo cuento el sábado de madrugada. Que no va a haber un café prometido, ni una conversación pendiente, ni un avión de madrugada volviendo a las calles eternas y a las protestas de boca en boca de metro. Porque sería lo peor que podría pasarme; porque sería reventar la burbuja en la que le he metido, y volver atrás, para ver que todo sigue igual. Porque no se cambia de un mes para otro, ni se llega a conclusiones más allá de lo que pide el instinto desde el otro lado de la barra del bar. Que a todos se nos escapan los gemidos por la pestañas. 
Y porque las segundas oportunidades están idealizada. 
Así que hoy a sido un día de bastante reflexión, y de elaboración de otro principio básico: las segundas oportunidades y los reencuentros emotivos, de esos que hacen que te erices entera de solo imaginarlos, no existen. O si existen, no estoy dispuesta a creer en ellos. Porque, donde no hubo tanta magia, no puede crearse por mucho que lo desee. 

Puede que si. Que hubiera tanta magia, en algún momento. No lo descarto del todo, porque de igual manera que detrás de cada leyenda hay un mínimo de verdad histórica, detrás de cada momento idealizado tiene que haber algo. Aunque sean una migajas, aunque solo yo lo viera así. Porque, pese a que puede ser que en su día fuera así, no me arrepiento de haberme ilusionado como lo hice; aunque no fuera de quien debería, o de quien supiera valorarme. Porque eso implica que puede volver a pasar, y que volverá a pasar. Solo que esta vez, sea cuando sea, merecerá la pena construir castillos en el aire, o montañas a partir de granos de arena. O no darse cuenta de las cosas cuando ya es demasiado tarde, cuando las palabras se atascan en la garganta, o cuando te tiembla la voz en los momentos en los que deberías de dar la cara. Que todos somos fuertes, valientes y robustos, hasta que alguien nos deja marchar, y no se dan la vuelta ni cuando nos escuchan caer. Eso ya no es una ruptura abrupta, no dar explicaciones, o desaparecer; eso es una manera, como cualquier otra, de perder la confianza. No en ti, sino en el resto. Porque no puedes estar toda tu vida sin tener un punto de apoyo, cargando con todo lo que implica madurar a tus espaldas, por ti misma; porque el peso hace que las piernas fallen, y que toda la mierda acabe esparcida por el suelo. Y ya sabemos que es lo que sucede en esos momentos; que nos aferramos a un clavo ardiendo por el simple hecho de que parece poder querer rescatarnos. Pero no nos engañemos; nadie está aquí para salvarnos. Y, como no comencemos a hacerlo pronto por nosotros mismos, nos vamos a hundir del todo.
Pudo haber tenido sus motivos, no lo niego. Yo también tengo motivos, y creo que bastante similares, para asegurar que todo lo que recuerdo es producto de una idealización grotesca, que implica una perfección inexistente y una comprensión, afecto, cariño y hasta respeto que jamás existieron. Pero es lo que tiene echar de menos, y haber comenzado a sentir por alguien que, realmente, no se merecía a alguien como yo.

No considero que esté escribiendo esto por despecho. Es porque quiero arrancarme de una vez por todas esta sensación, este doble sentido de mirar y no ver lo que me gustaría que estuviera pasando, este quemazón del "y sí". No hay "y si", y nunca lo va a haber. Y cuanto antes lo asuma, mejor me va a ir. Porque ya no es excusa el miedo, la negativa, o la distancia; es que ya no voy a mover ficha porque, sea cual sea el resultado, no voy a ganar. Porque no hay nada que ganar, y lo que hay en juego que se pueda perder es demasiado. Puedo perderme yo.
Porque el solo hecho de apostar, implica volver a ilusionarme, y no me merezco concederle el gusto de volver a despertar algo así en mí. Tengo que dejarlo marcha de la misma manera que me dejó marchar a mí; sin explicación, sin pedir permiso y empujando lentamente para que no se cierre la puerta hasta que esté lo suficientemente lejos, pero todavía cerca como para sentir el portazo. 

Definitivamente, idealizar nos hará más felices, pero nos acaba arrancando el último suspiro, aquel que teníamos reservado para levantarnos en caso de urgencia. Idealizar implica poner demasiadas expectativas en lo que podría suceder si nos arriesgáramos; pero idealizar también significa que ese riesgo es demasiado elevado como para asumirlo. Porque, si realmente mereciese la pena dejarse el pellejo, no sería necesario idealizar. Porque las cosas se habrían hecho de otra manera; y el pasado no hay manera de rehacerlo. Y, aunque sea capaz de perdonar, hay espinas dentro de mí que no son capaces de olvidar. No porque no quiera, y creeme que ahora mismo sería rica si me hubieran dado una moneda por cada vez que he tenido el impulso de ir y decir que estaba dispuesta a apostar por esto, fuera lo que fuera; es porque mi instinto de superviviencia, que me ha salvado de bastantes y posiblemente sea el responsable de que siga con vida hoy en día, dice que es mejor protegerme las espaldas y curarme el invierno como pueda.
¿Qué posiblemente me arrepienta? Sin duda. Pero para mi supongo que será lo mejor. 
Y ya en otro momento veo que es lo que hago con esa maravillosa sensación de presión en el pecho. Porque estas semanas no soy capaz de sacármela de encima, y puede ser porque te veo más a menudo de lo que me gustaría. Y si no te veo, no te preocupes, ya me encargo yo de pensarte a deshoras. 
Pero la presión en el pecho tiene los días contados.
O eso espero.
Más le vale.

Benditos sean estos próximos tres meses a mil doscientos kilómetros de ti. Porque va a haber que tirar, derrumbar y remodelar mil matices; hay que volver a dejar que entre la luz por la ventana. Que ya es hora de dejar de sostener la puerta y de espiar por la mirilla; pero es hora de hacerlo lejos de aquí. Es hora de dejarme ir, no de que me dejen ir, que también.
Pero esta vez, soy yo la que tiene que dejar de querer vivir al mismo tiempo a cada lado de la meseta. Ya he asumido que es imposible. Así que puede que haya llegado el momento de despedirse, de guardar recuerdos, de llevarme a cuestas a quien siempre ha estado allí, y dejarme comenzar de cero. 
Desaparecer.
Dejarme ir.
Y luego ya veremos que hacemos con el resto con la presión en el pecho.

No hay comentarios:

Publicar un comentario