Las despedidas, quieras o no, son duras. Cuesta separarte de los tuyos, y más cuando sabes que, simplemente, estás de pasada; porque, desde hace unos meses, tu casa deja de ser tu casa, y pasa a ser la de tus padres. Tu bar de siempre, pasa a ser "aquel bar donde pasó aquello". Tu banco en el parque, unos trozos de madera a los que tienes demasiado apego como para admitirlo. Y así, exactamente así, sucede con todo. Pero siempre vuelves, ya sea por unos días, unas semanas, unos meses o durante años. Siempre acabas volviendo. La morriña es algo que nos arrastra, que puede con todos, aunque los gallegos seamos los únicos que hemos sido capaces de condensar ese sentimiento milenario, legendario y personal, en una sola palabra. Y si no es por morriña, teme lo peor. Volver si no es por echar de menos tantísimo tu propia tierra es el peor augurio de mala suerte.
El primer caso, el mío en estos días, es el compromiso familiar, por fechas festivas de costumbre paternal. O las Navidades, como le llama el resto de personas de este mundo. Si por mucho de nosotros fuera, hubiéramos obviado esta festividad consumista como obviamos tantas otras a lo largo del año. No entiendo la necesidad de estar todos juntos, cuando lo único que hace es volverte a hacer dependiente de las comodidades que tienes aquí, y que allí has tenido que buscarte la vida para conseguir algo que se antoja parecido, pero no. Y los reencuentros. Los interminables, al principio agradables, pero luego insufribles, reencuentros. En los que cuentas una y otra vez las mismas historias, las mismas encontronas y pasatiempos divertidos que pierden la magia, la gracia, el brillo y la frescura a medida que las desgastas con palabras. Porque todo el mundo quiere ir de primera mano lo que te ha sucedido, aunque ya se lo hayas contado por teléfono, o ya lo haya oído por otros. Y los achuchones, besos, mimos y demás cosas que, las personas ariscas por naturaleza como yo, toleramos hasta un cierto límite, pero no mucho más.
El segundo caso es, por increíble que parezca, peor que el primero. Una llamada de teléfono, la voz entrecortada al otro lado del hilo, lágrimas, pañuelos, más lágrimas, un billete de avión demasiado caro que no importa ni influye, una maleta hecha a las prisas, pero de riguroso negro. Un viaje demasiado corto y demasiado largo. Con suerte, no estarás sola en el aeropuerto, pero el trayecto en coche (si tienes suerte; sino, en autobús) preferirás hacerlo en silencio, no con temas de conversación absurdos, sin sentido, ni tacto alguno. Y después, de nuevo, achuchones, besos y mimos, pero esta vez en tonos agridulces, con momentos en los que no sabes si te están intentado consolar a ti o a ellos mismos. Pero no importa, porque ha cambiado tanto tu interior y tu exterior en unas cuantas horas, que ha dejado de molestarte el resto. Solo están ahí, respirando para hacer que algún vegetal haga la fotosíntesis para proporcionarte oxígeno a ti, para que puedas seguir. Y luego, tienes que volver.
La vuelta no es mucho mejor que la llegada. Primero, despedirse. Después, viajar. Y por últimos, llegar a casa y pensar que vas a tener, por fin, tiempo para ti, para ser quien eras antes, pero no. Porque, quieras o no, cada vez que vuelves a casa, por poco tiempo que estés en ella, te marca. Entras siendo un persona, y sales siendo otra. Quizás, porque el sito del que vienes te ha enseñado cosas sin que te dieras cuenta, y te estás empezando a percatar de ellas al volver al punto del que partiste. Pero eres un extraño, un extraño en tu propia casa; uno que ni siquiera deja las mismas pisadas en la alfombra. Que no te sientes cómodo en situaciones que antes te hacían inmensamente feliz, y que disfrutas con cosas que antes aborrecías.

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