No tengo muy claro porque, pero esta última semana está siendo un sinvivir de idas y venidas entre sucesos pasados, papeles mojados e historias de antaño, que se suponen que habían quedado enterradas de una vez por todas. No sé si será el calor, la sensación de que la vuelta a la realidad se acerca, o que los años pesan y queremos recuperar la estabilidad que en su día dimos por innecesaria. O una combinación de todas ellas. Puede ser que no sé que es lo que te ha pasado, que las noches te han hecho más sabio, más reservado y más despierto, que la distancia te ha enseñado lo que intenté explicarte con palabras mal escritas en tardes de calor. Que los aviones duelen donde las heridas no acaban de cicatrizar, y los recuerdos se sienten a flor de piel; y que estoy segura de que, esta vez, puede que tú también lo entiendas.
Pero no lo sé.
Que vuelvo para marcharme, sin tener valor a llegar del todo una vez más. Porque acercanos a pasitos cortos nunca a sido suficiente, por mucho que nos empeñemos en pensar que, al no hacer ruido, no vamos a despertar a los vecinos. Porque respirar colillas de cigarros ajenos no es un buen método para solventar distancias avismales creadas durante tres años, sin detenerse a mantener un mísero puente por si algún día las dos orillas deciden hacer un chequeo de daños, solo para asegurarse que las cosquillas del prógimo siguen debajo de la última costilla del lado izquierdo. O si otra ha sido capaz de encontrarlas en algún otro sitio, dando así un nuevo significado a aquellas carcajadas olvidadas entre vuelta y vuelta del ventilador.
Pero no lo sé.
Puede que vuelva, que el destino decida que apoyemos los pies bajo el mismo pavimento, o que no haya más remedio que sujetarnos la puerta; y que esta vez no rehuella la mirada, y que esta vez no calle haciendo el silencio aún más incómodo. Puede ser que haya pasado ya el tiempo suficiente para dar las explicaciones que en su día carecían de sentido, o para hablar de puntos comunes para asegurar la sutura definitiva. Porque tres años pueden que sean suficientes, y deberían serlo; pero desde que no nos oímos, no nos hablamos, y no nos esperamos, no nos encontramos. Y sin encontrarnos, ya no sabemos que es lo que conocíamos, y que es lo que se ha creado a raíz de repetir, día tras día, lo que una servidora aquí se encargo de hacer desaparecer. No es un paso más en un martirio sin fin; eso ya ha quedado atrás, pero la curiosidad es lo que mueve mis caderas, y es lo que me ha llevado a estar donde estoy. Y viendo que es tan buena consejera, no veo el porqué de no darle otra oportunidad; que sea eso lo que guía mis pies, y no los anhelos empedernidos de alguien que no sabe dejar marchar lo que hace tiempo que ya se fue. No, son dos cosas muy diferentes, y hay que saber diferenciar cada una de las situaciones, para hacer que las caladas sean más hondas, y que los quintos de cerveza no chirrién en los dientes.
Sin esperanza más allá de que no darme un nuevo portazo en la cara, ¿qué se puede pedir a quién no supo conducir la situación en su momento? ¿A quién se encargó de desaparecer, de huir sin dejar rastro, de callar durante meses y de no molestarse en anunciar su regreso, para sacar el vendaje de un tirón y sin anestesia? ¿A quién no fue capaz de aprovechar ninguno de los momento, que no han sido pocos, que han pasado entre entonces y el ahora? No se le puede pedir nada, más allá de la promesa vaga de que no le van a temblar las piernas, la voz y las pestañas en el caso de que los castillos en el aire se vuelvan de arena, y todo este sinsentido de historias idílicas resulten tener un mínimo de fundamento.
Pero no lo sé.
Solo sé que tengo que volver, que tengo que dar la cara, y que la otra parte del asunto se ve en la misma situación; y que, quieras o no, las canas aumentan con los kilómetros. Que puede que no haya suficiente material como para perdonar, pero puede que si para escuchar. O no. No lo sé.

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