Puede que lo peor de estar esperando es no saber ni que es lo que estás esperando.
No sé en qué momento depender, volver al principio, replantearte los cimientos y dormir en ayunas se ha convertido en una incertidumbre insulsa, que deja mal cuerpo a la mañana siguiente, cuando las legañas son la confirmación de que algo tan vivido solo puede ser producto de tu propia cabeza. Diciéndote a gritos que es lo que necesitas, aunque tú no lo quieras ver. Aunque te convenzas, una vez más, que eso no es para tí. Porque ya has caminado por esos senderos, y las huellas están todavía frescas esperando a que seas capaz de volver a pisar sobre ellas. Que el camino ya está trazado, y lo único que puedes hacer esta vez es saltar de piedra en piedra, esperando no encontrarte con alguna que te vuelva a hacer resbalar.
No sé siquiera que es lo que pretendo sacar de todo esto, porque en realidad, al contrario de como suele decirse, todo es mejor en mi cabeza. Esas manías de idealizar situaciones, lugares y, lo peor de todo, personas; cuando sabes que en el fondo de tu ser eres una optimista reprimida en la mente fría de quien hace malabares con demasiadas cosas como para permitirse dudar en los momentos cruciales. Ya no estamos para estos juegos, y ni siquiera sé si esta vez estamos empezando a apostar, o si estamos acabando de levantar la partida que dejamos en el aire. Más bien, que alguien con la necesidad de ser sensato por el bien común decidió dar terminada, como quien se levanta de la mesa sin dar la posibilidad al otro de tirarse algún que otro farol.
No sé qué es lo que pasa, ni lo que puede que suceda, porque no soy capaz ni de tomar el rumbo, ni de dejarme llevar en alta mar. Porque, antes de meterte en la marejada, necesito conocer el parte metereológico. Las previsiones de mareas altas, de luna llena, de rocas a medio esconderse entre las nubes de sal al romper. O un simple faro que esté iluminado durante toda la noche, una brújula medio estropeada que suele indicar el norte los días pares, o algo así. Lo que sea, a lo que pueda aferrarme para no seguir convencida de que las señales que creo intuir, porque es lo único que puedo hacer, son algo más que suposiciones extrañas, conclusiones sacadas por quien siempre espera lo mejor del peor de los casos. Porque soy quien se pone freno a sí misma, solo por conservar algo de calma en el momento de cerrar los ojos antes de meterse en cama; ya no hablemos de la cama de quien, porque esto no es sobre camas ajenas.
No sé qué es lo que busco en revolver historias enterradas, o en anhelar principios que fueron para marcharse, o finales que solo puedo construir por mí misma en la intimidad. No sé en qué momento lo simple se ha vuelto tan complicado, y es mejor callar que decir algo que pueda que se cruce por la cabeza de otros a la misma velocidad que por la nuestra misma. Que entrar con el pecho descubierto debería ser algo normal, común, agradecido y apacible para todos, no suponer un miedo irracional a no ser recibido como tal, sino a acabar mordiendo polvo una vez más. Que el miedo a desaparecer del mapa es mayor que la necesidad de hacerse un hueco en él. Que se cierran puertas que ni siquiera están abiertas antes de poner las bisagras siquiera, y se ignoran boquetes en las paredes hechas por quien quiere entrar porque, simplemente, no es lo mismo que lo que esperas.
Que esperar es la manera que tenemos de entregarnos totalmente a alguien, sin arriesgarnos el pellejo. Porque es lo que hemos aprendido, aunque no tengo ni idea de quien enseña esa lección, ni en qué momento todos la hemos asumido como dogma universal. Porque ya nadie pone las cartas sobre la mesa, a voz calmada y ojos verdaderos, para dejar claro desde que punto se parte, y a donde se quiere llegar. Que, si lo haces, o si simplemente te planteas en hacerlo, todo se vuelve peor.
¿Y lo peor? Que ni siquiera es una posibilidad real, que esto lo ideas contigo mismo, porque no eres quien de bajar las pestañas, las barreras y el orgullo por dar una posibilidad a lo que puede que sea que necesitas en este momento. Que podemos seguir teniendo lo que queremos, pero no lo que necesitamos, todo el tiempo que queramos, pero ¿nos vamos a conformar con ello? Conformarse implica quedarse quieto, y quedarse quieto es morir a pocos, como quien prende el cigarro y deja que se consuma en el cenicero. Por el simple hecho de que puedo hacerlo, pero ¿y si le damos una calada? ¿Y si sacamos todo su potencial, aunque luego nos salga el tiro por la culata? ¿Qué es lo peor que nos podría pasar?
Si algo he aprendido con el paso de los años, es que aquellas cosas que nos daban apuro, que nos hacían dudar sobre llevarlas a cabo o no, aunque fuera lo que nos pedía el cuerpo, las entrañas y hasta los pies, no son para tanto. Qué en el fondo, todo esto de vivir no tenemos que tomárnoslo tan en serio, porque en menos de lo que pensamos se va a acabar. Y podemos pasar los años que nos quedan quitándonos las ganas, ganando hipotéticamente sin arriesgar, pero ¿realmente eso es vivir? Ya respondo yo por todo: no. Nunca lo ha sido, y nunca lo será.
Así que a la mierda lo preestablecido, los cánones de cortesía, los movimientos de alas de mariposa para estar al lado de quien te hace vibrar. Porque de aquí en dos días puede que ya me haya marchado con la maleta a cuestas, y de aquí en tres semanas ya ni me acordaré de tu nombre. Así que, ¿por qué no?

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