Muchas veces, demasiadas, queremos sentirnos queridos. Queremos que haya alguien al otro lado de la puerta, del teléfono, del ordenador. Pero que haya alguien que se preocupe de donde vas, con quien, que vas a hacer, y si necesita ponerse celoso. Que sepa exactamente como vas vestida, de que color es el vestido, la laca de uñas, de como te muerdes el labio cuando te preguntan algo crucial. De como apartas la vista o te pones colorada, de como echas el pelo para atrás, o cuando te brillan los ojos (*).
Pero cuando alguien que ha sido capaz de decirte a la cara que ya no te quiere, entre nubes de vaho y vaho en los ojos, perdidos en lágrimas que no, no quieren salir hasta que estés lejos, tan lejos que no puedas oír las canciones que eran nuestras saliendo de debajo de los cascos, de debajo de las sabanas, de debajo de la almohada, pretende demostrarte que era mentira, no vale, en teoría. Que ya no te quiere y punto, que tu no tienes la culpa, y que el resto de las chicas que sabes que también se han fijado en él tampoco la tienen. En teoría, siempre en teoría.
Y cuando menos te lo esperas, se mete en medio el único chico que te ha demostrado en más de cinco años que es él que realmente te quiere, él que nunca ha dejado de mirarte de reojo, desde la sombra, saliendo de vez en cuando para volver al mismo sitio, odiándote por no quererle casi siempre, queriéndote por odiarle cuando pretende protegerte de más. Pues ayer, lo hizo. Volvió a reaccionar como nunca lo creí capaz. ¿Qué hizo? Fácil. No supo separar lo personal de lo, digamos, profesional. Le hizo daño, pero no el daño que le hizo el chico que me rompió el corazón por primera vez (sí, hace quince días). Actuó como un chico, con los puños, los ojos cerrados, y la envidia en entre los dedos. Labio roto. Punto y final. Dejando eso en el campo, sabiendo que detrás de eso, esta mi firma. La mía yo, que no he formado parte en eso. La firma de dos chicos que me quieren: uno de más, y otro de menos.
Porque querer, aunque sea en negativo, sigue existiendo.
Y cuando menos te lo esperas, se mete en medio el único chico que te ha demostrado en más de cinco años que es él que realmente te quiere, él que nunca ha dejado de mirarte de reojo, desde la sombra, saliendo de vez en cuando para volver al mismo sitio, odiándote por no quererle casi siempre, queriéndote por odiarle cuando pretende protegerte de más. Pues ayer, lo hizo. Volvió a reaccionar como nunca lo creí capaz. ¿Qué hizo? Fácil. No supo separar lo personal de lo, digamos, profesional. Le hizo daño, pero no el daño que le hizo el chico que me rompió el corazón por primera vez (sí, hace quince días). Actuó como un chico, con los puños, los ojos cerrados, y la envidia en entre los dedos. Labio roto. Punto y final. Dejando eso en el campo, sabiendo que detrás de eso, esta mi firma. La mía yo, que no he formado parte en eso. La firma de dos chicos que me quieren: uno de más, y otro de menos.
Porque querer, aunque sea en negativo, sigue existiendo.
*Por cierto, me brillan los ojos solo por dos motivos: cuando me hacen daño, y cuando me quieren de verdad, o por lo menos, cuando creo que hacen ambas cosas. Y si, tu has visto como me brillaban los ojos dos veces. Y nunca más.

No hay comentarios:
Publicar un comentario